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» Clarin
Fecha: 10/08/2025 08:39
La política cambiaria es, por estos días, uno de los ejes más observados por el sector productivo argentino. No es para menos: el dólar oficial se ha acercado al techo de la banda de flotación establecida por el Banco Central, lo que marca un punto de inflexión en la dinámica del tipo de cambio real y plantea desafíos crecientes en el frente monetario. Desde la implementación del nuevo esquema de bandas cambiarias a mediados de abril, el tipo de cambio real multilateral (TCRM) acumuló una mejora del 21% en lo que va de 2025, y del 25% si se toma desde el inicio del régimen. Esta recomposición respondió tanto a factores locales como externos: por un lado, el deslizamiento del tipo de cambio nominal frente al dólar en un contexto de bajo pass-through; por otro, la apreciación de monedas clave como el real brasileño, el euro y el yuan, que fortalecieron el tipo de cambio real bilateral con nuestros principales socios comerciales. Solo contra el dólar, el tipo de cambio real mejoró un 17% desde abril. Este movimiento no es menor: según estimaciones del FMI, hacia fines de 2024 el peso argentino presentaba un atraso cambiario de entre 15% y 25% respecto de su nivel de equilibrio. La dinámica reciente acortó sustancialmente esa brecha y contribuyó a descomprimir tensiones sobre la sostenibilidad del frente externo. En perspectiva histórica, el tipo de cambio real multilateral se ubica hoy en niveles similares a los de mediados de 2018, cuando aún no regía un cepo estricto. Y lo más relevante: esta mejora se logró sin provocar una aceleración inflacionaria significativa. En junio, el IPC general fue de apenas 1,6% mensual y la inflación núcleo se ubicó en 1,7%, lo que confirma un pass-through contenido. En definitiva, el tipo de cambio actual, si bien más competitivo, no luce exagerado: corrige parcialmente un desvío previo sin generar un nuevo desalineamiento. Y, a diferencia del típico ciclo argentino de atraso y corrección brusca, esta vez el ajuste fue más ordenado. Pero el punto central es otro: ¿El nuevo dólar es funcional a una estrategia de desarrollo exportador? ¿Incentiva una mejora sostenible de la balanza comercial o simplemente posterga desequilibrios estructurales? Por ahora, lo segundo. El nuevo esquema cambiario alivió transitoriamente el frente externo, pero no logró revertir las fragilidades estructurales del comercio exterior argentino. Las exportaciones siguen creciendo poco, con una canasta concentrada y baja elasticidad al tipo de cambio. Las importaciones, en cambio —más sensibles al nivel de actividad y a la apertura comercial— se dispararon en el primer semestre. El resultado fue un superávit comercial que se desplomó un 74% interanual. En efecto, durante el primer semestre de 2025, las importaciones crecieron 35% interanual en valor y 45% en volumen, mientras las exportaciones apenas subieron 4%. El mayor dinamismo importador respondió, sobre todo, a bienes de capital (+73,8% en valor y +70,6% en cantidades) por el rebote de la inversión desde niveles muy bajos, y bienes de consumo (+73,5% en valor y +69% en cantidades), reflejo de una economía más abierta y con tipo de cambio más competitivo. Este proceso se evidencia aún más cuando se lo observa en perspectiva histórica: las importaciones a precios constantes ya superan los niveles de los últimos cinco años y se ubican en máximos desde 2017. En términos del PBI, treparon al 18% en el primer semestre, un nivel no visto desde el pico de 2011–2012, antes del cepo duro. No se trata solo de un rebote post-sequía o una reposición de stocks: estamos ante un cambio en el patrón de demanda, donde el nuevo tipo de cambio impulsó una rápida expansión importadora sin un correlato exportador equivalente. De cara al segundo semestre, es razonable esperar una moderación del ritmo de expansión de las importaciones, tanto por una base de comparación más alta como por el impacto rezagado del tipo de cambio y el menor dinamismo de la actividad. Aun así, las importaciones seguirían creciendo por encima de las exportaciones —menos sensibles en el corto plazo—, y el año cerraría con un superávit comercial acotado, entre US$6.000 y 7.000 millones, muy por debajo de los US$ 18.900 millones de 2024. El nuevo tipo de cambio ofrece cierto respiro, pero no resuelve la raíz del desequilibrio externo: una economía que importa más de lo que exporta en valor agregado, y cuya inserción internacional sigue siendo vulnerable. La competitividad real no se consolida solo con tipo de cambio: exige productividad, escala, logística, financiamiento y reglas de juego estables. Mientras eso no se materialice, el riesgo es que este alivio sea una pausa y no un punto de inflexión. Desde el punto de vista macroeconómico, un tipo de cambio más competitivo es condición necesaria —aunque no suficiente— para consolidar el orden externo sin caer en nuevas restricciones o volver al atraso. Desde el plano sectorial, representa una oportunidad para redefinir estrategias: sustituir importaciones donde sea eficiente, ganar mercado externo en sectores con potencial y revisar el mix de producción y abastecimiento. Desde la política económica, el desafío es sostener esta competitividad sin resignar anclas antiinflacionarias ni consistencia fiscal. A eso se suma un componente estructural. Aun en un escenario de tipo de cambio favorable, el desarrollo exportador argentino no se define por el precio del dólar, sino por la capacidad de escalar sectores con ventajas comparativas dinámicas. Vaca Muerta, la minería, el agro y la economía del conocimiento trazan un sendero concreto de expansión, con potencial para aportar más de US$128.000 millones en divisas en la próxima década. Pero ese potencial no se activa solo con tipo de cambio: requiere inversión, infraestructura, previsibilidad normativa y un entorno macroeconómico que acompañe. Lo estratégico no es solo exportar más, sino exportar distinto: diversificar la canasta, reducir la dependencia estacional y construir una inserción global más sofisticada, menos expuesta a los shocks climáticos o de precios. Además, no hay competitividad duradera sin productividad. El tipo de cambio puede dar alivio coyuntural, pero sin mejoras genuinas en productividad, la inserción internacional no se sostiene. Hoy, ese eslabón sigue siendo el más débil: salarios en recuperación, costos en dólares aún altos y márgenes ajustados. Ganar productividad implica inversión, innovación y escala, y también un marco regulatorio que la habilite. Es decir: reformas. Y esa agenda aún está pendiente. En este contexto, las empresas observan el reacomodamiento cambiario con atención, pero también con prudencia. No buscan solo un dólar más alto: necesitan condiciones para invertir, exportar, importar y planificar a largo plazo. Las que venden al mundo quieren saber si esta mejora es una oportunidad duradera. Las que producen para el mercado interno sienten la presión competitiva del exterior y enfrentan desafíos de escala y eficiencia. Para muchas, el verdadero cambio no pasa por el tipo de cambio, sino por la transformación de sus estructuras operativas, su matriz de costos, la apertura a nuevos mercados y la incorporación de innovación tecnológica, que redefine modelos de negocio y plantea nuevos desafíos al empleo y la empleabilidad. Es ahí donde se juega la competitividad de fondo.
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