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  • Una mirada desde la alcantarilla. Los ñandúes

    Parana » Ahora

    Fecha: 02/07/2025 15:03

    Los ñandúes Los dos nenes escondían las cabezas entre las rodillas, el cura amplio como un arco de fútbol en el campo dejaba salir la liturgia, extendía las manos al cielo, hacía inclinaciones y ademanes de nadador. La voz retumbaba en todo el semicírculo que formaba la bóveda del techo y el piso, pasaba a través de los pocos fieles y por los esqueletos de los bancos largos. En esa iglesia entraba toda la gente que vivía en el pueblo y eso era inquietante porque de esa manera veían que menos de la mitad quedaba oyendo la palabra divina, el resto estaría entre sus cosas, cosas sucias que los alejaban de Dios. La mayoría vivía del ganado y del sembrado, de lo crecido sobre la tierra y de las posibilidades del campo, de las herencias eternas de un padre que había llegado flaco a esas geografías y que con el sudor de su frente había conseguido más que sobrevivir. Otros más nuevos, vivían de puestos en donde el gobierno daba trabajo, el correo, la escuelas, la municipalidad y la policía. Eran hombres y mujeres con cara de pájaro siempre picoteando de un partido y de otro, acomodándose a las pequeñas figuras públicas. Los políticos surgían como de abajo de un caparazón, igual a los crustáceos que vienen de ser antes gusanos, no terminaban ni la secundaria pero el padre había sido concejal y ahí también iba su carrera. Y los otros eran los pecadores que vagueaban en sus miserias, la pobreza no les daba tregua y no la contradecían, asumían esa posición de mendigos y peste. A veces, esperaban bolsones por votar o caridad de los que sí iban a la iglesia. Esos eran los pobres que si entraban a la misa nadie quería darle el beso de la paz, ni las manos en el padre nuestro. Los misericordiosos no podrían disimular su repugnancia. Era mejor que su lugar fuera el margen, la costra podrida atrás de las vías sin uso de un tren que había pasado en años anteriores, donde la gente se movía como hormiga en busca de trabajo y futuro, ahora empezaban a asentarse en chozas y esa comodidad era tranquilizadora para todos. Juan y Roberto, los dos niños de guardapolvos blancos con los puños sucios, estaban en la tercera fila del frente cuando el cuello se les vencía y parecían marchitarse bajo el Cristo colgado del techo. Les había tocado sentarse en la misa al lado de la maestra que con una mano intentaba que enderezaran la columna. Parecen ñandúes, escondiéndose así, les dijo. A la salida, después de sonreirse con el párroco de la escuela en la que daba clases de sociales y catequesis, despidió a sus estudiantes. El cura tenía dientes como panes recién horneados, todos mantenían una sola hilera pareja y blanca. Se reía y tocaba las cabezas de cada niño y niña, miraba complacido a las madres y a las maestras, a los padres les daba un apretón de mano y una palmada en la espada, un movimiento simultáneo de sus brazos como si abajo de la sotana viviera un karateka. Había llegado al pueblo en el noventa y cuatro. Los campanazos lo recibieron y las torcazas cagaron más de la cuenta, tanto que recuerda ese día como el bautismo. Había pasado por esa zona de las palomas sin cuidado y tenía la espalda llena de caca. La mujer de Pardo que siempre andaba en la iglesia metida en todo se ofreció a lavarle la ropa y a hacerle todo lo que necesitara. Desde ese día, aparecía a la siesta a ver qué necesitaba el Padre Mollo y todos los próximos domingos pondría un plato más en su mesa, entre los nueve hijos y el marido un poco desvencijado. También agregaría horas a sus ensayos de coro, llevaría la guitarra como se lleva a un gato recién nacido por todas partes y a todas horas no fuera a ser que el llamado divino la convocara. Se sentiría segura y deseada, bendecida como entre los brazos que la acunaron en la infancia ya tan lejana. Durante esos años, el Padre Mollo se deslizaría entre las parábolas y las caricias, subiría al monte de la mujer como suplicando piedad y entraría en ella como a las celebraciones, con la voz cambiada de la voz real, le hablaría en lenguas casi incomprensibles y después se apartaría desde la espalda tumbada de Amalia que pensaría en los pecados y en las salvaciones, en su marido treinta años mayor a ella, en el prestigio que el anciano tenía como odontólogo del pueblo, en todas las bocas que había abierto y en las muelas y pudriciones que ella había presenciado que había sanado y arrancado de las encías como un leñador hacheaba árboles. Amalia volteada en la cama del cura pensaría en los hijos que parió sin anestesia y que repitieron los gestos de su padre, en la trascendencia de la fe en su familia y se convencería volviéndose a vestir en que lo suyo no era más que otra entrega a Dios. Una entrega en cuerpo y alma a los paraísos celestiales. El cura conquistó a la pequeña comunidad cristiana, a costa de un relato sin fisuras durante las homilías, era un orador soberbio. Las mujeres de la Liga de Madres de Familia ocupaban la primera sala de la casa parroquial para planificar actividades caritativas y para acercar a otras mujeres que no podían con sus hijos ni con sus maridos para decirles cómo se hacían las cosas bien hechas. Vieron las visitas de Amalia y pensaron que eran demasiado frecuentes. Algunas empezaron a cuchichear, se preguntaban por qué estaría tan metida ahí con la guitarra como un adorno pero después se sentían mal por mostrarse chismosas y callaban. El primer otoño en el pueblo, el Padre Mollo pidió que los niños de la escuela parroquial oficiaran de monaguillos. La señorita de catequesis que los tenía a Juan y a Alonso entre las cejas, los mandó durante la semana completa. Alonso y Juan fueron pero salieron distintos de esa semana. No dijeron nada, hicieron juntos el camino a la escuela como antes. Pero ninguno de los dos quiso hablar de fútbol, ni de las tareas. A partir de ese otoño ellos también se marchitaron. Se miraron por lo bajo y patearon las piedritas sueltas del patio, ninguno quiso agacharse a sujetar los cordones, miraron el polvo, se miraron los pies, se miraron adentro de las cosas que pisaban y pateaban y se callaron para siempre. Veinte años después contarían cuando el cura estaba sin sotana y ellos entraron a la sacristía, cuando les dijo que uno de ellos se pusiera de frente y le acomodara con suavidad el plástico blanco entre el cuello de la camisa negra, cuando le indicó al otro que acordonara sus mocasines y le pasara el cepillo de espuma para darle brillo. Mientras Alonso estaba de rodillas, el cura frotaba su cabeza con la parte alta de las piernas. Y mientras Juan acomodaba el cuello, mojaba sus labios con la lengua brillante de saliva. Los dos guardarían la consternación y la vergüenza por haber tenido el pito duro. Los dos repasaron ante los fiscales el terror de hablar de eso. La actualización de la vergüenza y el coraje tomado gracias a los otros treinta declarantes. La cabeza como los ñandúes, metidas en la tierra, en un hueco ante el peligro. El recuerdo como un huevo enterrado, podrido entre las cosas podridas.

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