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  • ¿Por qué se llama “tango” la primera novela de László Krasznahorkai, el Premio Nobel húngaro?

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 10/10/2025 12:33

    La historia transcurre en un pueblo rural y arruinado de Hungría, en los últimos años del comunismo. Es una especie de comunidad fantasmal donde la lluvia no cesa, el barro lo cubre todo y la miseria domina la vida de los habitantes. Los personajes sobreviven como pueden, entre el alcohol, la desconfianza y el tedio, hasta que se corre la voz de que Irimiás, un antiguo vecino que todos creían muerto, está por regresar. Su figura adquiere tintes mesiánicos: unos lo ven como un salvador, otros como un embaucador. Su llegada despierta esperanzas en los habitantes del pueblo, quienes sueñan con escapar de su miseria, pero esa ilusión pronto se revela como un espejismo. Irimiás manipula a todos con un discurso mesiánico, mientras en realidad trabaja como informante del Estado. Tango satánico Por László Krasznahorkai eBook $ 11,99 USD Comprar El título alude al tango no como baile literal, sino como estructura narrativa y metáfora del movimiento pendular de los personajes. La novela está construida en doce capítulos divididos en dos mitades simétricas —seis van hacia adelante y seis hacia atrás—, como si los personajes avanzaran dos pasos y retrocedieran uno, repitiendo el ritmo del tango. Krasznahorkai concibe la novela como un tango narrativo, que imita los movimientos de esa danza. Ese vaivén construye una sensación de tiempo detenido, de repetición, de destino inevitable. Es un tango diabólico, un vaivén que conduce al vacío. De allí el adjetivo “satánico”: el movimiento circular e hipnótico no redime a nadie, sino que los arrastra en una danza infernal, una coreografía de la desesperanza. El contexto histórico es clave: la acción se sitúa en un país colectivizado y empobrecido, donde las antiguas cooperativas agrícolas del régimen socialista se han derrumbado. Los personajes —campesinos, alcohólicos, burócratas— viven entre ruinas de ese sistema, esperando subsidios que no llegan, atrapados en la corrupción y el abandono estatal. Esa atmósfera de poscolapso del socialismo rural convierte al pueblo en una metáfora del país entero: un espacio donde la esperanza revolucionaria se ha degradado en miseria, vigilancia y desconfianza. Krasznahorkai describe un tiempo suspendido, en el que la lluvia nunca cesa, el barro cubre todo, y los habitantes parecen vivir el final de una era sin saberlo. El tono apocalíptico y la estructura musical del relato evocan un fin del mundo cotidiano, donde la corrupción y la mentira sustituyen cualquier posibilidad de salvación. Krasznahorkai escribe en una prosa que parece una corriente continua —frases de páginas enteras, sin respiro—, lo que acentúa la sensación de fatalidad. Tango: el libro no se refiere a la danza. (REUTERS/Agustin Marcarian) En 1994, el director Béla Tarr adaptó la novela en una película de más de siete horas, también titulada Sátántangó, considerada una de las obras maestras del cine europeo contemporáneo. Tarr mantuvo el ritmo hipnótico, los planos secuencia interminables y la atmósfera desoladora que hacen del libro una experiencia tan extrema como su título. Tango satánico (fragmento) Una mañana de finales de octubre, poco antes de que las primeras gotas de un otoño largo e implacable cayeran sobre la tierra reseca y agrietada en la zona occidental de la explotación (para que luego un mar de barro hediondo volviera impracticables los caminos e inalcanzable la ciudad hasta la aparición de las primeras heladas), Futaki se despertó al oír unas campanadas. A unos cuatro kilómetros en dirección suroeste, en lo que fueron los antiguos terrenos de los Hochmeiss, se alzaba una ermita solitaria, pero ahí no quedaba campana alguna, es más, la torre se había derrumbado en la época de la guerra; y la ciudad se hallaba demasiado lejos para que de allí llegara sonido alguno. Además, esos sones triunfales, entre retumbantes y tintineantes, no semejaban los de una remota campana, sino que parecían venir de cerca («como si fuese del lado del molino…»), traídos por el viento. Futaki se acodó sobre la almohada para mirar por el ventanuco de la cocina, pero la explotación, sumida en los colores azulados del alba y en el ya menguante repiqueteo, permanecía en silencio e inmóvil al otro lado del cristal medio empañado: en aquellas casas alejadas la una de la otra, sólo la ventana del doctor velada por una cortina filtraba cierta luz, pues se daba la circunstancia de que su habitante llevaba años sin poder dormirse a oscuras. Contuvo la respiración para no perderse ni uno de aquellos toques que iban y venían como una marea, pues quería averiguar su procedencia («Seguro que estás dormido todavía, Futaki…») y para ello necesitaba cada sonido por muy tenue que fuese. Con sus ya legendarios pasos de suavidad felina, se acercó renqueando por el gélido suelo de mosaico de la cocina a la ventana («¿No hay nadie despierto? ¿Nadie lo oye? ¿Nadie salvo yo?)», la abrió y se asomó. Lo asaltó un aire húmedo y acre, y hasta tuvo que cerrar los ojos un instante; en medio del silencio intensificado por el canto de un gallo, por lejanos ladridos y por el aullido de un viento cortante y feroz que acababa de levantarse aguzó el oído, mas fue en vano, pues no oyó nada excepto los latidos opacos de su corazón, como si todo no hubiera sido más que el juego fantasmagórico de su duermevela, como si («… alguien hubiera querido asustarme»). Contempló con tristeza aquel cielo que no auguraba nada bueno, los restos abrasados del verano recorrido por bandadas de langostas, y de pronto vio desfilar en una misma rama de acacia la primavera, el verano, el otoño y el invierno, como si percibiera la totalidad del tiempo que jugueteaba en la esfera inmóvil de la eternidad mostrando una infernal línea recta, la cual daba la impresión de atravesar el paisaje escabroso del caos y, al crear así la altura, alimentaba a la vez la ilusión de que el vértigo era algo necesario… Y se vio a sí mismo en una cruz de madera formada por la cuna y el ataúd, se vio allí agitándose, atormentado hasta que finalmente una sentencia árida—que no conocía distintivos ni distinciones y sonaba como un chasquido—lo entregaba desnudo a los lavadores de cadáveres, a las risotadas de despellejadores afanados, en un lugar donde comprobaría sin piedad, fríamente, la verdadera medida de las cosas humanas, donde constataría que ni un solo sendero lo conducía de regreso, pues para entonces se habría enterado ya, además, de que había ido a parar a una partida cuyo resultado estaba decidido de antemano y en la que los tahúres lo despojarían incluso de la última arma que poseía: la esperanza de poder retornar algún día a casa. Volvió la cabeza hacia un lado, hacia los edificios situados en la zona oriental de la explotación, antaño abarrotados y ruidosos, ahora abandonados y amenazados de ruina, y observó con pesadumbre cómo los primeros rayos de un sol rojo e hinchado se abrían paso por la armadura del tejado de una casa rural ruinosa que se había quedado pelada, sin la cubierta. «Al final tendré que tomar una decisión. Aquí no puedo quedarme».

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