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» Clarin
Fecha: 12/08/2025 16:42
La frase “la vaca atada” suele usarse como metáfora de los argentinos ricos que en los albores del siglo XX viajaban a Europa y pagaban una bodega para tomar la leche fresca, del animal vivo que se ordeñaba cada día. Ese refrán en realidad surgió para aludir a quienes controlan una situación, en alusión a la seguridad que implica un animal atado y los mejores resultados que se obtienen. Más acá en el tiempo se adaptó el término a “la tiene atada”, ya no como referencia a las tareas del campo –que en aquel tiempo remoto contenía a la mayoría de la población argentina- sino a la habilidad de Lionel Messi como símbolo de calidad. La calidad y seguridad de la leche, y de los demás productos lácteos, es de todos modos un logro relativamente reciente. El gran cambio se dio en la década del 60. El ingeniero agrónomo Aldo Rudi testimonia, a sus lúcidos 94 años, que en la década del ‘40 en su Río Cuarto natal se cruzaban los incipientes vendedores de leche en tarros de aluminio de 50 litros (que vertían en botellas de vidrio, que cada familia lavaba cada día para volver a recibir el “infaltable” líquido blanco) con los tamberos delivery (productores que vivían en la periferia de los pueblos y pasaban puerta por puerta con un par de vacas, que ordeñaban en el lugar). La mamá de Aldo prefería la leche de la vaca a la mesa, lo cual era lógico porque la cadena de comercialización no aportaba mucho sobre conservación y salubridad y todo era una carrera contra el tiempo, mientras se ponderaba lo “natural” sin foco en verificaciones sobre salubridad e inocuidad. En la ciudad de Buenos Aires quedan reliquias de la cadena de la leche un poco más sofisticadas; por ejemplo El Tambito, considerado uno de los primeros centros de distribución urbana, que empezó a funcionar en 1877 y que aún se erige en los bosques de Palermo, al lado del Jardín Japonés. Luego de la pandemia fue restaurado y está concesionado como cafetería. En ese contexto, en los ámbitos urbanos la distribución de leche no fue muy diferente hasta hace poco más de medio siglo. Aunque hoy parezca increíble, todavía hay vestigios edilicios de cuando los carros llegaban hasta los zaguanes e incluso entraban en edificios comunitarios de planta baja. Las entradas con portones de hierro que hoy se pueden ver en muchos barrios porteños evocan la logística de distribución lechera, cuando pocos tenían heladera en sus domicilios y era clave el consumo “fresco”, lo más pronto posible desde que el líquido salía de las ubres. Todavía faltaba correr mucha agua bajo el puente hasta las leches “larga vida”. El factor “frescura” siempre ha sido una clave del producto, por supuesto. Y es muy interesante recorrer las mejoras de proceso, en el tratamiento de los lácteos desde el tambo a la mesa, para ponderar los esfuerzos y las innovaciones que redundaron en mayor calidad y accesibilidad. Cuenta Hernán Pueyo, protagonista del desarrollo en la cuenca lechera de Santa Fe y Córdoba, que “la producción de leche tuvo en sus inicios un destino de consumo familiar, ya fuera como leche fluida, manteca o escasos quesos. Luego, la organización de los colonos inmigrantes en cooperativas fue un proceso natural, ya que traían conocimientos sobre este esquema organizacional desde sus países de origen”. Refleja que “la presencia de algunas empresas productoras de manteca, como la River Plate Dairy Co, llevó al nacimiento de cremerías, que encontraban la posibilidad de comercialización a través de ellas. La elaboración de quesos todavía tenía una importancia menor, aunque había cooperativas que los elaboraban, como también algunos establecimientos particulares". Y alumbra un momento crucial, cuando las cooperativas cremeras detectaron que era posible lograr una mejora sustancial en el precio de la leche si ellos producían su propia manteca y la exportaban. "Fue el nacimiento de Fábrica de manteca SanCor Cooperativas Unidas Limitada”. Una de las plantas de Sancor. La cooperativa nació en 1938 y en 1940 comenzaron a producir manteca y caseína. Hace 80 años, cuando nació Clarín, el panorama de la industria láctea era completamente distinto al actual. La oferta de productos era muy básica: leche, quesos cremosos, crema, manteca y dulce de leche, con poca sofisticación. Uno de los personajes clave de esta historia ha sido Pascual Mastellone (1930-2014), que a los 21 años tuvo que tomar el control de la empresa fundada por su padre y al cabo de su trayectoria dejó legados de innovaciones históricas, como la masificación de la pasteurización, la distribución masiva en sachet plástico, la leche cultivada, el enriquecimiento con hierro y calcio y muchos procesos de progresivo control de calidad. Pascual Mastellone se hizo cargo de Mastellone Hnos. cuando tenía 21 años y encabezó la modernización del sector en su conjunto. Entre los que han trabajado con el alma mater de La Serenísima, el ingeniero Luis Marcenaro fue uno de los más cercanos, como responsable de la asistencia técnica a los tambos en las décadas del ‘70 y ’80, una etapa de gran expansión en el comercio de lácteos. Cuenta este asesor de La Serenísima que a la cantidad del insumo básico Mastellone la estimuló para vender más, pero también para diversificar la oferta a través de yogures, postres y la ampliación de los niveles de consumo, de la mano de capacitaciones, logística de camiones refrigerados y comunicación masiva, entre otras estrategias para instalar productos con marca, la manera de darles consideración entre el público y agregar valor en toda la cadena. En los años ‘60 en Sunchales, Santa Fe, se puso en marcha la fabricación de leche en polvo. Hasta entonces la única proveedora de la leche de esta manera era Nestlé con su leche Nido, que se vendía en farmacias. Desde entonces, los consumidores pudieron acceder de manera más económica a un producto que garantizaba calidad, incluido el control de enfermedades como brucelosis y tuberculosis. El producto que llega a los consumidores sigue saliendo del campo, por supuesto. Uno de los productores lecheros que más tecnología ha incorporado en las últimas décadas, Rafael Llorente, destaca que “la lechería se ha caracterizado por avanzar con saltos tecnológicos más que por avances progresivos”. Ha sido “una sucesión de etapas encadenadas en un sistema de ultra selección de mejoras e incorporación de avances”, desde la genética animal hasta la infraestructura en tinglados, máquinas y tecnologías de procesos. Pondera que “recién en la segunda parte del siglo pasado se expandió la inseminación, lo cual generó un avance genético en la raza Holando, que a su vez posibilitó avanzar en selección y producir en niveles no imaginados”: de los 4 litros por día por vaca, el promedio nacional hace 80 años, se pasó a los actuales 20 litros por animal, con picos de 40 litros en tambos más avanzados. Para ese salto fue necesario dejar atrás el tradicional ordeñe con ternero y generalizar los dos ordeñes diarios. Mientras tanto, la especialista Elida Thiery, que cultivó su curiosidad en la redacción de Clarín de los años ’80 acompañando a su padre periodista, refleja que “los quesos fueron durante mucho tiempo una oferta escasa” y que “recién en esa década la industria láctea argentina empezó a incorporar postres y a considerar a los niños como consumidores más exigentes, abriendo un abanico de consumo más amplio, más allá de la leche con cacao o azúcar de los desayunos y meriendas. La rápida adaptación de las empresas a estas nuevas necesidades, influenciadas también por ideas del exterior, provocó que el consumo se volviera más demandante”. Y contextualiza en términos empresariales: “Hasta los “90 inclusive fue un momento de profundas modificaciones a nivel industrial. Muchas empresas tradicionales desaparecieron o fueron absorbidas por otras de mayor envergadura, y marcas internacionales”. Así las cosas, Argentina llegó a alcanzar un consumo de 220 litros de lácteos por persona al año, pero las crisis económicas generaron un vaivén en estas cifras. La más reciente, a principios de 2024, vio caer el consumo a 164 litros, aunque se ha ido recuperando hasta los 193 litros anuales. Un tambo mecanizado. En términos de cadena productiva, Llorente cree que otra clave es “cuando apareció la calesita ... El tambo rotativo vino a solucionar la dificultad de seguir creciendo con el sistema anterior. Se incorporó el tercer ordeñe y el sistema de trabajo se estandarizó, en un formato cada vez menos tradicional”. En ese contexto, describe que “los robots ordeñadores irrumpieron al principio como simple novedad pero determinó varias vertientes. A su vez, la genómica que aparece en este siglo impulsó un desarrollo que era inimaginable. Hizo que en el término de dos décadas viéramos rodeos que duplicaban su capacidad de producción. Vacas que producen 80 litros y requieren más de tres ordeñes por día".
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