15/07/2025 09:35
15/07/2025 09:35
15/07/2025 09:35
15/07/2025 09:34
15/07/2025 09:34
15/07/2025 09:34
15/07/2025 09:34
15/07/2025 09:34
15/07/2025 09:34
15/07/2025 09:33
Buenos Aires » Infobae
Fecha: 15/07/2025 04:33
Adriana Gerez Adriana Gerez tiene 56 años, la piel castaña, las raíces en sus rasgos y las montañas de Tucumán en las pupilas. Basta evocarlas, recordar cada viaje en tren o colectivo en la infancia y en avión en la adultez hacia la tierra de su madre para que la voz vibre, se parta y se desvanezca tomada por la emoción. Para que sonrisa y llanto coexistan, incontenibles, en el impacto de la identidad recuperada que crece y la desborda. Identidad que es causa, manifiesto y bandera. Que es proyecto, comunidad y forma de vida. —Nosotras fuimos muchos años, cuando éramos chicas, a Tucumán. Íbamos en colectivo, en tren, desde Santiago, y ya pasando las termas se empiezan a ver en el horizonte las montañas. Así, hacia el oeste —dice y se esfuerza para mover la pelota que se le atraviesa en la garganta y no la deja seguir hablando. Es inútil—. Y yo me acuerdo que a mí me agarraba una emoción de verlas nomás y eso que yo no había nacido ahí y no me había criado. Y todavía ahora, a veces ya de empezar a ver los cerros, cuando uno va llegando, a mí se me llenan los ojos de lágrimas así como ahora. Adriana se disculpa. Como si hubiese que disculparse por una emoción, como si verse conmovida por su identidad no fuese una escena que reconforta en medio de un contexto hosco. Nacida en la ciudad de Buenos Aires por una casualidad; criada y arraigada hasta hoy en Merlo, el oeste del Gran Buenos Aires, con una identidad que podría haber sido absoluta y orgullosamente conurbana, nunca dejó de escuchar lo que le latía dentro, de pensar que había algo más detrás de lo que le devolvía el espejo. —Toda la vida me atravesó la cuestión de lo identitario, la imagen, la piel marrón. Y siempre sentí que había alguna cosa ahí que no estaba contada, que no se veía. En su cabeza no había dejado de sonar, con el eco de los años, una pregunta o más bien una afirmación que le había hecho una profesora de la secundaria: “Bueno, usted es Gerez, entonces tiene orígenes españoles, por su apellido”. —Yo en ese momento no tenía herramientas para decirle: “No”, porque hasta donde contaba podíamos reconstruir cuatro o cinco generaciones para atrás. Le dije: “Me parece que no venimos de ningún lado”. Adriana estaba en sus 20 cuando comenzó a reunirse con personas que tocaban instrumentos autóctonos en la zona oeste en busca de un círculo de pertenencia; y en un contrafestejo del 12 de octubre, en el Congreso, se abstrajo por un momento y se vio rodeada de personas que le hicieron vibrar el hilito de la identidad, ese que toda su vida hasta ese momento se había tensado indicándole que algo más había. —Fue la primera vez que me sentí así como que estaba en mi lugar. Y dije: “Bueno, es acá”. Adriana se crió en Merlo con una identidad que hubiese sido plenamente urbana y bonaerense. Pero siempre percibió que había algo más: no terminaba de sentirse cómoda en los círculos en los que se movía y se lanzó a buscar su lugar de pertenencia *** Su padre murió “muy pronto”; sus abuelos paternos, igual. Adriana se crió con su madre, nacida en Tucumán, y su hermana. Su abuelo, padre de su madre, era catamarqueño y llegó a Tucumán, como muchos habitantes de las provincias o poblados aledaños, con el furor del azúcar. “Se acercaban para el tiempo de la cosecha y muchos se iban quedando”, cuenta Adriana. Y la familia de su abuela, madre de su madre, era santiagueña con la misma historia: “Ellos fueron llegando también y en algún zafra se quedaron. Y ahí nació mi abuela. Pero sus hermanos más grandes habían nacido en Santiago”. Su madre no daba cuenta de las tierras de su árbol genealógico ni de su sangre diaguita; prefería “invisibilizar algunas cuestiones que traía de sus orígenes”. Intentaba lavar o al menos no hurgar en sus raíces indígenas porque creía que lo mejor para sus hijas era una identidad urbana, bonaerense. —Ella pretendía blanquearnos porque era lo que había aprendido. Había nacido a la orilla de un cañaveral, en Cruz Alta, en Tucumán; trabajó en la zafra y se vino a los 17 años con una botella de agua, un pollo hervido y una hermana arriba del tren. No sabía ni a dónde venía ni a qué ni nada de esto. Y cuando vino para acá [para la Ciudad de Buenos Aires] de entrada nomás la llevaron a vivir en una casa donde iba a trabajar y trabajó 13 años con cama adentro, o sea que se mimetizó, de alguna manera, con la blanquitud de sus patrones, que eran además de familias militares. Después de años de vivir en la capital porteña, “cuando los trabajadores tenían posibilidad de ascenso social y con un aguinaldo podían pagar el anticipo para un lote”, compró su porción de tierra en Merlo, de donde nunca más se fue. —Ella nos mandó a una escuela religiosa pensando que hacía bien y bueno, ahí como que empezó la cuestión de la discriminación. No fueron crueles, pero de todas maneras me han gritado de todo en la calle por el aspecto, porque además yo nunca me blanqueé, nunca me asimilé, y porque nosotros tenemos cuerpos diferentes, no tenemos cuerpos hegemónicos. La mayoría de mis compañeras eran hijas o nietas de italianos, de españoles, entonces era otra imagen, y nosotras, las marrones, las que vivíamos fuera del centro del lugar donde yo me crié, que es el Parque San Martín, acá en Merlo, desencajábamos. —¿Qué significa eso de “blanquearte”?, ¿es asimilarte o es más como aparentar ser algo que no sos, que no se condice con tu identidad? —Tiene que ver con eso, con asimilarte a la cultura hegemónica. Nosotros siempre bromeamos con esto: “Con esta cara no nos bajamos de ningún barco”, que es lo que han pretendido siempre: que no se note tanto, que si están que se blanqueen, que se asimilen, así no se nota la presencia. Fue en un contrafestejo del 12 de octubre cuando, rodeada de un montón de personas pertenecientes a pueblos originarios, se dio cuenta de cuál era el lugar al que pertenecía y dijo: "Es acá" *** Adriana creció en medio de esa tensión entre lo que le transmitía y recomendaba su madre, un entorno urbano con grupos sociales en los que se sentía diferente y, a la vez, con la convicción férrea, que no sabía muy bien de dónde salía pero no podía desoír, de que su identidad iba por otro lado. Estaba unida a algo más profundo. Estudió Trabajo Social orientado a Educación; descifró entre instrumentos autóctonos y contrafestejos que lo que latía adentro eran las raíces de sus abuelos que la constituían íntegramente y lejos de renegar de eso u ocultarlo, a lo que la empujaba su entorno, lo abrazó: su identidad la definió. Pero comenzó a hacer algo más con eso, a tejer comunidad y a trabajar en pos de visibilizar la cultura de los pueblos originarios hace menos de una década. —Una vuelta me tocó acompañar la gestión municipal, estuve trabajando como directora del área de Niñez y ahí la conocí a Verónica Azpiroz Cleñan, que es una de las integrantes del Tejido [de Profesionales Indígenas en Argentina] y que es una de las más visibles porque hace muchos años que ella milita la cuestión indígena (ella es mapuche). En ese momento era el 2017, y ella me decía que quería armar algo pensando en el próximo censo que teníamos previsto que iba a ser en 2020: “Quiero armar algo pero tiene que ser colectivo”, me dijo. Y Adriana se subió. —Fue ahí que empecé a participar en las reuniones que hacíamos en el INDEC y el Tejido nació así, nuestra punta de lanza fue el censo. El Tejido de Profesionales Indígenas en Argentina es una organización que comenzó entre 2017 y 2018 —y ahora tramita la personería jurídica—. Integrada por unas 30 o 35 personas de diferentes pueblos originarios es, en la definición de Adriana, un grupo de “indios que han accedido a la educación superior”. Politólogas, abogadas, trabajadoras sociales, psicólogas —también nombra a compañeros varones, pero la mayoría del tiempo alude a mujeres—. Casi todos sus integrantes viven en zonas urbanas “como la mayoría de los indígenas de este país”. “Algunos viven en comunidad, algunos alternan entre la comunidad y la urbanidad”, cuenta. Pero todos están conectados entre sí y defienden juntos diferentes causas, difunden su cultura, visibilizan sus raíces y sus identidades. Adriana estudió Trabajo Social orientado a Educación y forma parte del Tejido de Profesionales Indígenas en Argentina, una organización de personas que pertenecen a pueblos originarios, accedieron a la educación superior y defienden causas comunes vinculadas a sus territorios La causa madre o “punta de lanza”, como dice Adriana, lo que inició la organización, fue el objetivo de lograr modificaciones en el formulario del INDEC que se iba a utilizar para censar a la población argentina en 2020. Lo que exigían era “que se preguntara si las personas se reconocían indígenas y a qué pueblo pertenecían”. Algo que en el censo de 2010 se le había preguntado solo a una muestra representativa. Para el de 2020 pedían que esta fuera una pregunta para todas las personas. —Logramos la mitad de eso. Conseguimos que se le preguntara a todo el universo pero la segunda pregunta que pedíamos, que era esclarecer a qué pueblo pertenecían, estaba mal redactada porque no nos escucharon. Nosotros pretendíamos que se pudiera contar con censistas indígenas o por lo menos que estuvieran sensibilizados con la cuestión indígena y que se pusieran como opción los 40 pueblos conocidos —que en ese momento eran 39, yo creo que ahora son 42—. Y nos dijeron que no porque iba a ser muy largo, “que el censista lleve anotado o que la gente le diga”. Entonces cuando a la gente le preguntaban “De qué pueblo es usted” o “A qué pueblo pertenece”, la gente daba cuenta del lugar donde vivía. Así salió cualquier cosa el resultado. Dicen que somos por lo menos un millón trescientos los indígenas, pero tenemos duda de que sea así. Saben que son más, que eran más, pero que a lo largo de la historia muchas personas comenzaron a asimilarse o a negar sus orígenes a causa “del blanqueamiento que llevó adelante la educación en los siglos XIX y XX”, a partir de la premisa fundante de “civilización o barbarie” y todo lo que se desprendió de ella. De infundir a todo lo que se vinculaba con lo indígena, lo autóctono, lo indio, un manto de sordidez, como si fuese contrario al desarrollo del conocimiento, al movimiento iluminista, al progreso. Negando a quienes ya estaban en este suelo y lo conocían mejor que nadie, negando su cosmovisión y su conocimiento ancestral en medicina, por ejemplo, y todo el acervo cultural que traían. —Nos fueron cambiando de nombre: fuimos los cabecitas negras, el aluvión zoológico, porque estaba mal esto de reconocerse o dar a conocer los orígenes indígenas. Y pasa mucho. Por ejemplo, los santiagueños: el 70% hablan en quichua, pero ellos no se reconocen indígenas, ellos dicen que son criollos. Entonces, cuando fue el censo no se pudo preguntarles a ellos, no se los pudo contar porque si vos no respondías que eras indígena no podías dar cuenta de la lengua materna, no te preguntaban sobre eso. Adriana cuenta que participa a veces de un taller de quichua que ofrecen “unas ñañas” (que significa hermana) en Merlo y en Moreno donde cuentan historias relacionadas al uso de la lengua en la infancia; y que allí muchos de los participantes son “recuperantes del habla” porque en sus casas lo escuchaban pero no tenían permitido hablarlo, incluso recibían castigos si lo hacían. “Porque la familia no quería que atravesaran la discriminación, el racismo estructural que ellos habían vivido, entonces para preservarlos les prohibían hablar en su lengua materna”. En cuanto a la lengua materna de sus antepasados, dice que los diaguitas hablaban el cacán, que está prácticamente extinto, que subsiste en muy pocos lugares y que en Chile “hay algunos intentos de revitalización, porque hay diaguitas de uno y otro lado de la cordillera, pero no supera lo doméstico, no hay una cuestión académica o que se practique en la escuela”. Adriana trabaja en la jefatura distrital de Educación de Merlo desde donde busca visibilizar, dar a conocer y transmitir la cultura de los pueblos originarios *** Las lenguas indígenas, la medicina ancestral y otros ritos y prácticas que hacen a la identidad y la cosmovisión de los pueblos originarios son difundidas en el trabajo que realiza cada uno de los miembros del Tejido de Profesionales Indígenas en Argentina desde el lugar que ocupa. —En el trabajo que hago yo, desde el espacio en el que estoy ahora, lo que tratamos de hacer es visibilizar, dar a conocer. En Merlo, por lo pronto, según el censo somos 14.000 los que nos reconocemos indígenas o nos sabemos parte de algún pueblo, de una nación de las preexistentes. Y la pertenencia al Tejido, a la hora de realizar esta tarea, es como un escudo protector, como un fueguito que está prendido siempre, un grupo en el que nos contenemos, por más que estemos lejos, por más que no nos veamos casi nunca o que nos encontramos puntualmente por alguna cuestión. Adriana trabaja en la jefatura distrital de Educación de Merlo. Las jefaturas distristales —explica— son particiones administrativas dentro de la estructura educativa de la provincia que se encargan de supervisar y promover la educación en los diferentes distritos, lo que equivale a los diversos partidos provinciales. El jefe de esa partición es quien está a cargo de los inspectores y supervisores de las escuelas de esa región geográfica. Adriana, como trabajadora social especializada en Educación se desempeña en instituciones educativas de Merlo —“una escuela técnica y un centro complementario”— y también colabora con tareas administrativas vinculadas a conflictos escolares. Fue directora del área de Niñez y Adolescencia, donde trabajó en asuntos vinculados a la vulneración de derechos y, actualmente, desde su puesto de trabajo, una de las líneas que desarrolla es la de “memoria e identidad”, donde se abordan de diferentes modos estos ejes y también se hace foco en cuestiones de derechos humanos. —Hay muchas formas de ser indígena que tienen que ver, sobre todo, con el territorio donde vive cada uno. Entonces se habla mucho de estas cuestiones, de todo lo que se nos niega, los derechos que no se nos reconocen. Y también de que los indios no están todos en las comunidades, que la mayoría estamos por afuera. Y visibilizar, dar a conocer, respetar, revalorizar. Son cuestiones que yo pretendo desde el lugar donde estoy, desde el primer día que llevo adelante mi trabajo. En la organización, en el tejido que llaman Tejido, cada miembro defiende, desde su profesión, una causa vinculada a su identidad. Y todos, como una trama firme de fibras elásticas que se expanden en diferentes territorios, se sostienen entre sí. —Lo que nosotros proponemos es el diálogo entre el conocimiento académico —porque todos hemos atravesado la academia— y el conocimiento ancestral. La idea es conjugar y potenciar las diferentes cosmovisiones, sin denigrar ninguna, aprovechar esto que traemos de los pueblos originarios, este legado que nos han transmitido y cambiar el concepto de la occidentalización del conocimiento, en cuanto a que la universidad es europeizante, eurocéntrica, blanqueadora. Hay muchas, muchas iniciativas, muchos esfuerzos por poner en valor lo que traemos de nuestros pueblos originarios. Adriana tiene dos hijos, de 20 y 22 años, que se asumen originarios y comparten con ella el amor por la cultura de su pueblo y por sus raíces Verónica Azpiroz Cleñan, con quien empezó a reunirse en 2017 para modificar el cuestionario del censo, cursa un doctorado vinculado a la medicina ancestral y busca “que el sistema de salud pueda reflejar las necesidades de un pueblo tan diferente, de tantos matices”. Busca que se recupere y se respeten los conocimientos que traen las personas de los pueblos originarios, en general los mayores que lo transmiten a los más jóvenes. —Por ejemplo la figura de los machis, que son las personas sanadoras del pueblo mapuche. Hay machis mujeres y machis varones que traen muchísimo conocimiento que van aprendiendo desde la infancia porque el día que nacen ellos señalan: “Se levantó un machi o se levantó una machi”, entonces la forman o lo forman desde muy chiquititos transmitiéndoles todo el saber que traen desde siglos y siglos. A partir de esto: ¿por qué no generar espacios de diálogo entre ambas medicinas? Me ha pasado de trabajar puntualmente en Santa Victoria Este [en Salta] o en los pueblos que están alrededor y que el enfermero, que era un wichi, tuviera que mediar entre los médicos o las médicas y las pacientes; inclusive a veces las mujeres se negaban a acercarse a la salita o a la posta sanitaria porque sentían que no las entendían, primero por la cuestión lingüística, segundo porque las wichis son bastante reacias a la medicina blanca entonces muchas veces se complicaban los partos, por ejemplo. Había una distancia muy grande entre lo que necesitaba esa población y lo que estaba dispuesta a darle la salud estatal. Adriana también cuenta sobre otros integrantes del Tejido, como Nicacio, “un wichi cordobés pero nativo del Chaco que alterna entre su comunidad en Sauzalito y la gran ciudad de Córdoba, donde es licenciado en Enfermería”. Como Aymara, que es abogada, de la que dice que “es bien urbana pero se crió de una forma muy ancestral porque su mamá y su papá sostenían el arraigo cultural a toda costa, hasta en la comida”. Aymara les contaba que cuando en la escuela los chicos se preguntaban “qué comiste al mediodía” y todos respondían “milanesas con puré”, ella quizás había comido chuño [N de la R: es la papa o algún otro tubérculo de altura deshidratado, un alimento central en la comida indígena] pero igualmente respondía: “Yo también comí milanesas”. Y como Lourdes, que es trabajadora social del sistema judicial en Tucumán y busca proteger a las familias indígenas a las que muchas veces les quieren quitar las tenencias de sus hijos porque argumentan “que los están criando mal porque no saben nada”. —Cada uno en relación con sus territorios. Además de las luchas por protegerlos. Nosotros promovemos o pretendemos practicar “el buen vivir”, que tiene que ver con vivir en equilibrio con la Pacha, con la Tierra, con la Mapu. Entonces, cuidar el agua, cuidar los cerros, tiene que ver con esto, porque los pueblos originarios del mundo tenemos eso del cuidado de la naturaleza, la preservación, porque entendemos que somos parte de y no que es nuestra, que para vivir bien hace falta estar en equilibrio y que generalmente son las personas las que desequilibran los ambientes en los que les toca vivir. "En un mundo globalizado, pensar en sostener nuestra ancestralidad, nuestros orígenes, es también una postura de rebeldía" *** Adriana tiene dos hijos, de 20 y 22 años. Dice que son más diaguitas que ella, porque tienen sangre diaguita de madre y padre, que “se asumen como originarios” y comparten con ella el amor por la cultura de su pueblo y por sus orígenes. De su madre, en cambio, dice que si bien conservó algunos regionalismos, nunca reivindicó esas raíces que ella recuperó y abrazó e incluso llegó a burlarse sobre su forma de vestir, con prendas y peinado típico, al ir a encuentros de pueblos indígenas. —Ahora tengo el pelo corto, pero en ese momento me decía: “Mirá esas trenzas que te hacés”, como diciendo: “¡Ridícula, mujer grande!” —cuenta y se ríe—. Alguna cosa ella tiene por ahí, pero como que no está muy de acuerdo o no estaba muy de acuerdo con esto de que yo me reivindicara como indígena. Su semilla está plantada en su descendencia. Sus hijos. —Yo creo que he sembrado y que algo ha quedado ahí, que florecerá en algún momento. Porque este tipo de cuestiones, de discriminación que hemos ido sufriendo —algunas más, otras menos— también nos han fortalecido para ser parte de esto; porque en un mundo globalizado, donde la derecha avanza de manera tan cruel, pensar en sostener nuestra ancestralidad, nuestros orígenes, es también una postura de rebeldía, de cuidar la lucha de los abuelos, de las abuelas. Defender que ser indígena no tiene que ser motivo de deshonra. Porque es lo que somos. Y también así siento que honro a mis ancestros que se tuvieron que ir de las comunidades alguna vez. Sobre todo las mujeres. Mis abuelas, mis bisabuelas, a lo mejor habrán pensado alguna vez en ser mujeres que pudieran levantar la voz, decir las cosas que pensaban y no avergonzarse y no estar sojuzgadas por el patrón, por el marido, por el sistema patriarcal que las sometía en ese momento. Entonces para mí es razón de orgullo llevar esta cara, esta forma de ver y de vivir el mundo.
Ver noticia original