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Colon » El Entre Rios
Fecha: 16/11/2025 09:30
Los datos sobre la ansiedad en Uruguay Historia. No podía estar sola, en su casa ni en la calle Miedo y preocupación por la ansiedad Todos conectados: ansiedad Testimonio: "Me faltaba el aire; mi hermana se metió conmigo en la ducha" El boom del bienestar en Uruguay Falta de aire, miedo excesivo, insomnio, angustia... Entre medicaciones, terapia y actividades que parecían quedadas en el tiempo, el diario El País de Montevideo publicó, con la firma de Guillermina Uteda, un “retrato coral” sobre el trastorno de ansiedad, cada vez más presente entre jóvenes. Hablan pacientes y médicos.No hay estadísticas que alcancen para reflejar una generación que no puede dormir, que se siente abrumada, que necesita respirar hondo antes de contestar un mensaje. Jóvenes que huyen con ataques de pánico en situaciones sociales, que se despiertan con el corazón galopando, que viven con una pastilla en el bolsillo “por si acaso”. Lo llaman ansiedad, pero es mucho más que eso: es una forma de vivir con miedo, con culpa, con una sobreexigencia constante que carcome por dentro.“Sentía que me iba a morir”, “me faltaba el aire”, “pensaba que estaba loca”. Los testimonios se repiten y encarnan miles de metáforas: “Mi cuerpo se siente como una carrera de caballos”. Algunos empezaron en la adolescencia. Otros, tras la pandemia. Pero la mayoría no recuerdan haber vivido sin ansiedad nunca. Lo cierto es que algo está pasando. Algo que va más allá de lo clínico. Algo que se cuela en nuestros vínculos, en nuestra forma de trabajar, de entender el éxito, de buscar consuelo.Muchos atraviesan esa sensación de vivir al borde. Hablan del ataque de pánico, de la angustia, de la medicación, de la vergüenza, de los mecanismos que cada uno encuentra para sostenerse. Esta no es solo una nota sobre salud mental. Es un retrato generacional hecho de retazos como un puzzle de piezas que encajan como un guante. Un intento por ponerle palabras al ruido interno que no cesa. Al demogorgon que nos está comiendo por dentro: la ansiedad.No solo le pasa a los jóvenes, claro, pero el trastorno de ansiedad está más presente en las nuevas generaciones. Una reciente encuesta de Cifra, publicada en octubre, indica que el 13% admitió sufrir algún problema vinculado a la salud mental, más frecuente en Montevideo, entre las mujeres, los menores de 45 años y los más educados. Otro 13% de los encuestados dijo que otro miembro de su hogar sufre algún problema de salud mental.Por distancia, las enfermedades más mencionadas por los encuestados son la depresión (36%) y la ansiedad (33%). Pero cuando se hila más fino, la depresión es mucho más frecuente en el interior y entre los mayores de 45 años. La ansiedad, mientras, domina ampliamente entre los menores de 45 años y sobre todo en los de menos de 30; allí la mitad de los que dicen sufrir problemas de salud mental menciona este trastorno.Y en el mundo, según datos de la Organización Mundial de la Salud (OMS), el 4,4 % de la población mundial sufre un trastorno de ansiedad (lo que equivale a unos 359 millones de personas) pero cerca del 30% de las personas tendrá ese trastorno en algún momento de su vida.Si hay algo que aparece con mucha fuerza en casi todos los relatos de jóvenes consultados por El País es la pérdida del tabú. Lo que antes era vergüenza, hoy se comparte.—Ya no lo escondo. Hablarlo me alivia. Si lo oculto, le doy poder —dice Florencia.—Con mis amigas lo hablamos: casi todas estamos medicadas, así que nadie juzga —sigue Valentina—. Yo hago chistes sobre el escitalopram como otros hacen sobre la sal. Sacarle dramatismo ayuda a que otros pidan ayuda.La ansiedad no solo golpea hacia adentro. Se filtra en los vínculos, en la productividad.Los especialistas coinciden en que sus efectos no siempre se contabilizan: horas de trabajo perdidas, licencias médicas, bajo rendimiento académico. Pero también está lo que no se mide: el aislamiento social, los vínculos rotos y la distancia, la imposibilidad de disfrutar lo cotidiano, la carrera donde la meta se aleja a medida que corremos. Como un hámster en una ruedita, una carrera sin fin.“La mayoría de quienes consultan describen síntomas cognitivos como la aceleración del flujo de pensamientos, el pensamiento catastrófico o polarizado —es decir, llevar todo a los extremos—, además de distorsiones como creer que preocuparse es útil o que anticipar escenarios negativos protege”, cuenta la psicóloga clínica Federica Martínez. Y los cuerpos hablan porque, en paralelo, aparecen síntomas físicos frecuentes: palpitaciones, dolores en el pecho o en la espalda, bruxismo, insomnio, irritación e hipervigilancia.Como explica la psicóloga Micaela Fraga, “la ansiedad no es solo un fenómeno mental: se manifiesta en el cuerpo y lo desgasta”.—Los domingos eran los peores. Sin rutina, el vacío me aplastaba. Comía de más, o no comía nada. Me dolía la espalda. Me decía a mí misma: no seas pendeja de mierda, ya se te va a pasar. Hasta que entendí que no era un capricho: era una condición —explica Florencia.Para Fraga, lo que antes se naturalizaba como “la vida misma” hoy se nombra como síntoma. “Cansancio excesivo, la sensación de no dar más, angustias desbordantes, síntomas gastrointestinales, desregulaciones hormonales. De todo. Los jóvenes ya no lo callan, lo consultan”, explica. La ansiedad deja de ser un murmullo íntimo y pasa a instalarse como diagnóstico.Dice Valentina:—Lo vivo como un bloqueo mental repentino. Mi cabeza solo imagina el peor escenario posible. Me levanto de madrugada con el corazón acelerado. Y aun así, durante años lo escondí porque no quería que nadie pensara que estaba loca”.Una mujer empezó temiendo que a sus familiares les “pasara algo” y le generaba “mucha ansiedad que no estuviesen todos en casa”, por lo que pedía que siempre alguien se quedara con ella. El caso lo relata el psiquiatra Freddy Pagnussat, ya que llegó a su consultorio. “Al principio esto alcanzaba para tranquilizarla pero luego se sumó que, aun cuando la acompañaran, temía por los que no estaban con ella”, dice el médico. Después pidió que la acompañaran cuando salía a la calle y, en una escalada de ansiedad, ya no estaba cómoda ni en casa ni fuera, ni sola ni acompañada. “Y bueno, tarde, pero llegó a la consulta por estos síntomas”, recuerda el psiquiatra Pagnussat.La psiquiatra Natalia Trenchi dice que la ansiedad es uno de los motivos de consulta más frecuentes y aporta una definición didáctica: en sentido clínico, es una emoción displacentera. “No es inquietud ni impaciencia, como a veces se piensa; es preocupación y miedo. Es nuestro sistema de alarma, frente a una amenaza suena y nos prepara para actuar. Es normal y deseable experimentar ansiedad frente al peligro. Deja de ser normal cuando la alarma se dispara sin motivo o impide la vida cotidiana: el niño que no se queda en un cumpleaños por separarse de sus padres; el adolescente que evita a sus pares por miedo al juicio”.El tratamiento, dice, se adapta a cada caso: psicoeducación a familias, terapia cognitivo-conductual y, si corresponde, apoyo farmacológico. “Es tratable y curable. Vale la pena pedir ayuda”, aconseja.El psiquiatra Alfredo Vares propone un criterio simple para separar lo esperable de lo patológico: la reversibilidad. El organismo tolera picos breves. “Es como la bajada de una montaña rusa”, dice, es divertido porque termina. Pero cuando el estado de inquietud se vuelve permanente y “no dejas nunca de caer”, la ansiedad empieza a enfermar.Vares advierte que no alcanza con tratar a la persona si el entorno sigue siendo hostil: casas caóticas o trabajos abusivos reinstalan el síntoma. De ahí su abordaje complementario: psicoterapia, eventuales fármacos y trabajo sobre el entramado familiar y laboral. Es crítico de apagar el malestar con sustancias recreativas como la marihuana porque instauran una lógica de evitación que debilita los recursos propios. No rechaza los psicofármacos indicados por profesionales: los integra dentro de una estrategia. Para él, disfrutar el camino —con tiempos, límites y frustraciones— es un antídoto frente a la urgencia crónica.El psicólogo Osvaldo Graña suma otro lente: en clínica, la ansiedad se evalúa por cantidad (cuánto invade el pensamiento) y cualidad (cómo se vive). Cuando ambas se desbordan, la respuesta pierde su función protectora: la persona evita escenarios o los enfrenta con tensión creciente, y el círculo se retroalimenta. Un escenario reiterado puede volverse ansiógeno (el ascensor, una reunión, el escenario) y si la exposición es obligada, el cuerpo paga el precio.Distingue abordajes: lo cognitivo-conductual reduce el síntoma para permitir afrontamiento; lo psicoanalítico indaga en las causas; la terapia de desensibilización y reprocesamiento mediante movimientos oculares, más conocida como EMDR por su sigla en inglés, trabaja traumas específicos. Estos tienen una meta en común: la autorregulación y encontrar estrategias más sanas para convivir con el entorno y con uno mismo.Graña dice que, sobre todo en jóvenes, se ve un patrón: posponer exámenes hasta convertir la carrera en imposible. No por desinterés: por imposibilidad de afrontar. Y propone una distinción útil: ansiedad (cognitiva, orientada al futuro, pérdida de control) versus angustia (emoción presente, existencial, opresión en pecho y garganta, sensación de ganas de llorar).El psiquiatra Alexander Lyford-Pike observa que la pandemia acentuó la ansiedad en todos, pero golpeó mucho más a niños y adolescentes, que vieron interrumpida su socialización: “Quedaron suspendidos en un tiempo artificial: sin escuela, sin amigos”.También distingue entre una ansiedad normal que impulsa a actuar y una patológica que anticipa el futuro como amenaza. Si el estado se prolonga, el cerebro “se agota”, y la ansiedad sostenida puede derivar en depresión o en cuadros psicosomáticos.Para Lyford-Pike el criterio terapéutico es el siguiente: los psicofármacos frenan el ciclo; la psicoterapia trabaja los miedos que lo alimentan. “Medicar sin proceso corta el humo, no el fuego”, dice. Además, advierte que la ansiedad puede destapar predisposiciones (ánimo, TOC, paranoides).El psiquiatra Freddy Pagnussat recomienda consultar antes de automedicarse: “Las benzodiacepinas pueden ayudar, pero sin control son peligrosas. La ansiedad no se trata solo con una pastilla”.El psiquiatra Lyford-Pike lee un rasgo de época: “Vivimos un aceleramiento del tiempo histórico. El cerebro, diseñado para amenazas concretas, responde hoy a miles de estímulos simbólicos. Ese exceso de velocidad fabrica ansiedad”.Es que la pandemia aceleró un fenómeno que ya traía la modernidad: la hiperconectividad, la comparación permanente, la precariedad de los vínculos, la insuficiencia como bandera, la autoexigencia como mandato.—Estamos más estimulados que nunca —dice Florencia—. Tenés un Uber en un minuto, un mensaje en segundos, todo inmediato. Pero cuando algo no llega con esa rapidez, ya sentimos frustración.La paradoja es evidente: nunca hubo tantas libertades, posibilidades y acceso a la información, pero esa sobreabundancia genera angustia.—Es como si cada decisión fuera una trampa —explica Silvina—. Podés elegir pero el abanico es tan enorme que cualquier elección se siente equivocada.La socióloga Belén Irigoin propone leer la ansiedad con dos rostros. Uno existencial, primitivo, ligado al instinto de supervivencia: la reacción natural de un cuerpo que se acelera para huir de un león. Y otro social, más reciente y complejo: el mismo estado de alerta, pero ante amenazas simbólicas. La pérdida de un trabajo, una ruptura, un futuro incierto. “El cuerpo no distingue entre un ataque real y uno simbólico”, explica. “Se pone en guardia igual, como si la vida corriera peligro”.Ese desfasaje es el corazón del fenómeno: una emoción básica, necesaria para sobrevivir, que evolucionó para responder a problemas nuevos y abstractos. La ansiedad que antes salvaba vidas, hoy se activa frente al miedo a quedar rezagados, a fracasar, a no estar a la altura de una sociedad hiperconectada y veloz.—No es algo que se vaya. Es convivir con ella. La aprendí a domesticar con respiración y danza —revela Lía—. Pero basta una charla sobre el futuro, un comentario sobre la maternidad o la carrera, y vuelve. Es como si la vida misma fuera un disparador.Irigoin lo vincula a las necesidades humanas en capas: primero la supervivencia, después lo social, finalmente lo existencial. Y es allí, cuando las necesidades básicas están cubiertas, que aparece la pregunta más difícil: ¿cuál es el sentido de todo esto? “Los hombres y mujeres del paleolítico estaban ocupados en mantenerse con vida; no tenían tiempo de preguntarse por el sentido. Hoy tenemos las necesidades básicas cubiertas y todo a un clic de distancia. Pero cuando no encontramos respuestas rápidas a nuestras preguntas más profundas, lo que aparece es la ansiedad”. Y suma un giro inverso: no sólo cómo la sociedad produce ansiedad, sino cómo la ansiedad moldea a la sociedad. “El aislamiento, el ensimismamiento, el correr tras objetivos individuales, nos han hecho cada vez más solos. Y ese círculo vicioso alimenta más ansiedad. Es una bola de nieve gigante, como la pregunta del huevo o la gallina”, reflexiona la socióloga.El primer ataque de pánico de Agustina fue en Halloween de 2020, en plena pandemia. “Habíamos pasado meses encerradas y quisimos salir”, cuenta. “Era una fiesta clandestina, con calor, sin ventanas, todos apretados”. Recuerda haber tomado apenas un trago de fernet, aguado y feo. Hasta que, en un pasillo y atorada entre la gente, sin poder ver la salida ni moverse, empezó a hiperventilar. “Sentí que el aire no entraba, que me faltaba el oxígeno. Empujé gente para salir y vomité en la vereda. Pedí por mi hermana, insistentemente”, dice.Los autos de Uber se iban uno tras otro: nadie quería levantar a una chica llorando y descompuesta. “Pensaban que estaba borracha, pero no. Estaba teniendo un ataque de pánico y no lo sabía. Vomitaba porque me faltaba el aire, estaba ahogándome, no borracha”, asegura. Cuando por fin logró llegar a su casa —no recuerda cómo—, su hermana se metió a la ducha con ella para que reaccionara. “Me agarró como si fuera un bebé y me empezó a mojar. Ahí reaccioné y repetía: ‘Me voy a morir’. Mi hermana les preguntaba a mis amigas qué había tomado, y ellas decían que casi nada. Me preguntaban qué me pasaba, pero yo no podía responder: solo lloraba”.Su hermana, desesperada, llamó a su tío —médico—, que intentó calmarla por altavoz. “Yo le preguntaba si me estaba muriendo, si me iba a morir. Él me decía que no”, recuerda.Desde entonces le pasó solo dos veces más: siempre en fiestas, siempre con mucha gente y calor. “Hay que vivirlo para contarlo. No se lo deseo a nadie”.En el fondo, la ansiedad también es un mensaje. Un grito de freno. “Nos creemos máquinas, pero no lo somos. La ansiedad nos pide parar, volver a lo natural”, dice la socióloga Irigoin. No es casual que cada vez más personas decidan mudarse al campo o abandonar Montevideo para instalarse en Canelones y el área metropolitana.Si la ansiedad es síntoma de la modernidad y del sinsentido, el boom del bienestar aparece como su contracara.Yoga, pilates, meditación, astrología, retiros espirituales, cerámica, crochet, danza, huerta, masa madre... La vuelta a la vida slow. Se multiplicaron los espacios que ofrecen calma en medio del ruido. Una búsqueda de silencio en una época que no se calla nunca.“El ejercicio físico en general hace que liberes endorfinas, disminuye los niveles de cortisol, te ayuda a estar en ese momento”, explica Florencia Gibelli, profesora de yoga. Y después agrega: “Mejora la autoestima, vos sentís que podés. El yoga, bien entendido, es todavía más profundo: las técnicas de respiración favorecen la calma, moverte de forma consciente, meditar… todo eso te devuelve a vos mismo”.—Empecé a hacer crochet y me ayudó tanto como el deporte —cuenta Florencia—. Usar las manos, volver a lo manual, me dio un lugar donde descansar.Más allá de los estudios científicos, los testimonios coinciden en que lo manual y lo corporal funcionan como refugio. De hecho, hay psicólogos que aconsejan a sus pacientes hacer cerámica, pintura u otras actividades recreativas artesanales.En los talleres de cerámica aparece el contacto con la tierra, el ritmo lento, el silencio compartido. El barro tiene sus propias leyes: si estás ansioso, la pieza se resquebraja. Obliga a bajar un cambio. Como una metáfora de la vida, pide paciencia, cuidado, repetición.Martina Palomeque dirige un taller de cerámica donde, dice, la gente no busca solo desconectarse, sino volver a conectar. “Pasa mucho que vienen a tocar el barro y terminan conectando con el presente”, cuenta. “Se sorprenden de la creatividad que tienen, porque vivimos tan metidos en la pantalla que olvidamos crear con las manos”. Desde la pandemia, nota un cambio: cada vez más personas buscan espacios íntimos, lentos, donde poder calmarse. “En el taller no hay límites: desde una hormiga hasta una casa, todo se puede crear. Y en esa libertad se calma algo adentro”.Así las cosas, frente a un modelo que impone velocidad y productividad, proliferan prácticas que rescatan lo sensorial, lo comunitario. ¿Son modas pasajeras o nuevas formas de sostenerse? Para muchos, no importa.En un mundo de “cómprelo ya”, que impone urgencias artificiales y fabrica frustración, la pausa consciente —respirar, esperar, deliberar— es un acto de resistencia cultural. Cuando esa pausa se pierde, la ansiedad se vuelve automática. Y en trabajos de alta exposición (docencia, salud, emergencias), ese ritmo deriva en burnout: un desgaste ansioso que “quema por dentro”.
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