23/06/2025 08:08
23/06/2025 08:05
23/06/2025 08:02
23/06/2025 07:58
23/06/2025 07:58
23/06/2025 07:55
23/06/2025 07:55
23/06/2025 07:54
23/06/2025 07:53
23/06/2025 07:52
Buenos Aires » Infobae
Fecha: 23/06/2025 04:50
La animosidad constante hacia Israel y Estados Unidos no solo cumple una función ideológica, sino que actúa como válvula de escape para suprimir las verdaderas demandas del pueblo iraní: derechos básicos, oportunidades, justicia y libertad (EFE/EPA/STR) En la superficie, los conflictos de nuestro tiempo parecen locales o regionales: Rusia invadiendo Ucrania, China acechando Taiwán, Irán sofocando protestas internas y sosteniendo una confrontación explosiva con Israel, marcada por tensiones militares y el inquietante desarrollo de su programa nuclear. Aunque a primera vista parecen conflictos separados, estos tres ejes están atravesados por una misma tensión estructural, en la cual regímenes autoritarios —de distinto signo ideológico— desafían no solo el orden internacional de posguerra, sino también las aspiraciones democráticas de sus pueblos. Los une el revisionismo histórico, el control narrativo, la represión tecnológica y un rechazo frontal a las instituciones republicanas. Un triángulo con tres vértices distantes en el mapa, pero que comparten el mismo temblor político y moral. En ellos se está decidiendo no solo el destino de tres regiones, sino la forma política del siglo XXI. Estos tres vértices —Ucrania, Taiwán e Irán— no solo representan crisis aisladas, sino expresiones diversas de una misma disputa global: el choque entre autoritarismo y democracia. En cada uno, lo que está en juego es más que una frontera o un liderazgo: se pone en cuestión la posibilidad misma de elegir un modelo político distinto frente a regímenes que buscan imponer el suyo por la fuerza o la coacción. En Ucrania, esa elección es resistida por una Rusia que no tolera democracias viables en su periferia. En Taiwán, es desafiada por una China que no admite que una sociedad de cultura china pueda organizarse libremente bajo un sistema democrático. Pero es en Irán donde esta tensión alcanza su punto más explosivo: no solo por la brutal represión interna, sino por su capacidad desestabilizadora en todo el Medio Oriente. Desde su posición estratégica en el Golfo Pérsico, el régimen iraní proyecta poder a través de grupos armados y organizaciones proxy como Hezbollah, Hamás o los hutíes, que funcionan como extensiones militares de su agenda regional. Su creciente hostilidad hacia Israel —que esta semana escaló en una confrontación directa sin precedentes, con lanzamiento masivo de cohetes y ataques aéreos—, el avance de su programa nuclear y su intento de erigirse como potencia global convierten a Teherán en una amenaza que trasciende lo local. Desde sus proxies armados hasta su control estratégico en el Golfo Pérsico, Irán actúa como epicentro de una red de desestabilización regional con proyección global y capacidad para exportar el terrorismo, incluso hasta la Argentina. No es una estrategia nueva: desde los tiempos de Jomeiní y sostenida por Alí Jamenei, cada vez que el régimen se siente acorralado por protestas internas o desafíos a su legitimidad, exporta su crisis al exterior. La toma de la embajada de Estados Unidos en 1979, la prolongación deliberada de la guerra con Irak y distintos atentados terroristas en suelo extranjero son parte de un mismo patrón: desviar la atención hacia enemigos externos para ocultar el verdadero conflicto, el del régimen contra su pueblo y la resistencia organizada. En ese guion repetido, la animosidad constante hacia Israel y Estados Unidos no solo cumple una función ideológica, sino que actúa como válvula de escape para suprimir las verdaderas demandas del pueblo iraní: derechos básicos, oportunidades, justicia y libertad. La pugna entre pulsiones autoritarias y aspiraciones democráticas adopta distintas formas en cada vértice. En Ucrania, se expresa como la defensa de una república ya existente, que resiste una agresión imperial destinada a suplantar su soberanía. Desde 2022, Ucrania protagoniza la mayor guerra convencional en Europa desde la Segunda Guerra Mundial. Pero más allá de lo militar, lo que está en juego es su derecho a existir como república soberana, libre de la órbita autoritaria del Kremlin. Rusia no invade solo por territorio o recursos: invade una elección, la de Kiev por un modelo occidental y democrático. Putin no puede tolerar una democracia funcional en su patio trasero. Porque si Ucrania prospera como república, la narrativa imperial se desmorona y el modelo autocrático queda expuesto. Mientras tanto, millones de ucranianos enfrentan el desarraigo, la pérdida de seres queridos y la destrucción de sus hogares, poniendo en juego no solo un territorio, sino vidas y esperanzas. A miles de kilómetros, Taiwán representa otro tipo de desafío para un régimen con claros tintes autoritarios. No por lo que hace, sino por lo que es: una democracia vibrante y pluralista que incomoda y contradice el discurso de Pekín, que sostiene que el “modelo chino” es la única vía legítima para los pueblos de habla china. China pretende absorber Taiwán no solo por razones históricas o estratégicas, sino porque la existencia de este sistema democrático en la región cuestiona la exclusividad del control del Partido Comunista sobre esa esfera cultural y política. Detrás de la geopolítica, hay ciudadanos que disfrutan de libertades, expresan sus opiniones y construyen su futuro en un ambiente que valora la pluralidad y el respeto por los derechos humanos. A diferencia de Ucrania o Taiwán, en Irán no existe aún una república consolidada que se defienda; aquí hay un pueblo que pugna por construirla, enfrentando a un régimen teocrático, represivo y autorreferencial que se aferra al poder con violencia, censura y terror. La muerte del presidente Ebrahim Raisi, símbolo del ala más dura del régimen, reabre una pregunta clave: ¿hay una salida posible hacia la democracia? La historia iraní está llena de falsas primaveras y crudos inviernos. Pero nunca como hoy pareció tan claro que el régimen islamista liderado por Alí Jamenei no puede sostenerse por mucho más sin hundir al país en un aislamiento y una miseria permanentes. Y aquí aparecen dos caminos posibles para esa salida. Por un lado, el Consejo Nacional de Resistencia Iraní (CNRI), con Maryam Rajavi como figura política y moral, representa la alternativa republicana más estructurada frente al régimen teocrático. Su programa no deja dudas: una república laica y democrática, con igualdad de género, abolición de la pena de muerte, separación de poderes y elecciones libres bajo supervisión internacional. Pero lo que realmente distingue al CNRI no es solo su propuesta política, sino su anclaje real dentro de Irán. A pesar de décadas de exilio forzado de sus líderes, el movimiento cuenta hoy con miles de unidades de resistencia activas dentro del país, que operan clandestinamente en cada provincia a través del MEK (Organización de los Muyahidines del Pueblo de Irán), arriesgando sus vidas para mantener viva la esperanza de un Irán libre. Esa presencia interna —organizada, persistente y dispuesta al sacrificio (más de 100.000 miembros han sido asesinados por el régimen)— es una condición indispensable para cualquier transición democrática genuina. No es un movimiento perfecto —ninguno lo es en contextos extremos—pero posee algo que muy pocos opositores tienen: estructura, coherencia, presencia internacional y, sobre todo, una base sólida en el terreno. Frente a eso, también gana cierta visibilidad Reza Pahlavi II, hijo del último sha y nieto de Reza Shah, figura que polariza por su pasado y vínculos controvertidos. Carismático y moderado, aparece cada vez que el régimen se tambalea. Pero su figura es, en el fondo, la de un opositor intermitente. Ha vivido por más de cuarenta años en el exilio norteamericano con todas las comodidades, sin estructura política sólida detrás ni un proyecto institucional claro para el día después. Y esa vida ha sido costeada con los bienes que la monarquía extrajo del Estado, antes de abandonar el país. Su apelación nostálgica puede atraer a sectores decepcionados, pero no representa una solución viable para una sociedad que ya conoció una monarquía autoritaria y una teocracia totalitaria. Basta mencionar que en varias ocasiones se mostró dispuesto a trabajar y conservar estructuras y elementos del régimen, como los Cuerpos de la Guardia Revolucionaria Islámica. Irán no necesita restauraciones: necesita refundaciones. Y así lo ha expresado su pueblo al grito de: “¡Abajo los opresores! Ni mulás, ni sha: ¡solo democracia!”. Lo que se juega en Teherán, como en Kiev o Taipéi, no es solo el futuro de una nación, sino el equilibrio global entre dos modelos de mundo. Las democracias no son inevitables: son frágiles, precarias y necesitan ser sostenidas con ideas, participación activa, diplomacia y apoyo internacional. Irán, en el momento más débil de podría ser el epicentro del próximo gran giro histórico, pero no es el único foco de tensión en este triángulo. En Taiwán, el peligro latente de una invasión china mantiene en vilo a toda la región Asia-Pacífico, mientras que en Ucrania la resistencia frente a la agresión rusa sigue siendo un símbolo global de defensa republicana. Al mismo tiempo, la confrontación explosiva entre Irán e Israel añade una dimensión de riesgo inmediato, con el programa nuclear iraní y las recientes hostilidades elevando la apuesta. Esta transformación solo será posible si las repúblicas del mundo asumen su responsabilidad y se comprometen con quienes luchan desde dentro. Porque este “triángulo del pulso democrático” no es solo un escenario geopolítico, es el umbral donde se decide si el siglo XXI será un tiempo de expansión de libertades, justicia y dignidad, o uno marcado por nuevas sombras de autoritarismo y retroceso. Permitir el avance de actitudes autoritarias, el silenciamiento o el acoso sistemático a la prensa libre, la violencia verbal en el espacio público y en el institucional, dirigida contra cualquier disidencia, y los ataques masivos de trolls digitales contra opositores —fenómenos que se reproducen también en sociedades como la nuestra— es abrir una puerta peligrosa. Son problemas locales o coyunturales y también son síntomas que, si no se combaten, pueden alimentar un terreno fértil para la erosión de las democracias y el fortalecimiento de regímenes como los que hoy vemos actuar en estos vértices del triángulo global.
Ver noticia original