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CABA » Plazademayo
Fecha: 08/08/2025 04:03
Con reformas exprés, control total del aparato estatal y una popularidad sostenida por la seguridad, Nayib Bukele avanza hacia la reelección indefinida en El Salvador. Mientras los medios internacionales lo celebran, crecen las denuncias por violaciones de derechos humanos, manipulación electoral y concentración de poder. La reciente aprobación de una reforma constitucional que habilita la reelección indefinida en El Salvador consolida el proyecto personalista de Nayib Bukele, un presidente que ha transformado el sistema político salvadoreño mediante una combinación de autoritarismo, propaganda y eficiencia represiva. La medida fue sancionada por una Asamblea Legislativa sin oposición real, lo que pone en duda la legitimidad del proceso y refleja un alarmante debilitamiento del sistema democrático. Desde que asumió el poder, Bukele ha implementado un régimen de excepción permanente que suspende garantías constitucionales en nombre de la seguridad. Si bien esta política ha logrado una disminución notable de la violencia —una de las principales demandas de la población— también ha facilitado encarcelamientos masivos sin debido proceso, represión a la prensa y violaciones sistemáticas de derechos humanos. La aparente popularidad del presidente se apoya en una sofisticada estrategia comunicacional que incluye el control de medios estatales, la creación de canales digitales oficialistas y el uso intensivo de influencers y youtubers. Estas herramientas permiten construir una narrativa donde Bukele aparece como un líder firme, moderno y eficaz, minimizando o directamente ocultando el carácter autoritario de su gestión. Detrás de esta imagen, sin embargo, se esconde un entramado más oscuro. Investigaciones periodísticas han revelado pactos con las maras desde 2015, en los que las pandillas ofrecían apoyo electoral a cambio de beneficios y protección. Este acuerdo habría influido en varias elecciones clave, distorsionando la voluntad popular. El silencio de la comunidad internacional también llama la atención. Mientras se condenan prácticas similares en otros países, el caso de Bukele es abordado con ambigüedad, evidenciando un doble estándar que tolera los autoritarismos funcionales a ciertos intereses geopolíticos. Así, se construye el mito del “dictador cool”, donde la efectividad en seguridad justifica la erosión del estado de derecho. Esta deriva autoritaria no es un fenómeno aislado. La creciente concentración de la riqueza, la desigualdad estructural y la falta de respuestas de los partidos tradicionales han alimentado el ascenso de líderes que canalizan el descontento social a través del populismo punitivista. En este contexto, la figura de Bukele aparece como síntoma de una crisis democrática más profunda. Mientras tanto, en El Salvador se impone una lógica del miedo: periodistas perseguidos, vigilancia digital, cárceles exhibidas como trofeos de guerra y un poder ejecutivo que opera sin contrapesos. El futuro democrático del país está en juego, pero el relato oficial —y gran parte del discurso mediático global— sigue enfocado en la eficiencia del “modelo Bukele”, ignorando el precio que se paga por ella.
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