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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 16/03/2025 02:58
Laura Noetinger vivía en Londres cuando descubrió el arte de la sombrerería, se anotó en una clase y dijo: "Esto es para mí" De yute, de fieltro, de hojas de eucalipto, de tela de tapicería, de papel, de plástico, de disco de vinilo. Con plumas. Con mariposas. Con red. Con tul. Con sorbetes. Con piedras. Con flores. Un sombrero de ala ancha con una cinta bordó y una enorme rosa a tono. Un tocado adornado con una trama de hojas de alambre pintadas a mano del color del otoño, como un árbol de la vida tensado. Un sombrero de rafia con formas rígidas. Un turbante de fieltro drapeado color canela, color abrigo de invierno. Una boina carmesí y visón con flores: un tapiz de silla, de sofá, transformado en un complemento delicado. Una vincha azul eléctrico con plumas y mariposas que parecen volar sobre ella, que hacen suspirar. No hay límites. Cuando hay materia, inspiración y manos expertas, se produce la alquimia. La metamorfosis. Cuando el sombrero terminado toca la cabeza de su humana, como si hubiese destellos de varita mágica flotando en el aire, se produce el encanto. No es hada madrina. No hay hechizo. Es arte. *** Sombrero hecho con un disco de vinilo para la DJ Puli Demaría A Laura Noetinger se la asocia a la reina de los Países Bajos. Es conocida —entre muchos otros motivos— por haberle hecho accesorios para la cabeza a Máxima Zorreguieta, pero ella se apura en aclarar que no es su sombrerera oficial, que quien sí lo es se llama Fabienne Delvigne y es una diseñadora belga, y que ella hizo un montón de cosas además de los encargado por la reina. Aunque haber creado para ella significó, sin dudas, un hito en su carrera. —Tocados. Porque es muy difícil hacer un sombrero a medida sin ver a la persona y probárselo. La oportunidad de diseñar para una integrante del mundo de la realeza surgió en un momento entre el 2007 y el 2010 —no lo recuerda con exactitud— en un sitio del mundo de los plebeyos. Quizás en el rey de los sitios plebeyos: el supermercado. —Me acuerdo de que me la encontré a Marina Lanusse, que es maquilladora, en un supermercado de Pacheco. Me dice: “¡Lauri! ¿Qué haces? ¡Tanto tiempo! Ay, sé que estás haciendo esto [sombreros, tocados]. Yo la maquillo a Máxima y viene en un par de semanas. Hacele algo de regalo y dame fotos para que le lleve y le muestre tu trabajo”. Supergenerosa —gracias, Marina Lanusse—. Y así fue. Le llevó, le gustó, me encargó. De hecho lo que me encargó, que me lo compró, lo usa un montón, un montón. Se lo he visto en varias oportunidades. Después le hice otras cosas que también usó, dos o tres cosas más. *** El showroom de Laura Noetinger, en Palermo —A veces me hacen donaciones de sombreros vintage porque, qué pasa, como todo, la industria de la moda también, ¿viste que es de ciclos? Todo vuelve. Y yo agarro esos sombreros y los estudio. Y hay una cosa muy particular que es que la técnica de hacer sombreros es la misma desde el año 500, o no sé en qué año empezó. La primera sombrerera era la de María Antonieta, dicen, que era como su estilista, la que le hacía todos esos adornos en el pelo: Rose Bertin. Si vos sentás acá a un sombrerero del año 1500 va a tener las mismas herramientas que tengo yo. Hay materiales nuevos, de repente. Pero las técnicas son las mismas, es impresionante. Se moldea con vapor. Laura Noetinger —57 años, melena y ojos castaños, blusa con diseños geométricos, delantal encima con estampa de plumas, entusiasmo arrollador— habla enérgica y apasionada de su trabajo. Mueve las manos, sonríe, muestra lo que tiene en el escritorio de su taller de Palermo: retazos de tela de diferentes géneros, tijeras de distintos tamaños, hilos, pegamento, centímetro, planchas, una máquina de coser, piedritas y mostacillas para bordar, unas plumas de pavo real. —Nunca se debe poner el ojo del pavo real porque trae mala suerte —dice y muestra la parte más bella de la pluma, ese círculo azul francia con otro dentro que se asemeja a una pupila rodeado de marrones y verdes tornasol—. Hay una leyenda. Eso lo aprendí en Inglaterra. Una vez quise ponerlo porque tenía un sombrero con color al que esto le iba bárbaro y la profesora me dijo: “¡Ay, no, da mala suerte, ni se te ocurra! Usá los pelos” —recuerda y evoca el tono y el gesto displicente de la mujer inglesa—. Entonces yo uso los pelos de la pluma. Ahora tengo que hacer un tocado, justamente, con esto. Estas vinieron del campo, no sé, alguien me las regaló. La gente viene y me trae cosas, entonces de repente una persona que tiene pavos me manda. Tengo un ramo de plumas enorme ahí. Habla de los materiales para hacer sombreros. —El fieltro de lana, el fieltro de piel de conejo, tenés mezcla, tenés otros géneros que son exclusivos de la industria del sombrero que no se consiguen en Argentina y hay que comprar afuera. La rafia de decoración que se usa acá, la usamos para hacer sombreros y quedan divinos. Nos rebuscamos con lo que haya, ¿no? Pero la gracia del sombrero es que sea liviano, entonces uno tiene que tener cuidado con qué materiales usa porque imaginate tener algo pesado en la cabeza, es incomodísimo. Es un oficio muy milenario con diferentes materiales que han perdurado a lo largo del tiempo y otros nuevos que se han implementado. También uso plástico, como eso que tengo ahí que es un espantapalomas, como le digo yo, como un móvil. Laura muestra una especie de colgante que pende de una repisa al lado de la ventana hecho de sorbetes de plástico negro que hizo para el diseñador que viste a celebridades, Fabián Zitta —y dice que de paso ahuyenta a las palomas—. —Me dijo: “Quiero un tocado supermoderno para unas fotos”. Se me ocurrió esto que me encantó. Me dijo: “Sí, dale”. Entonces ellos envolvieron esto alrededor de la cabeza y quedó supermoderno. Y es divertido cuando se mueve porque adquiere diferentes formas. A mí me encanta el arte. Me encanta, me encanta, me encanta. A una DJ, Puli Demaría, para una fiesta, le hice un sombrero con un vinilo, le puse unos strasses, quedó super. O sea que no hay límite en realidad para el material. Aunque quisiera hacer cosas como esas todo el tiempo, Laura dice que ya no vuela tanto: tiene que bajar a tierra porque “la clienta no te va a comprar eso para irse a Europa”. Si le encargaran más proyectos de ese estilo Laura Noetinger podría ser algo así como la Marta Minujín de los sombreros. *** Laura Noetinger con el diseñador argentino Fabián Zitta Su taller —un departamento compacto de dos ambientes en Palermo— es una fiesta para cualquier persona que guste de probarse accesorios: el living, la cocina y el cuarto donde está su escritorio son un collage de sombreros de diferentes tamaños, estilos, materiales y géneros; tocados; cajas redondas, exagonales; maniquíes de cuellos largos con mucho glamour. En el cuarto al que se llega, donde podría haber un living, destaca un atril de madera que era de su madre con vinchas majestuosas, perlas, plumas, pétalos, brillo. Un mueble blanco y un estante más arriba en la pared principal muestran más opciones de complementos para la cabeza. Y arriba un cartel con su nombre, que es su marca: “Laura Noetinger. Milliner” (sombrerera). —Esta es la cocina donde cocino sombreros —dice, mientras da un breve tour por su taller. Solo faltan sombreros dentro de la heladera. El microondas está rodeado: al lado, encima, una horda de hormas, pero también bowls, cazuelas, todo lo que sirva para moldearlos. —Tengo mis hormas que las fui coleccionando con el tiempo. Es muy difícil conseguirlas porque en nuestro país no hay industria de sombrero, entonces me las traje de afuera y fui incorporando algunas antiguas. También uso ensaladeras o cualquier cosa para hacer sombreros, nos adaptamos con todo. Contra la heladera, un cuadro con la bandera de Inglaterra, donde Laura vivió y aprendió el oficio. A los sombreros la condujeron las señales, esos indicios a los que siempre está atenta. Y su curiosidad insaciable, su creatividad infinita y su olfato para detectar una actividad que combinaba su amor por la costura y el arte con una buena idea de negocio. *** Valeria Mazza con un sombrero de Laura Noetinger Al principio fue solo amor. —Primero que nada soy costurera. Me encanta coser, siempre me gustó. En mi casa trabajaba una persona, María Elena —yo la adoraba—, que hacía de todo un poco, incluso los remiendos de la ropa cuando éramos chicos. Yo la veía a coser y decía: “Ay, quiero aprender”. Tenía cinco años. Y ella me empezó a traer trapitos que eran de su hija, que cosía. Me traía bolsas llenas, y me enseñó a coser. Me enseñó a agarrar la aguja, el hilo. Ella me inició. Al comienzo fue la ropa para sus muñecas, después quiso hacerse la suya. Porteña, con tres hermanos, el padre de Laura había muerto cuando todos eran pequeños —tenían entre tres y once años—. Con su madre deprimida tras esa muerte, viuda con cuatro niños, su abuela paterna asumió el rol de jefa de familia: fue quien los apuntaló para que salieran adelante. Y fue quien, cuando Laura tenía 15 y la vio lidiar con un molde de camisa que no terminaba de descifrar, le preguntó: “¿Laurita, querés aprender a coser de verdad?”. —Entonces le dije, “Sí, obvio”. Y me dice: “Bueno, yo te voy a mandar a una profesora que es una especie de prima, una parienta nuestra”. Y ahí me mandó, junto con mi prima que tiene mi misma edad, a aprender a coser con Deborita Robredo —que fue modelo en la década del ‘60—. Estuve uno o dos años con ella, y yo feliz. Ella hacía el sistema Delego [N. de la R. un método de corte y medidas creado por Donato Delego, un diseñador italiano que fundó la Escuela de Diseño y Moda Donato Delego. Se adapta a cualquier tipo de prenda, brinda precisión y es reconocido internacionalmente] que yo creo que es el mejor sistema porque la ropa te queda impecable. Ahí aprendí y empecé a coser. Y la vida me llevó a New York, primero. Lo que la llevó a La Gran Manzana fue el trabajo de su marido —ahora ex— en el sector financiero. Era 1996, estaba casada, embarazada de su primera hija, Milagros, y Nueva York se abría a sus pies. El primer año lo dedicó a la maternidad, a la crianza, pero cuando su hija cumplió uno comenzó a picarle la inquietud en el cuerpo. —Dije: “Bueno, a ver qué puedo hacer en esta ciudad tan espectacular”. Y empecé a averiguar por cursos de moda. Una amiga que era voluntaria del MET — el Metropolitan Museum— me dijo: “Yo soy voluntaria y está buenísimo. ¿Querés trabajar en el MET?”. “Obvio. Sí”. Estuve un año de voluntaria, que fue lindísimo porque conocí un montón de gente, estaba adentro del museo, que es precioso —la galería del vestido que tiene es impresionante; aunque más impresionante es la de Londres—, y cuando había cualquier exhibición podía entrar antes que nadie. Yo estaba en el escritorio que brindaba información en español a la gente, no sobre las exposiciones sino que éramos cuatro o cinco que hablábamos diferentes idiomas y venían a preguntarnos: “Ay, ¿dónde está el baño?” —recuerda y ríe—. Principalmente eso, o dónde está la cafetería. Cuando empecé a decir: “Bueno, a ver qué hago ahora”, nos mudamos. Sombreros de papel para un desfile de la diseñadora Min Agostini realizado en el espacio de Marta Minujin del evento Designers BA En el 98, nuevamente por el trabajo de su marido, llegaron a Londres. Laura viajó embarazada de su segundo hijo. A poco de llegar nació Lucas. De nuevo el proceso fue parecido, después de dedicar el primer tiempo a acomodarse al nuevo territorio, a ser madre de dos, cuando su segundo bebé tuvo un poco de autonomía quiso comenzar a hacer algo más, algo por fuera de la crianza. —Yo estaba bastante en casa, pero dije: “Voy a buscarme algo para aprender a hacer que no me lleve tanto tiempo y no le robe tiempo a los chicos. Pero necesito explotar esta ciudad que es la ciudad de la costura, del diseño, del arte”. Y la lluvia no me podía importar menos. Hay mucha gente a la que Londres la tira abajo. A mí ni las nubes, ni la lluvia. Yo hacía de todo. Ahí empecé a hacer cursos de arte, de pintura, de dibujo, de escultura, de acuarela. Y también de costura, de diseño de modas, de sastrería, de alta costura, de bordado, de todos los bordados que te puedas imaginar. Muchos. Muchas clases las hice en Liberty, que en ese momento tenía una escuela de costura. Entonces tenía unos maestros increíbles. En una de esas clases un sastre no dejaba de mirarla. Laura sentía el peso de su inspección “como una sombra” sobre su cabeza mientras aprendía a hacer un traje. Hasta que le preguntó: “are you on the market?” (“¿estás en el mercado?”). “Tu costura es perfecta. ¿Quién te enseñó?”. Le contó que había aprendido en Argentina y siguió con los cuarenta cursos que hacía. Tenía 32 años y estaba en el cielo. En su cielo. Hasta que se dio cuenta que estaba para volar un poco más alto. —El entorno era increíble, ¿entendés? Porque venía gente de todo el mundo a aprender a esos lugares. Y estar en Liberty, que vos salías y tenías todas las telas, todos los avíos habidos y por haber, ese edificio que es impresionante. Pero llegó un momento que cuando él dijo: “Bueno, ahora vamos a aprender a pegar un cierre”, yo dije: “Ay, no. Yo hace 20 años que coso, cierres pongo de taquito. No puedo perder más tiempo en estos cursos que ya poco me enseñan. Yo necesito hacer dos cosas: buscar un desafío y trabajar”. Porque trabajando es donde más aprendés. Me acuerdo que me propuse eso. Y ese día vi unas hormas en Liberty, unas hormas de madera, y empecé a averiguar qué era eso. “Son para hacer sombreros”, me dijeron. Ay, dije, qué interesante. Ahí me picó el bichito. Laura encontró cerca de su casa londinense un lugar para aprender sombrerería, “que dio la casualidad que era el mejor lugar para aprender”, en un instituto que enseñaba múltiples artes y destrezas, con docentes de gran nivel. No lo pensó demasiado: se anotó. —Y fue entrar a esa clase y decir: “¡Guau!, esto es para mí”. Cuando empecé a aprender dije: “Esto es lo que estaba buscando”. Hacer algo nuevo, totalmente diferente, totalmente ajeno a mí, pero que implicaba la costura a mano, el hacer y la moda. Lo artesanal y lo artístico. Es como que confluía todo en los sombreros. Fue un camino de ida. *** Boina con telas de tapicería Laura ya tenía algo de experiencia traída de Nueva York: sabía que los grandes museos necesitaban voluntarios hispanoparlantes. Mientras buscaba sus desafíos y aprendía más sobre costura y sombreros, con la meta de exprimir su vida en Londres, se anotó como voluntaria en el Victoria and Albert Museum, un destacado museo de arte decorativo donde van a aprender los estudiantes de moda que se convierten en los diseñadores más exquisitos del mundo. Y algo se alineó: el instituto donde estudiaba sombrerería organizaba un concurso que proponía usar de inspiración una obra de arte de alguno de los museos que participaban —entre el que estaba el Victoria and Albert Museum— para crear otra mediante alguna de las destrezas manuales que se establecían. Si la obra era seleccionada podía ser expuesta en el museo donde estaba la pieza que había sido musa. —”Esto es para mí”, dije. Y me inspiré en una lámpara, una araña gigante que cuelga en la entrada del museo, de un artista americano que se llama Dale Chihuly, que sopla vidrio. Es una lámpara de vidrio soplado en turquesa y verde. Que parece que tiene víboras. Dije: “Yo voy a hacer un sombrero para esto”. Lo hizo. Presentó el proyecto, la ilustración y el sombrero. Puso en juego todo lo que había aprendido. El concurso fue para ella una especie de trabajo final, de tesis del curso de sombrerería. Lo eligieron y, ante la incredulidad llena de orgullo de sus amigas, su sombrero se exhibió en el Victoria and Albert Museum. —”Esto es una señal”, dije. “Esto me quiere decir algo. Yo me tengo que poner en serio con esto”. Más allá de todos los cursos que estaba haciendo, porque para esa altura, a la vez que empecé a hacer sombreros, le dije a mi primera maestra de sombrerería que mi sueño era trabajar con un diseñador inglés “porque yo quiero ver la industria desde adentro”. “Ay”, me dijo, “yo le hago sombreros a Bruce Oldfield. Si vos querés, yo le hablo y vas a verlo”. Bruce Oldfield es un diseñador de moda de alta costura, británico, que viste a miembros de la realeza, viste a Camila, vistió a Lady Di. La determinación de Laura no se amedrentaba ante estas figuras: crecía. Su deseo era aprender de los mejores del mundo. Y ahí los tenía cerca. Llevó fotos de su trabajo a la mano derecha de Oldfield y ella le ofreció sumarse a los pasantes que ya tenía el modisto. —Le digo: “Encantada”. Me quedaba a tres cuadras de mi casa, imagínate. Dije: “Lo único es que yo puedo hacer horario de colegio. Puedo venir a las 9 y me tengo que ir a las 3 porque tengo que ir a buscar a los chicos. Dejaba a los chicos en el colegio, iba a lo de Bruce. Así empecé a trabajar con él una vez por semana. Y aprendí muchísimo. Yo era su hand finisher, terminaba a mano los vestidos de alta costura. También hacía los toiles —cuando te prueban un vestido en una tela como de muestra para ajustarla y cuando está perfecto al cuerpo de la mujer se hace en la tela de verdad—, ayudaba al sastre, hacía de todo. Si tenía que ir a comprar alfileres, iba y compraba alfileres, no me importaba nada. Porque ir a comprar era aprender dónde se conseguían los insumos, todo tenía un valor. Cuando el trabajo comenzó a desbordarla, a tres meses de haber empezado, pidió lo justo: que le pagaran. Bruce la contrató. En el sótano donde trabajaba con uno de los diseñadores de moda más exclusivos del mundo, Laura había encontrado otro cielo. Uno más alto. Tenía su trabajo y su desafío. Mas no le bastó. Laura Noetinger con Jorge Ibáñez —Y al mismo tiempo, en esa época, una amiga me dijo: “Lauri, me parece que en lo de Catherine Walker reciben voluntarios” —que Catherine Walker fue la que le cambió el look a Lady Diana, era su diseñadora. Bruce también la vistió pero Catherine Walker le hizo más cosas, eran como competencia entre ellos—. Y dije: “Bueno, me anoto”. Y me puse a trabajar en lo de Catherine en la parte de novias. Así que también aprendí un montón. Trabajaba con los dos más importantes y aparte hacía los sombreros, lo del museo. Hacía de todo. Entre ese todo, en 2002, nació Mateo, su tercer hijo. Y en la consciencia de Laura seguía retumbando una voz que le decía que el camino estaba en los sombreros: “Laurita, ponete posta”. Fue en 2004 cuando vio otra oportunidad para desplegar su diseño en este complemento y mostrarlo: un evento en la Embajada Argentina que invitaba a “una noche de diseño y moda en Belgravia” el barrio donde están las embajadas, que era su barrio. Buscaban diseñadores argentinos y ella se ofreció a participar. Puso una mesa en el evento con los sombreros que había hecho hasta ese momento. Las personas se volvieron locas. Fueron un hit. —Y ahí dije: “Laura, dedicate a esto porque es por acá. Ya te pasó lo del museo, que fue una señal. Ahora esto. Entonces, me busqué una oficina de la municipalidad, cerca de mi casa, que quedaba a la vuelta del Harbour Club, que es donde iba a jugar al tenis Lady Diana y toda la elite de Londres. Y dije: “Estoy rebien ubicada. Es una señal”. Y ahí empecé a atender clientas. Nunca paró. *** Flor de la V "con mega sombrero inspiración McQueen", de Laura Noetinger Habían pasado ocho años intensos en Londres. Cuando sus hijos tenían entre tres y siete años dijeron: “Es hora de volver”. Su idea siempre había sido regresar a la Argentina y querían hacerlo antes de que los niños echaran raíces. Era 2006 cuando dejaron Inglaterra y volvieron a Buenos Aires. Su marido a un “supertrabajo” que le habían ofrecido, ella a empezar de nuevo. Con calles, museos, cielos y sótanos europeos exprimidos y experiencia de lujo en las valijas. —Viste que igual la vida te lleva. Yo creo que hay señales y cosas que te dicen por dónde ir. Yo estoy muy alerta. No solo a lo artístico. Voy en la calle y observo todo, ¿viste? Miro las hojitas de los charcos, soy sensible a cosas que suceden. Si vos estás atenta, tenés las respuestas. Se mudaron a un barrio cerrado en Pacheco, zona norte, y de la misma forma que en Londres, tocó puertas, mostró su trabajo a los mejores o a quienes podían conducirla a ellos, como la destacada wedding planner Bárbara Diez. Así, de trabajar con los diseñadores más importantes de Londres, comenzó a trabajar con los más importantes de Argentina: Fabián Zitta —de quien se hizo amiga—, Jorge Ibáñez, Pablo Ramírez, Laura Valenzuela. —Bárbara [Diez] me ayudó muchísimo, que siempre lo digo porque estoy muy agradecida con la vida, con todas mis oportunidades, con todo lo que hice. Con las personas que me dieron una mano sin nada a cambio, ¿viste? Ella empezó a mirar mi álbum de fotos y me dijo: “No puedo creer lo que hacés. Es impresionante. Mándame un mail y yo te voy a mandar una lista de diseñadores para que los veas de mi parte”. *** Tocado de mariposas Dice que dos de los momentos más destacados de su carrera fueron el sombrero que hizo para el concurso en Londres que pudo exponer en el Victoria and Albert Museum —”porque fue como un starting point, un momento clave en que decís ‘por acá tengo que ir”’—. Y haberle hecho tocados y complementos a Máxima —a quien conoció personalmente recién a fines del año pasado cuando se encontraron en un restaurante con amigas en común—. Que amó trabajar con Jorge Ibáñez. Que no siente que tenga muchas personas pendientes a quienes le gustaría hacerles sombreros porque con Máxima se llevó el premio mayor. —Los sombrereros se matan por hacerle a alguien de la realeza. O sea, vos le hacés a alguien de la realeza y listo, ya estás realizada. Pero quizás a un artista, una Lady Gaga, una Madonna o, no sé, me hubiera gustado hacerle a Audrey Hepburn, que es como un ícono, o a Dita Von Teese, que me encanta. A ella me encantaría hacerle algo porque es muy sexy, es bailarina de burlesque, divina. Dice que ama su trabajo y no se aburre jamás. —Me levanto con alegría pensando ¡¿qué voy a hacer hoy?! ¡Yupi! —dice y se frota las manos como quien se prepara para hincar el diente en un plato jugoso—. ¡Tengo esto, esto, y esto! Y si no, hay tareas que hago cuando estoy medio dubitativa: me pongo a forrar vinchas, digo: “Tengo que hacer algo útil que pueda utilizar en momentos de apuro”, cuando venga una clienta a la que le tengo que probar rápido. No hay momento de zozobra. Laura Noetinger pasa sus días vistiendo y adornando cabezas en Palermo con sombreros y complementos artesanales, hechos a manos, uno por uno, según la necesidad de las clientas: el casamiento de un hijo, un viaje a Europa, carreras en el exterior. Nunca le falta el trabajo aunque reconoce que, al ser un accesorio que en Argentina no se usa, a veces le toca persuadir, decirles que se prueben, que cuando se vean vestidas y maquilladas para la ocasión se van a sentir diferentes. Laura Noetinger crea sombreros, complementos y enseña el arte de la sombrerería. Dice que ama su trabajo y no se aburre jamás Además de hacer, en su taller, enseña. Tres veces por semana recibe a cuatro grupos de tres alumnas cada uno con quienes hace un trabajo de docencia personalizado y de quienes, también, aprende. Con quienes forma comunidad. —Yo le enseño la misma técnica a todas mis alumnas y cada una hace su propio estilo. No nos pisamos entre nosotras. Cada una tiene su nicho que depende de su onda. Porque lo primero que te enseñan es: “No te copies. Sé vos misma, sé auténtica”. Es lo primero que les digo. Y es superlindo porque nos ayudamos un montón. De repente yo no puedo hacer algo y llamo a otra chica, nos pasamos los clientes, encontramos materiales, que es tan difícil. Tengo mis egresadas. Ahora tengo doce alumnas pero he criado un montón. Lo que sucede en la clase es que no se quieren ir. Tengo alumnas que hace cinco años que vienen; la pasan tan bien que quieren seguir viniendo. Aunque pueda considerarse una sombrerera consagrada, su deseo de aprender, su curiosidad e inquietud siguen indemnes. A veces le pide a sus alumnas que tomen su lugar y den la clase para enseñar lo que ellas hacen —”entonces todas aprendemos de todas, es relindo”—. Hace poco hizo un curso de joyería y aunque concluyó que no era lo suyo, quería saber cómo se hacía. Los sombreros siguen siendo la piedra filosofal de su vida. Ella dice que tienen magia. —¿Sabés algo increíble que pasa con los sombreros cuando vienen las mujeres acá? Se transforman. Porque ver el sombrero apoyado en la mesa no es lo mismo que verlo puesto. Es como que toman vida cuando se los ponen en la cabeza; y ves a las mujeres transportadas a otra dimensión, a otro mundo, que se miran y dicen: “¡Guau!”. Los sombreros te hacen soñar, te elevan. Son mágicos.
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