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» Diario Cordoba
Fecha: 13/07/2025 11:55
Han pasado ya varios días desde que las conocí, pero estas palabras de Adriana Lastra en el comité federal del PSOE todavía resuenan en mi cabeza: «El patriarcado no suele actuar a cara descubierta. No necesita empujar con violencia. Le basta con sugerir, con dejar caer. No te expulsa, te va empujando hacia los márgenes. Te aísla con silencios. Te convierte en sospechosa por pensar distinto. Te va dejando sin espacio, sin voz, sin respaldo. Y si no te vas, te va haciendo la vida imposible hasta que lo hagas. Te destroza. Lo sabe quien lo ha vivido». El domingo, mientras tomábamos el aperitivo en casa, L. y yo las comentamos. Yo me mostré cautelosa, pues en estos casos la vehemencia me puede y me pierde. Lo hice porque sabía que L. se sentía identificada con lo narrado por la política. «Lo sabe quien lo ha vivido». Casi ocho meses después de que el patriarcado actuara contra ella, la destrozara, va siendo consciente de lo que sucedió, a lo que se vio obligada a renunciar para evitar caer más abajo en el pozo de la depresión, la ansiedad y el estrés al que la habían arrojado. Aislada. Sospechosa por pensar o sentir distinto. Sin voz. Sin respaldo. Destrozada. Como Lastra, L. decidió marcharse. En ese entorno laboral, viciado y tóxico, le hicieron la vida imposible hasta que se fue. Como a Lastra. «Soy más pobre, pero más feliz», suele decir ahora si alguien le pregunta. No se reconoce aún en el complejo papel de víctima. A mí me ha costado años llegar a definir, nombrar lo que en realidad era aquel mensaje en el que un reconocido escritor, al que había entrevistado, me invitaba a su casa para enseñarme algo que tenía «muy grande». Se trataba de una agresión verbal amparada en la descontextualización que permite el lenguaje escrito. Eso era. Le conté a mi jefe de entonces lo que había pasado y le mostré el mensaje. Él lo convirtió en motivo de chanza y desde ese momento fui protagonista de una broma recurrente, cada vez que el escritor publicaba libro: «Que vaya Inés, ja, ja, ja». Aquel día, pese a la indiferencia generalizada, recibí el apoyo de un compañero. Me dijo que no me preocupara, él me acompañaría al almuerzo, y me sugirió lo que debía contestarle: «Voy a ir con un compañero que te admira y tiene ganas de conocerte». Eso le escribí, a lo que el autor contestó refugiándose en el falso humor, parapeto que le protegería en el caso de que yo me sintiera ofendida. «Lo que tengo muy grande es el manuscrito de la novela, ja, ja, ja», me respondió. Inquieta e incómoda, fui a su casa con mi compañero, nos mostró el original del libro, la coartada perfecta, y luego comimos juntos. Cuando llegué a mi piso esa noche, la rabia, silenciosa y contenida, empezó a adueñarse de mí. Me sentía desprotegida, vulnerable. Le pedí a mi jefe que si en adelante había que entrevistar al escritor lo hiciera otro compañero. Y así fue, aunque el chiste siguió, risas a mi costa si el nombre del autor salía en alguna conversación. Hoy, al recordarlo, me empequeñezco todavía, pero sobre todo me enfurezco. La soberbia del escritor, su prepotencia. La tibieza del resto, su connivencia. La fragilidad y la rabia siguen ahí. También el temor a que algo así pueda volver a sucederme. Como a Lastra. Como a L. *Periodista y escritora
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