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  • Esclavas sexuales, mutilaciones y crímenes: el horror que vivieron los seguidores de la secta de “Los niños del hormiguero”

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 15/10/2025 04:36

    Esta secta funcionó en los bosques de Canadá, alejada de las grandes ciudades del país En un claro del bosque canadiense, bajo un cielo opaco y ramas retorcidas, un pequeño grupo de personas observa, inmóvil, a un hombre de mirada hipnótica y barba desordenada. En ese instante, la policía ya lo buscaba en todo el país. Esa reunión sería una de las últimas de una secta llamada “Ant Hill Kids” (Los niños del hormiguero). Ya se habían descubierto los abusos, torturas y crímenes. Todos ocurridos bajo el mando de Roch Thériault, un líder carismático convertido en verdugo. La lluvia fina se mezcla con los murmullos temblorosos de los hijos e hijas del grupo. La policía avanza entre chozas improvisadas y montículos de tierra, atenta a cada rincón. Aquello que comenzó como una comunidad aislada en busca de pureza espiritual, se revela como el escenario de uno de los episodios más oscuros en la historia criminal de Canadá. El nacimiento de los Ant Hill Kids Roch Thériault, había nacido en Saguenay, Quebec, en 1947, y creció en el seno de una estricta familia católica. Marcado por una temprana fascinación por la religión y los textos apocalípticos, Thériault desarrolló una personalidad dual: por un lado, un joven brillante y hábil para la oratoria; por otro, un adolescente propenso a la manipulación y la mentira. Abandonó sus estudios secundarios, declaró haber tenido visiones divinas y comenzó a labrarse la reputación de sanador natural y profeta local. Roch Thériault, había nacido en Saguenay, Quebec, en 1947, y creció en el seno de una estricta familia católica Alrededor de 1977, tras involucrarse en el movimiento adventista del séptimo día, Thériault reunió a un puñado de seguidores en la ciudad de Sainte-Marie, Quebec, predicando el inminente fin del mundo y la necesidad de alejarse del pecado moderno. Ese primer círculo se transformó rápidamente en la secta “Ant Hill Kids”, nombre que hacía alusión a la imagen de los niños trabajando juntos como hormigas —sumisos, organizados y obedientes ante la voluntad de su líder—. Lo que comenzó como un ideal utópico de autosuficiencia y pureza, devino en una prisión psicológica y física. Las jornadas consistían en trabajos extenuantes, ayunos forzados y confesiones humillantes. “Nos decía que Dios le hablaba solo a él, que éramos elegidos”, recordaría años más tarde uno de los hijos nacidos dentro del culto. El perfil de Roch Thériault A simple vista, Roch Thériault podía parecer un místico amable y hasta carismático. Su risa fácil, el discurso envolvente y su habilidad para citar pasajes bíblicos de memoria, le aseguraron la confianza ciega de decenas de hombres y mujeres. Pero tras esa fachada se ocultaba una mentalidad dominada por el narcisismo y una obsesión patológica por el poder absoluto. Cuando sus supuestas “habilidades médicas” no bastaron para resolver sus propios problemas de salud y adicciones, comenzó a diseñar una retórica de autosacrificio y temor divino. La represión sexual, las penitencias físicas y la sumisión incondicional, se convirtieron en parte central de su discurso. Con el tiempo, esto dio paso a métodos de control mucho más siniestros. A simple vista, Roch Thériault podía parecer un místico amable y hasta carismático Un antiguo seguidor reconstruyó años después uno de los ritos:—Roch nos preguntaba frente al grupo: “¿A quién le pesa la culpa hoy?”. La sala permanecía en silencio, hasta que alguna joven balbuceaba:—Yo he dudado de tu palabra…Entonces Roch, con voz pausada, replicaba:—La duda es la puerta del demonio. Debes expiarla. La dinámica de este círculo vicioso pronto sostuvo la estructura interna del culto. La voz del líder nunca se discutía. Lo que nadie sospechaba era que cada penitencia no era más que un ensayo para actos cada vez más atroces. De comunidad a campo de tortura En 1978, acosado por sospechas de la policía, el grupo se trasladó a una zona boscosa cercana a Burnt River, en Ontario. Levantaron cabañas de madera con techos precarios. Se hacían llamar “los niños de la hormiga”, porque sobrevivían a base de raciones compartidas, ropa reciclada y severas privaciones materiales. Poco a poco, la idílica comunidad devino en un sistema de esclavitud. Thériault asignó a cada miembro un rol preciso. Las mujeres perdieron incluso el derecho a decidir sobre sus cuerpos. “Las únicas reglas eran las que él dictaba cada noche”, recordaría una de sus esposas forzadas. Los niños, algunos nacidos entre los árboles, conocían el frío y el hambre antes de aprender a leer. Las lecciones escolares eran sustituidas por sermones apocalípticos. Si un niño lloraba, “el Maestro” ordenaba:—Nadie llora sin permiso. El llanto es desobediencia. Decenas de niños sufrieron las torturas del líder de la secta Las jornadas de trabajo se extendían por más de trece horas, sin descanso garantizado. Comenzaban con oraciones, continuaban con vigilancia del bosque y culminaban en sesiones de humillación grupal. Control, temor y aislamiento El aislamiento geográfico fue clave para neutralizar cualquier intento de escape. El contacto con el exterior quedó restringido a salidas monitoreadas para vender pan casero y limpiar casas a los vecinos. Si alguien manifestaba la más tenue intención de partir —o peor aún, si era sorprendido conversando a solas con un visitante—, la consecuencia era inmediata. —¿Pensaste en huir? —preguntaba Roch. La respuesta era irrelevante: los castigos eran físicos, y todos debían presenciar la lección. Las penitencias iban desde azotes con listones hasta quemaduras y privación de sueño. “Era mejor soportar el dolor físico que sentir la vergüenza ante los demás”, recordaría tiempo después un sobreviviente. No tardaron en aparecer lesiones severas. El acceso a la atención médica quedó prohibido salvo por las curas con remedios improvisados. Si un niño enfermaba, Thériault se autoproclamaba cirujano, sometiéndolo a intervenciones sin anestesia ni instrumentos adecuados. Así fue como la crueldad se transformó en rutina. Lo que no sabían los nuevos adeptos era que el hombre al que llamaban “profeta” disfrutaba cada vez más de su sadismo. “El Maestro era el único autorizado a infringir dolor porque eso purificaba el alma”, llegaría a decir uno de los niños adoctrinados. El líder de la secta murió en prisión en 2011 y nadie reclamó su cuerpo El ciclo de violencia y el poder absoluto A partir de la década de 1980, la estructura jerárquica del grupo quedó totalmente supeditada al capricho de su líder. Roch Thériault acumuló a su alrededor esposas, concubinas y esclavas sexuales. Thériault ordenó la separación de recién nacidos y madres durante días, justificando el método con razones religiosas. Los hombres, por su parte, perdieron cualquier rasgo de autonomía, relegados a servir de mano de obra y vigilantes, a menudo obligados a testificar contra sus propias esposas o hijos bajo amenaza de represalias. Un día, Gisèle, una de las mujeres más cercanas al líder, intentó huir tras sufrir semanas de abusos físicos. La descubrieron a pocos metros del límite del campamento. Roch Thériault la hizo comparecer ante el grupo:—Dinos por qué quieres irte —exigió él. Gisèle respondió, temblando:—Quiero ver a mi madre…Thériault sacudió la cabeza y añadió:—La familia está aquí. Allá afuera solo hallarás la condena. La violencia sexual y los embarazos forzados se convirtieron en moneda corriente. Las hijas adolescentes recibían el trato de futuras esposas del profeta. En las noches de invierno, Thériault dictaba “lecciones de obediencia” que consistían en pruebas de resistencia al dolor. Escalada hacia el horror Al principio, los abusos físicos quedaban confinados a azotes y encierros. Pero, hacia mediados de los 80, la brutalidad alcanzó extremos inimaginables. Thériault mutiló a seguidores, arrancó dientes sin anestesia, practicó amputaciones improvisadas y ejecutó rituales de tortura con alambres y cuchillas oxidadas, en nombre de la expiación espiritual. El caso más conocido fue el de Solange Boilard, una joven mujer que llevaba varios años en el grupo. Una mañana de 1989, Solange manifestó dolores estomacales severos. Thériault diagnosticó un falso “bloqueo espiritual” y decidió intervenir. Sin permiso ni anestesia, utilizó un cuchillo carnicero para extirpar parte del intestino. Solange murió desangrada ante la mirada impotente de los demás miembros. El arresto de Roch Thériault y la intervención de la policía en el campamento evidenciaron el horror Algunos, paralizados, intentaron protestar, pero la respuesta fue ejemplificadora. “La muerte de Solange la liberó del pecado”, sentenció Roch Thériault. En el interrogatorio, uno de los supervivientes detalló la mecánica:—No podíamos intervenir. Si alguien trataba de detenerlo, él nos amenazaba con el machete. Solo rezábamos para no ser el siguiente. Durante una redada posterior, la policía encontró diarios personales y dibujos de los niños que relataban las palizas recibidas. “Mamá está triste porque el Maestro lastimó a mi hermano”, podía leerse en una hoja arrugada. El derrumbe del culto La fractura definitiva aconteció en 1989, cuando Gabrielle Lavallée, una de las esposas sometidas, logró escapar gravemente herida y denunció los hechos ante las autoridades. Ella había perdido parte de un brazo, varios dientes y presentaba cicatrices por todo el cuerpo. El arresto de Roch Thériault y la intervención de la policía en el campamento evidenciaron el horror: decenas de adultos y niños en estado de desnutrición, rastros de torturas y mutilaciones, y testimonios que hablaban de ejecuciones simuladas y abusos sexuales sistemáticos. La pista hacia el epicentro del dolor parecía abrirse, pero lo que la policía descubrió fue todavía más aterrador. Durante los interrogatorios, los oficiales confrontaron al líder:—¿Por qué les hiciste esto? Thériault, sin inmutarse, declaró:—Porque Dios me lo ordenó. Yo soy la vara del Altísimo. Ellos debían ser purificados. El juicio concluyó con Thériault sentenciado a cadena perpetua, sin posibilidad de libertad condicional. Tras la disolución de los Ant Hill Kids, el Estado canadiense acogió a los menores supervivientes en hogares temporales. Muchos adultos requirieron tratamientos de largo plazo por lesiones físicas irreversibles y traumas psicológicos que los acompañaron durante décadas. Hubo quienes nunca lograron normalizar relaciones familiares. Los terapeutas que atendieron a las víctimas destacaron la profundidad del adoctrinamiento y la dificultad para identificar emociones básicas. Una de las sobrevivientes escribiría: “A veces sueño con la voz del Maestro ordenando, y despierto pensando que sigue vivo”. El propio Thériault murió en prisión en 2011, tras ser atacado por otro preso. Ninguno de sus descendientes quiso reclamar su cuerpo.

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