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» Clarin
Fecha: 10/08/2025 08:34
La frase “la banalidad del mal” se inventó para los oficiales nazis que cumplían las órdenes de Hitler con la misma obediencia y ausencia de reflexión que el empleado de un banco cuyo jefe le instruye a negar un préstamo. Podríamos aplicar las célebres palabras de Hannah Arendt con similar acierto al piloto del avión que lanzó la bomba atómica sobre Hiroshima el 6 de agosto de 1945. Paul Tibbets dio una breve entrevista a The New Yorker cuatro meses después de protagonizar aquella épica monstruosidad. ¿Qué pensaba mientras su avión, el Enola Gay, se acercaba al objetivo? “Solo queríamos hacer bien nuestro trabajo.” ¿Regresó a su base conmocionado? “Yo, por mí, solo deseaba dar el día por terminado y volver a tierra a comer un bife”. Tibbets agregó que en el vuelo de vuelta él y su tripulación se anticiparon al esperado festín tragándose unos sándwiches de jamón. “A ninguno se nos pasó por la cabeza,” explicó, “que acabábamos de participar en una nueva era de la historia.” La suerte -la increíble suerte- es que, pasados 80 años, la historia no se ha repetido. Hoy existe una sensación general de que sí puede repetirse, por lo que debemos agradecer al par de locos que están al mando de los dos arsenales nucleares más grandes del planeta. Con la sensibilidad que les caracteriza, los presidentes Vladímir Putin y Donald Trump eligieron la semana del aniversario de Hiroshima para sonar los tambores de la guerra nuclear. Inició el juego el ex presidente ruso Dmitri Medvedev, hoy el títere en jefe de Putin, con un tuit (¡un tuit, por el amor de Dios!) en X, la red social de Elon Musk. Medvedev amenazó con que se acercaba el momento en el que Rusia dispararía sus cohetes intercontinentales. Trump respondió en su red privada, Truth Social, que “las palabras son importantes y muchas veces conducen a consecuencias inesperadas” (¿por fin lo entendiste, Donald?) y luego dijo que como respuesta a la provocación había ordenado que dos de sus submarinos nucleares se acercasen a las costas rusas. Puro teatro, todo. De repente Trump y Putin cambian el guión y dicen que se van a reunir en Alaska. Lo cambian cada día. De la farsa a la tragedia a la farsa. Ni ellos saben por dónde van. Vivimos tiempos inestables, por no decir lunáticos, y puede pasar cualquier cosa. ¿Qué hacer ante la creciente posibilidad del apocalipsis? Yo animaría a mis compatriotas acá en España a disfrutar como nunca de las vacaciones que muchos de ellos se estarán tomando hoy en la playa. Igual para los argentinos con dólares en las playas de Brasil. Es que, en serio, vivir bajo la sombra del fin del mundo tiene su lado positivo. Todos vivimos bajo esa sombra. A todos nos puede atropellar en cualquier momento un cáncer o un auto o un ataque al corazón. ¿Qué diferencia hay entre una cosa y la otra? Yo siempre pensé que convivir con la muerte, ser consciente de que puede estar a la vuelta de la esquina, es no solo sano sino recomendable. Lejos de paralizarnos o provocar sentimientos oscuros, debería animarnos a vivir intensamente, con alegría y entusiasmo y gratitud, todas las horas del día. La mortalidad bien enfocada es un motor de buena energía, y la buena energía es la cualidad más valiosa y más loable -mucho más que la inteligencia, o la belleza, o el dinero- en un ser humano. Lección de filosofía concluida, es razonable que uno procure alejar lo más posible el día de la muerte. Por eso algunos toman (entiendo) medidas de precaución como no fumar, o no beber, o digerir legumbres, o hacer ejercicio. ¿Qué medidas podemos tomar para evitar las consecuencias de una guerra nuclear? Está claro. Varias investigaciones lo demostraron: mudarse a Australia o a Argentina. O, claro, quedarse donde están. Busquen en Internet y verán que varios científicos han examinado el tema y concluido que estos son los dos países que estarían más a salvo de una hecatombe nuclear. No solo por su saludable distancia de los escenarios bélicos del norte sino porque, gracias a sus abundantes tierras fértiles y la fecundidad de su ganado, se salvarían de la hambruna que asolaría a la mayor parte de la humanidad. ¿Cuál de los dos elegir? Ambos comparten el mismo hemisferio pero, como sociedades, representan polos puestos. Recuerdo la primera vez que fui a Australia, tras haber vivido diez años en Argentina. Me vino poderosamente a la mente el contraste entre los dos países, ambos nacidos más o menos a la vez en igualdad de condiciones. Australia es un exitazo como democracia y como economía. Argentina, bueno... Pero después me pregunté, ¿si tuviera que elegir, en cuál de los dos viviría el resto de mis días? Argentina, por goleada. Australia es Inglaterra con sol -insufrible- con la desventaja adicional de que tiene todos los problemas resueltos. Tal es el estado de bienestar que se aburren como ostras y no tienen más remedio que inventarse problemas donde no los hay. Una noticia que recuerdo de la televisión nacional australiana fue (sí, en serio) que un carpintero se cayó de unas escaleras y se rompió la pierna, lo que precipitó un clamor para que los políticos interviniesen y no volviera a ocurrir.
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