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  • El pasado que nos espera

    » Diario Cordoba

    Fecha: 23/11/2025 12:19

    Nadie sabe el pasado que le espera. Me lo dijo, semanas atrás, Juan Mayorga, académico de la RAE, dramaturgo, director del Teatro de La Abadía y hombre de palabra, en el más amplio sentido de la expresión. Fue una de las reflexiones que hizo durante la larga hora de charla que mantuvimos, una de esas ocasiones en las que el deber moral que es la escucha, como él mismo define esa práctica hoy tan tristemente en desuso, se plantea también como reto, el de aprehender lo escuchado. Mayorga se refería a cómo de pronto, al caminar por una calle del barrio en el que creciste, donde fuiste niño, vuelves a verte jugando allí a la pelota o intentando trepar a uno de los árboles del parque adyacente. Te sitúas de nuevo en ese pasado, regresas a él, pero no como un recuerdo fútil y efímero, sino como fuente de sabiduría y autoconocimiento: lo ves, te ves, de un modo nuevo, completamente distinto, y esa visión te hace crecer en la distancia, gracias al tiempo transcurrido. Aquella consideración, fundamentada en la teoría benjaminiana del carácter temporal de la verdad, me dejó cavilando durante los días posteriores, en los que viajé a Cantabria para tener un encuentro con lectores en la Torre de Don Borja, en Santillana del Mar. La mañana del acto me desperté temprano, mucho más de lo necesario. Siempre que duermo fuera de casa sufro insomnio, por lo que suelo recurrir a algún fármaco recetado por mi médica de cabecera, que sabe que, en mi caso, lo raro es dormir. Una medida que me permite descansar, aunque me deja resacosa y un tanto aturdida, con los pensamientos aletargados, como si en mi mente hubiera una densa nubosidad, nada variable. Pero aquella mañana, en Santander, no sufrí ese efecto secundario. Nada más abrir los ojos, empecé a experimentar una lucidez extraordinaria que me condujo, nuevamente, a la frase de Mayorga: nadie sabe el pasado que le espera. Mi pretérito, pensé entonces, está dolorosamente fragmentado, partido primero en dos mitades, mi vida antes y mi vida después de la muerte de mi madre, y luego, con el transcurrir de ese tiempo que es conocimiento y no cura, en múltiples pedazos de existencia entre el pueblo de Cáceres del que es originaria mi familia materna, donde viven mi hermana y mis dos sobrinos, y Madrid, la ciudad que hace 28 años me acogió y ahora siento tan hostil que me ha obligado a buscar refugio en otra parte. El pasado que me espera es, por tanto, tan caleidoscópico como impredecible. Puedo ser, quiero serlo, la niña que, en el coche familiar, un Peugeot 505 verde botella que olía a Ducados, vio a su padre llorar, la primera y única vez, a los pocos días de quedarse viudo, la adolescente que, en un parque del madrileño barrio de la Concepción, se negó a conocer a la nueva pareja de él, con la que, tempranamente, rehizo su vida, y la joven que lo acompañó durante los seis días que duró su agonía. Sólo al observarme allí, en esos tres lejanos escenarios, desde aquí, ahora, puedo ser la escritora que, al final del encuentro con sus lectores en Santillana del Mar, recibió el agradecimiento de una madre emocionada: «En ti veo a mi hija dentro de 20 años». *Periodista y escritora

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