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  • Entre Ríos, Argentina

  • El balazo que quemó a la nena de la Navidad

    » Clarin

    Fecha: 27/12/2025 06:52

    La bala perdida que se incrustó en la nuca de Angelina, de 12 años, en Villa Sarmiento, es la que hiere a la Argentina entera. Es la saeta sucia, criminal, de un sicario de ruleta rusa, que tira a la marchanta y caiga quien caiga. Es el proyectil que sacude las fiestas con sangre, que agrieta la infancia, que bloquea el futuro. Es la bala, la misma bala desde otras manos que gatillan los que roban en motos, los que custodian a los narcos, los que blindan de trampas los tesoros robados. Es la munición ensangrentada de la mafia. Es el paco y la cocaína que llega a los campos abiertos de los dueños de la pelota. Es la que acribilla a la escuela doctrinaria que enfermó la cabeza de tantos con disparos de consignas y dislates. Es el plomo que desangra el saber en cumbias que portan armas en sus letras analfabetas. Es la bala que acecha y que tantas veces da en el blanco de una sociedad que sube por las mañanas a los colectivos y a los trenes, que insiste en escolarizarse pese a todo, que pretende paz y que camina aún en una fiesta con sus hijos por las calles que pueden ser calles asesinas. Es una bomba de maldad lanzada para dañar y que daña. Que quema a Angelina, a su familia y a todos. Es todos los fuegos el fuego. Es el fuego de la muerte desatenta que dispone a los niños como blanco. Es la munición que perfora la inteligencia y la inocencia de Angelina en ese balazo que violó su nuca cuando todo era una fiesta. Es el atentado nuestro de cada día. Es la llave de los hospitales y de los cementerios. Es la inenarrable tristeza de los padres y de los que la quieren. Es la catarata de las lágrimas. No es un accidente más y es, a la vez, un accidente más, porque aquí se tiran tiros a granel, y se hiere y se mata cada día. ¿Quién apretó el gatillo? ¿Quién es el que al voleo garantiza el horror? Hay dos Argentinas. La de los balazos y la de los cuadernos. La de la muerte como proyecto y la de la vida que asciende la escarpada altura del empeño. La Argentina violenta y la Argentina pacífica. La de la marginalidad concelebrada por la murga de los descerebrados, y la Argentina que busca un destino en el esfuerzo y en la felicidad deseada de los que se quieren. A veces se entrecruzan confusamente esos polos. Y los murgueros de la muerte parecen danzar con los cultores de la vida. Como en una fiesta orgiástica en la que todo da igual. Pero no da igual. Ese es el aprendizaje. No da lo mismo un balazo que unos chicos que esperan a Papá Noel. Ni siquiera llegaron a abrir los regalos tan esperados en la casa de Angelina. Ella y su familia salían a mirar la fiesta en la calle. Y la bala ya partía a la velocidad de la nada. La ponzoña ya incrustaba su nuca para liquidar toda alegría posible. No fue un accidente. Es la voluntad de un homicida. La Argentina homicida frente al país de los médicos que salvan. El matador escondido que en su anonimato mata en la sombra. Y mata a cualquiera. Tirar por tirar. Mata por matar. El cielo personal de Angelina se tiñó de negro. Ella buscaba ver la luz. En Los huesos encantadores, el tremendo libro de la norteamericana Alice Sebold, donde una niña es demolida de la manera más brutal, se lee y es cierto: «Los asesinos no son monstruos, son hombres. Y eso es lo más aterrador ». No hay nada sobrenatural en la alimaña explosiva que se incrustó en la nuca de Angelina. Disparó un ser humano que es, a la vez, un terrorista cuentapropista. El idiotismo moral es el terror. Es un hacedor de pesadillas reales de las cuales nadie se despierta. Es un símbolo, un emblema de los que nos matan. Ya adviene un nuevo año. Nos jugamos a todo o nada. O el sicariato a cielo abierto. O los médicos que salvan. O los que estudian. O los que roban y matan. O los que piensan y tratan de discriminar el bien del mal. O los que definen no pensar y disparar. O los que defienden y salvan. O los que atacan. Son disyunciones excluyentes. Angelina, rodeada por su familia, había caminado hasta un puente para ver las luminarias que se abrían en el cielo por la fiesta. No pudo verlas.«Me quemó», dijo mientras se derrumbaba. El puente argentino tiene dos vértices. Dos salidas antagónicas. Es un puente que tiembla, que vibra. Es una cuerda floja en realidad y caminamos hacia un lado o hacia el otro. En una punta habitan los destructores, los malandras, los perdidos en la noche de la violencia. Y en la otra los que quieren mirar la luz y la vida. No es posible apostar a ambos. No hay neutralidad posible. La resignación de los justos es el viento que empuja a los inocentes hacia el vacío. O luchamos pacíficamente por vivir o nos queman. Pero cuidado con los simuladores. Los tramposos. Los que se disfrazan de benévolos. Los más viles. Los cerdos. Los que se camuflan en una bondad demagógica. Y confunden. Pueden atraparte en cada milímetro de tu vida. Para comerte después. Y es así cada día, y cada noche. En cada calle. En todas partes. Porque el infierno siempre acecha agazapado, cobarde y estúpido. Es eso. O es la vida. Sobre la firma Newsletter Clarín

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