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  • La odisea del fotógrafo que se perdió en los glaciares de Alaska: un diario íntimo y el piloto que lo saludó desde el cielo

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 22/10/2025 04:40

    Carl McCunn no pudo sobrevivir al invierno de Alaska Por momentos, el silencio se rompía cuando el viento chocaba contra la tela de la carpa y la nieve caía y se colaba por los costados. Afuera, Alaska ofrecía el paisaje que había seducido a aventureros y desterrados durante generaciones: un desierto blanco y violento. En el invierno de 1981, Carl McCunn se refugió bajo esas estrellas lejanas para fotografiar la vida salvaje y acabó escribiendo un testamento en la soledad. La obsesión de un fotógrafo errante En la década de 1970, en los suburbios de Alaska, los bares y cafeterías se poblaban de hombres de mirada honda y silencios persistentes. Carl McCunn era uno de ellos. Nació en Alemania en 1946, hijo de un ingeniero texano y una madre alemana, su infancia de mudanzas lo empujó al norte, donde intentó encontrar un propósito entre los montes y ríos glaciares. Para sus conocidos en Fairbanks, era reservado. Nadie supo nunca exactamente el origen de sus deseos -acaso su fuga constante era el modo de negarse el derecho a la rutina. Su trabajo en plataformas petroleras le dio cierta holgura. Allí, entre jornadas de doce horas, fraguó la idea del gran viaje solitario. No era la primera vez que McCunn se aventuraba en la estepa. En 1976, había realizado una expedición similar, aunque menos ambiciosa y claramente delimitada en el tiempo y espacio. Entonces, un piloto lo había dejado y recogido puntualmente. La idea maduró durante años. “Quiero alejarme de la civilización, ver la naturaleza en estado puro”, confesó a un amigo pocos meses antes de partir. McCunn planeó cada etapa. Seleccionó equipos fotográficos, diseñó su dieta diaria, anotó especies animales que deseaba avistar y se entusiasmó con la posibilidad de publicar un libro. Listas interminables de provisiones, rollos de película, herramientas de caza y cuidados básicos ocupaban páginas y páginas de su cuaderno de preparativos. La zona cercana a la que fue hallado el cuerpo de Carl McCunn A comienzos de 1981, contactó al piloto Ralph Flores, con quien arregló el vuelo hasta una laguna recóndita cerca del Brooks Range, al norte de Fairbanks. Su elección no fue casual. Años antes, había leído sobre esa zona y se obsesionó con fotografiar osos, lobos y alces en sus hábitos más salvajes. La conversación entre ambos, durante el último tramo aéreo, reveló la mezcla de serenidad y nerviosismo: —¿Seguro que no quieres pasarme una señal de radio cada tanto? —preguntó Flores mientras manipulaba el altímetro. —No lo creo necesario. Tengo todo bajo control. Vendrán por mí en septiembre —replicó McCunn, apoyando el mentón en la mochila. El avión aterrizó en una planicie cubierta de barro, entre juncos y líquenes, justo antes de que el deshielo hiciera intransitable la pista improvisada. Flores ayudó a bajar las cajas, miró a McCunn a los ojos y sugirió una vez más que confirmara el punto para regresar. La respuesta de Carl fue una sonrisa. Esa fue la última conversación de Carl McCunn con alguien antes del invierno. El campamento y los primeros días de euforia McCunn desplegó la tienda principal, instaló una cerca improvisada con ramas para alejar a los osos y acomodó la carabina junto al umbral, como si con ese gesto conjurara el peligro. Su diario del 22 de mayo describe el ambiente como “sorprendentemente apacible”, y el primer encuentro con los zorros como “una bendición para el lente”. Antes del invierno, Carl McCunn se cruzó con varios animales Durante semanas, la vida siguió el ritmo de la naturaleza. Las noches se acortaban y el sol parecía apenas rozar el horizonte. De madrugada, el agua del lago se agitaba y era posible pescar truchas sin mayor esfuerzo. En las fotos que realizó durante esa época, aparecían animales en sus rituales, aves en pleno vuelo, y primeros planos de huellas frescas sobre la escarcha ligera. Aunque la correspondencia con amigos quedó pendiente por ausencia de correo, McCunn narraba para sí mismo escenas cotidianas: “Hoy vi una manada de caribúes cruzar hacia el oeste. La luz era perfecta. Sentí la vehemencia de estar vivo.” Poco a poco, el diario comenzó a dar cuenta de leves ajustes en el ánimo. La falta de contactos, la rutina monótona, y la certeza de que cualquier herida podía ser fatal. —La soledad no es un monstruo ni una canción, escribió un día.—Es el susurro de tu propio miedo, haciéndose grande por dentro. Un olvido fatal McCunn olvidó especificar con exactitud la fecha y el operador responsable de buscarlo. Envió un voto de confianza al destino, convencido de que en Alaska siempre habría alguien hundiendo el esquí de una avioneta en el lago al terminar la temporada. En agosto, el verde de los líquenes cedió ante los pliegues de hielo temprano. El lago comenzó a cerrarse, y los peces desaparecieron hacia aguas más profundas. Carl McCunn era amante de las expediciones solitarias para tomar fotos El diario, ahora de trazo irregular, alternaba descripciones de paisajes y advertencias desesperadas. “He notado que las latas de carne comenzarán a faltar antes de lo supuesto. Tendré que racionalizar. Extraño el sabor del café caliente.” Los días y las noches dejaron de tener diferencias marcadas. El frío se filtró en las costuras de la tienda. Las ropas, mojadas por dentro, tardaban horas en secarse junto al fogón. “La soledad y el frío son hermanos de sangre”, deslizó. El avión que no comprendió el pedido de auxilio Uno de los episodios más desgarradores de esta historia se produjo en octubre. Un avión de patrulla del Departamento de Pesca y Caza sobrevoló la laguna y Carl McCunn hizo señales desesperadas con un paño azul y los brazos levantados. El piloto, sin embargo, interpretó la escena como un saludo amistoso. No vio gestos de peligro ni señales de auxilio claras. Ese error, ese abismo de comunicación, selló su condena. “Pensé que, al menos, sabrían que no me iría por cuenta propia”, anotó esa tarde, antes de que el sol desapareciera detrás de las cortinas de hielo. La escasez alteró el ánimo y las rutinas. Durante semanas, McCunn intentó cazar aves y pequeñas presas. Trampas improvisadas que rara vez funcionaban, pocas balas y cada vez menos confianza en el éxito. La comida enlatada se agotó. La desesperación lo llevó a tratar de consumir raíces hervidas de plantas que no siempre distinguía. Los perros, fieles y obstinados, sufrieron la misma suerte que el amo: uno murió de inanición, el otro escapó tras semanas de arrastrar los propios huesos por la nieve. En sus diarios, McCunn anotó cambios en el cuerpo: “El estómago se encoge. Hoy vomité el poco caldo que conseguí con el escaso arroz.” El aislamiento comenzó a devastar también sus recuerdos. Soñaba con cenas familiares en Texas, con el calor pegajoso del verano y con mujeres a quienes nunca se atrevió a escribir. “La mente trae enemigos pequeños cuando la carne no responde”, garabateó. En ocasiones, intentó conservar la dignidad, lavando sus ropas, cepillando dientes con ramas y ordenando objetos sin propósito. Medidas minuciosas, casi ritualistas, cuyo único sentido era oponer algo humano al avance brutal del invierno. Una avioneta lo divisó pero no entendió que Carl McCunn estaba pidiendo auxilio Reflexiones en la frontera de la muerte El diario se convirtió en un texto de valor literario y antropológico. McCunn, pese al martirio físico, conservó la capacidad de analizar su propio desastre. Visualizaba, incluso entonces, el posible uso de su historia por extraños sentados en oficinas cálidas: “Quizá algún día, alguien lea esto y entienda cómo un solo descuido destruyó tantas cosas. Mi error fue confiar en la rutina sin asegurar la salida, fue creer que siempre hay una segunda oportunidad.” —No soporto el frío. Si tuviera un amigo aquí, bastaría con la mirada para resistir este abismo. —Si alguien encuentra esto, no disculpen mis errores. Son mi responsabilidad. La carta final A medida que el hambre se acentuó y las fuerzas menguaron, McCunn redactó varias cartas. Una se dirigía a su padre, otra a un viejo conocido. Eran textos limpios y apartados de lamento. “Perdón por las preocupaciones. Hice lo que pensé correcto. No tengan rencor. La naturaleza no tuvo la culpa.” Otra nota, oculta en los pliegues de una manta, sugería un último deseo pragmático: que su cuerpo no fuera motivo de vergüenza y que, si era posible, algunos de sus cuadernos sobrevivieran para explicar “lo fácil que la falta de comunicación arruina hasta el mejor plan”. El último apunte fechado es del 18 de diciembre de 1981. Entre los objetos dispersos, los rescatistas hallaron la carabina. Un solo cartucho había sido disparado. El Departamento de Seguridad Pública de Alaska concluyó que Carl McCunn puso fin a su vida, eligiendo, en el límite, el único acto de control que le quedaba. “No quería morir de hambre ni por congelamiento. Sólo quería que terminara el dolor”, escribió en la última página. El hallazgo y la reconstrucción Pocos recuerdan el invierno siguiente. A finales de marzo de 1982, dos cazadores detectaron la tienda semienterrada en la nieve. Acostumbrados a los abandonos temporales, no esperaban el olor agrio que los sorprendió al acercarse. La inspección inicial reveló los cuadernos, objetos personales y restos congelados. Las huellas de la tragedia, sin embargo, no estaban solo en el cadáver sino en decenas de notas, listas, y fragmentos de vida que McCunn detalló con obsesión casi patológica. El reporte oficial cerraba con una observación que, más que epílogo, parece advertencia: la mayor parte de los viajes al interior de Alaska dependen de la precisión con que se planea el regreso. Olvidar una llamada, un vuelo, una señal, es despreciar generaciones de lecciones aprendidas con sangre y escarcha. “La vida aquí es simple y lenta. Hambre, sueño, miedo y memoria. Eso es todo”, definió Carl en su diario.

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