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» Los Andes
Fecha: 27/12/2025 05:58
Los cementerios de Mendoza guardan historias funerarias donde infanticidios y rituales velados revelan una Argentina profunda, dura y contradictoria. Entre crímenes y fiestas fúnebres, la infancia durante el siglo XIX quedó atrapada entre la fe y el castigo social. Hoy es parte de historias funerarias. Los cementerios de Mendoza guardan historias funerarias donde infanticidios y rituales velados revelan una Argentina profunda, dura y contradictoria. Entre tumbas anónimas, expedientes judiciales y crónicas olvidadas, emergen vidas marcadas por la culpa, el miedo social y el silencio, relatos que aún interpelan nuestra memoria colectiva. El 1° del corriente, apareció en la puerta del cementerio del vecino departamento de Guaymallén, encerrado en un pequeño ataúd, el cadáver de un párvulo, el que sin duda había sido depositado allí para que se le diera sepultura. Así comienza la espeluznante crónica que, el 9 de noviembre de 1897, publicó Diario Los Andes. El hallazgo motivó la inmediata intervención de las autoridades. Las pesquisas condujeron hasta Rodeo de la Cruz. Por referencias de una mujer sigue el artículo-, se supo que la joven Serafina Mercado, domiciliada en Rodeo de la Cruz, había desembarazado esos días, desapareciendo misteriosamente el hijo. La policía se presentó en el humilde rancho de la sospechosa. Serafina los recibió impávida y negó haber estado encinta, pero su madre confirmó el embarazo. Tras un careo, emergió la verdad: Mercado reconoció haber dado a luz, aunque afirmó que el niño había nacido muerto y que careciendo de recursos para darle sepultura en el cementerio resolvieron enterrarlo en el fondo de la misma casa. Los agentes hallaron la tumba improvisada del inocente y trasladaron el cuerpo al cementerio. Serafina fue encarcelada, pero dos meses después recuperó la libertad por no haber mérito para condenarla, según dictaminó el juez. Del pequeño por el que comenzó la investigación nada pudo saberse. Hasta hoy, el episodio constituye uno de los misterios que rodean a la vieja necrópolis de Guaymallén. Este caso no fue una excepción. Las muertes de niños en circunstancias similares eran moneda corriente. A fines del siglo XIX, los partos se producían en los hogares, en condiciones precarias, y si la criatura fallecía debía darse aviso a la policía para evitar sospechas. El infanticidio era, sin dudas, una práctica extendida. La sociedad mendocina de la época se regía por parámetros morales estrictos. Los hijos naturales, despectivamente llamados bastardos, carecían de derechos y sus madres quedaban expuestas a todo tipo de injurias y desprecios. En ese contexto, muchos niños no eran bienvenidos al mundo. Entre 1893 y 1903, Diario Los Andes informó sobre al menos quince infanticidios en la provincia. Desde luego, los casos conocidos fueron apenas una parte. Uno de ellos ocurrió en 1895. En octubre, un peón contratado para realizar una huerta familiar en calle General Espejo, entre 25 de Mayo y Perú, descubrió un pequeño cadáver humano enterrado superficialmente. Sorprendido por el fúnebre hallazgo señaló nuestro diario- () dio inmediata cuenta de él a la policía, la que desde luego tomó cartas en el asunto () Se ha podido averiguar que la criatura ha sido enterrada hará unos cuarenta y cinco días aproximadamente. La familia involucrada era de clase alta y el caso terminó siendo sepultado en el silencio. Cuatro años más tarde, en Godoy Cruz, la historia se repitió con protagonistas humildes. Vecinas denunciaron a una joven que había parido sin que se viera a la criatura. La sospecha no tardó en confirmarse con el hallazgo del cadáver de la criatura en cuestión especificó Los Andes, aquél 6 de diciembre-, la cual fue encontrada en un gallinero y encerrada en un cajón. En ocasiones, estas tragedias desencadenaron otras aún más profundas. El 17 de septiembre de 1899, en Las Heras, fue hallado sin vida Eleuterio Iriarte, de 51 años. Todo indicaba que se había ahorcado bajo el parral de su patio. Sus familiares declararon a este diario que se encontraba taciturno e intranquilo, desde días atrás y aquello se debía al hecho de haber estado su esposa María Funes y su hija María Cecilia detenidas en la cárcel, por el delito de infanticidio, cometido en un hijo que esta última. Iriarte se hallaba en Lavalle al momento del parto y, al regresar, se enteró de lo sucedido por boca de sus otros hijos. Los vecinos lo oían llorar sin consuelo. Intentaron animarlo con una serenata, pero nadie salió a recibirlos. Horas después, Eleuterio estaba muerto. La autopsia confirmó el suicidio. El temor al escarnio social tiñó de muerte a toda la familia. Mientras algunos niños eran ocultados o enterrados en secreto, otros eran despedidos mediante rituales que hoy resultan perturbadores. Las tradiciones funerarias del siglo XIX revelan una relación ambigua con la muerte infantil. En amplias regiones de la Argentina, la muerte de un niño no solo era motivo de luto, sino también de celebración. Mariquita Sánchez de Thompson lo recordó con asombro en sus memorias: Pero lo más original era cuando moría un niño. Y explicó: Esto era una fiesta. Lo principal era pensar que era un ángel que se iba al cielo. Estos entierros eran anunciados con repiques y cuetes y los niños se vestían del modo más original. No se podría creer las locuras que se hacían; ya parados, ya sentados; los vestidos de raso más ricos, llenos de alhajas. Era en estos casos que lucían estas alhajas () después que se hacía la ceremonia, en un lado de la Iglesia, lo desnudaban al pobre niño, de todas las cosas de más que le habían puesto. La crueldad podía alcanzar extremos intolerables incluso para sus contemporáneos. Sánchez de Thompson relató un episodio estremecedor: hubo la más divina ocurrencia en una casa donde murieron un niño y un negrito. Vistieron al niño de San Miguel y al negrito como el diablo. La madre lloró, suplicó, pero como era esclava tuvo que callar. Pero alguna buena alma fue a dar parte del hecho y vino una orden de la autoridad para sacar al pobre negrito y enterrarlo como cristiano. Estas despedidas festivas se repitieron durante gran parte del siglo XIX, especialmente en el interior y con mayor frecuencia en el Norte del país, donde perduraron hasta bien entrado el siglo XX. En Tucumán, Faustino Velloso narró en Sintetizando recuerdos escenas tan absurdas como violentas. Recordó el caso del humilde albañil Estratón Lobo, quien durante uno de estos velorios fue atacado por dos hombres ebrios: tomó al angelito (es decir al niño muerto) por los pies, y con este atajaba las cuchilladas de sus atacantes, saliendo heridos él y su inusitada arma defensiva". Bailes, abundante comida, juegos y alcohol formaban parte de estos rituales. Mendoza no fue ajena y, cada tanto, se generaron conflictos debido al consumo excesivo y al clima de descontrol. Con el paso del tiempo, la percepción social cambió. Lo que había sido entendido como un acto de fe y esperanza comenzó a ser condenado como vulgar e irrespetuoso. Hacia fines del siglo XIX, la influencia de la modernidad y la transformación de los valores sociales empujaron estas prácticas hacia el olvido. Sin embargo, recorrer las páginas de Diario Los Andes y las memorias de época nos enfrenta siempre a una Mendoza distinta, atravesada por silencios, dolores y rituales extremos. Los cementerios conservan esas historias funerarias incómodas, perturbadoras que aún hoy, entre tumbas y archivos, siguen susurrando.
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