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  • El criminal nazi que vivía frente al campo de concentración y le disparaba a los prisioneros judíos desde la ventana

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 13/11/2025 02:34

    La casa de Amon Goeth daba al campo de concentración El nazi Amon Goeth se asomó a la ventana de su chalet, apoyó el codo en el alféizar y, con una exhalación lenta, buscó el gris de los barracones amontonados más allá del jardín. Esa imagen penetrante y brutal —un hombre que disparaba desde su terraza contra prisioneros—, se convirtió en símbolo del sadismo durante el Holocausto. Amon Goeth, conocido como el “carnicero de Cracovia”, no llegó a ese apodo por accidente. Cumplía con empeño una tarea designada por el régimen nazi, pero añadió su propio sello de crueldad. El campo de concentración de Plaszow, bajo su mando, fue su reino personal. Allí, cada acto estuvo teñido de una violencia que algunos sobrevivientes solo lograron articular décadas después. De Viena al terror: anatomía de un fanático Viena, Austria, 1908. Un niño rubio, de ojos claros y mirada inquisitiva, deambula entre hileras de estantes repletos de libros antiguos. Su familia —católica, de clase media— participaba esporádicamente en tertulias políticas. Amon Leopold Goeth creció en una ciudad marcada por el esplendor imperial y las tensiones nacionalistas, cuyas calles bullían de resentimientos y promesas de cambio. Pronto, en su adolescencia, el joven absorbió el veneno del antisemitismo germano. Amon Goeth nació en Viena y cuando tenía 21 años se sumó al nazismo En la primavera de 1930, con 21 años, Goeth ingresó en la NSDAP (Partido Nacionalsocialista) y, más tarde, en la temida SS. La disciplina férrea, la promesa de poder y la brutalidad le resultaron un imán inevitable. “Sirvo a una causa más grande que yo”, llegó a escribir, justificando su entrega total al régimen. Fueron años de aprendizaje en la violencia. Entre documentos y entrenamientos, quedó marcado por la doctrina nazi. En el infierno de Plaszow En 1943, Amon Goeth fue nombrado comandante del campo de concentración de Plaszow, próximo a Cracovia. El lugar, en origen, consistía solo en un pequeño recinto, pero pronto se transformó, bajo sus órdenes, en una máquina de exterminio. Desde la ventana de su residencia, Goeth observaba a diario el campamento. Cada mañana, vestido impecable, ordenaba revisar la alineación de los prisioneros. Bastaba una mirada de desagrado, una insinuación: “Ese hombre no trabaja con suficiente empeño”, para que sonara el disparo. El campo se expandió rápido, tragando tierras y vidas. Miles de judíos polacos, gitanos y presos políticos pasaron por sus barracones. Amon Goeth toma sol a metros del campo de concentración de Plaszow en el que sembró el terror En las memorias de los sobrevivientes, Goeth aparece como una sombra omnipresente. Su brutalidad no admitía lógica. Una mañana, sin motivo aparente, ordenó ejecutar a una docena de prisioneros. —Que sirva de ejemplo —dijo, ajustando su gorra—. Aquí se obedece o se muere. No necesitaba justificaciones complejas; su palabra era ley. Su figura se volvió un símbolo del sadismo nazi: imprevisible, caprichoso y cruel. El ocio como espectáculo de muerte La casa de Goeth —blanca, de varios pisos, lujosamente decorada con muebles confiscados desde casas judías— miraba directamente al campo. Desde el balcón, el comandante tomaba el café de la mañana y, con el rifle apoyado en la baranda, seleccionaba a sus víctimas al azar. Según testigos, “disfrutaba del poder absoluto: matar por aburrimiento, por capricho o para satisfacer alguna rabia súbita”. Helen Jonas, una de sus criadas judías, recordaba décadas después el sonido sordo de los disparos, el crujido de la porcelana, el tintineo de las cucharas. —Una vez, servía el desayuno cuando sonó el disparo. Goeth no parpadeó. Nada de remordimiento, nada de emoción —contó casi en un susurro. “Era completamente impredecible. Un minuto te pedía vino y al siguiente ordenaba matar a un niño por mirar hacia su ventana”, relató otro sobreviviente. Los niños encerrados en el campo aprendieron a moverse en sombras, invisibles a los ojos del comandante. Amon Goeth fue detenido por las SS y luego entregado al Ejército soviético En las noches de festín, cuando oficiales y visitantes llegaban a su residencia, Goeth lucía otra máscara. La bestia se ocultaba tras el humo del tabaco y el aroma de los licores. —No hablen de negocios esta noche —dijo una vez, con una sonrisa glaciar—. Aquí sólo importa la disciplina y la camaradería. El modelo Schindler y la grieta en el muro En su reinado de terror, Goeth encontró un adversario inesperado: Oskar Schindler, industrial alemán y miembro del partido nazi, pero diferenciado por un humanismo disidente. Si la figura de Goeth representaba el sadismo puro, Schindler encarnaba la posibilidad de la compasión incluso dentro del sistema más opresivo. Schindler, hábil negociador, logró extraer permisos y favores. Así, salvó a cientos de prisioneros. Los diálogos entre ambos se convirtieron en escenas emblemáticas del absurdo nazi. —¿Por qué insistes tanto en conservar esa mano de obra? —escupió Goeth una tarde, mientras jugaba con su bastón de comandante. —Porque me son útiles —replicó Schindler, desafiando la mirada del verdugo—. Y porque no quiero perder tiempo entrenando reemplazos. Cada prisionero salvado era, para Schindler, una victoria doméstica contra un sistema sin piedad. Cada favor concedido era, para Goeth, un recordatorio de su caprichoso poder. Oskar y Emilie Schindler Carnicero sin redención El sadismo de Goeth no se limitaba a sus propias manos. Ordenaba palizas, ejecuciones públicas y castigos colectivos. Los prisioneros aprendieron a mirar al suelo, a no respirar demasiado rápido, a ocultar la tos bajo la manta vieja por miedo al diagnóstico de “inútil”. Un día de enero, durante la liquidación del gueto de Cracovia, los camiones se apiñaron en la entrada del campo. Goeth supervisó la operación con una meticulosidad escalofriante. —Quiero rapidez y limpieza —dijo a sus subalternos—. Nada de sentimentalismos aquí. —¿Y los niños? —preguntó un oficial joven, indeciso al ver a una docena de pequeños formando fila en la nieve. —Los niños van donde sus madres —contestó Goeth, encendiendo un cigarro—. Todos, juntos. Más de seis mil judíos murieron en aquellos días. La cifra total de sus víctimas directas nunca se conocerá con exactitud, pero se estima que supervisó la muerte de miles durante su mandato. Los dos perros de Goeth El monstruo tras el mito Goeth elevó el sadismo a un modo de vida. Lejos de limitarse a obedecer órdenes, construyó su propio imperio del terror. Los psiquiatras que analizaron su perfil tras la guerra hablaron de una personalidad narcisista, incapaz de empatía, marcada por la búsqueda constante de poder y control. En 1944, con el avance del ejército soviético, los alemanes ordenaron desmantelar el campo de Plaszow. Amon Goeth fue arrestado por la propia SS bajo cargos de corrupción y abuso, acusaciones apenas menores comparadas con su historial de asesinatos masivos. Transferido posteriormente a la custodia aliada, Goeth se enfrentó a su destino. En el juicio de Cracovia, en 1946, surgen los testimonios atroces. Julie, una sobreviviente, se atreve a mirar a Goeth a los ojos: —Usted mató a mi esposo, a mis hijos. Recuerdo su voz diciendo que nos haría compañía pronto. El comandante, sentado en el banquillo, escucha sin asomo de arrepentimiento. Su defensa se moldea en torno al argumento recurrente de las órdenes superiores, pero los documentos, los relatos, y hasta las fotos revelan otra verdad: Goeth mataba por elección, no por instrucción. Amon Goeth y una de sus amantes en el chalet que tenía vista al campo de concentración de Plaszow El tribunal polaco lo condenó a la horca por crímenes de guerra. En septiembre de 1946, el verdugo conoció la muerte a la que tantas veces había condenado a otros. Monika Hertwig, hija de Goeth, pasó años luchando con el legado familiar. Su búsqueda desesperada de significado —relatada en entrevistas y documentales— puso en relieve una verdad dolorosa: el mal se hereda como sombra, como pregunta irresuelta. —No puedo ni quiero perdonar lo que hizo mi padre —afirmó—. Solo trato de comprender cómo una persona puede transformarse en monstruo. Los campos vacíos de Plaszow, hoy cubiertos por maleza y lápidas dispersas, no susurran ya el nombre temido. Pero las piedras, las fotos, los relatos mantienen viva la advertencia: el horror puede brotar en cualquier rincón, bajo cualquier ventana. El último disparo La imagen que quedó grabada en miles de mentes es siempre la misma: el comandante en su ventana blanca, ajustando el rifle. “Si olvidamos su historia, estamos condenados a ver repetirse la sombra tras nuevas ventanas”, advirtió un sobreviviente al concluir su relato. Y aun hoy, al recorrer los campos de Plaszow, con la hierba inclinada por el viento y las nubes bajas sobre Cracovia, la advertencia persiste, indeleble, como el eco de un disparo lejano.

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