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  • La leyenda del “Robin Hood argentino”: sus amores, los amigos que lo traicionaron y su tumba convertida en santuario

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 11/11/2025 04:35

    Juan Bautista Bairoletto, el legendario “Robin Hood pampeano”, figura emblemática del bandolerismo argentino del siglo XX El momento final llegó con el estruendo de un disparo. Era la madrugada del 14 de septiembre de 1941 en Colonia San Pedro del Atuel, Mendoza. Afuera, la policía rodeaba un rancho de adobe. Adentro, un hombre agotado sabía que ya no habría huida posible. Tomó su arma y apuntó hacia sí mismo. Cuando entraron, lo hallaron tendido, aún con el revólver en la mano. Juan Bautista Bairoletto había cumplido su promesa: no dejarse atrapar para que la policía lo matara. “En su ley, de acuerdo con su propia vida, cayó esta madrugada, frente a una nutrida comisión policial, el bandolero con ribetes románticos, quizás el último de su clase. En un rancho donde había establecido su guarida en unos campos de San Pedro de Atuel, departamento de General Alvear, tuvo un encuentro con la policía”, rezaba el parte policial que difundió la agencia Noticias Argentinas el mismo día de su asesinato. Así terminaba la historia del último bandido rural, y comenzaba la leyenda del Robin Hood argentino. Una vida de fugas, amores, lealtades y rebeldía que nació entre los algarrobos de la llanura santafesina y creció bajo el sol de La Pampa; y se perpetúa en un rincón escondido de Mendoza, donde un altar lo venera como santo pagano. Juan Bautista Bairoletto se convirtió en un mito popular El origen de un rebelde Juan Bautista Vairoletto terminó con un prontuario con otros apellidos: Bairoletto, Viruletto y Firuletto; y con los nombres José Ortega, José Suárez, Marcelino Sánchez o Ruiz y Martín Miranda. Contó un familiar directo que Bairoletto, con B, fue acuñado por la prensa de la época porque el bandido más buscado tenía tatuadas las iniciales J.B, y así pasó a la posteridad. Nació el 11 de noviembre de 1894, en Colonia Los Algarrobos, cerca de Carlos Pellegrini, Santa Fe. Hijo de inmigrantes italianos —Victorio Bairoletto y Teresa Bondino— fue el segundo de seis hermanos. Sus primeros años transcurrieron en la Argentina presidida por Luis Sáenz Peña y José Evaristo Uriburu, en medio de las consecuencias de la grave crisis económica que comenzó en 1890 y alteró la vida cotidiana de amplios sectores populares; y que en su vida se tradujo en el trabajo y el hambre: a los diez años dejó la escuela para sumarse a la siembra de trigo, en un país que se alambraba a golpes de pala y fusil. La situación era especialmente difícil para las familias campesinas y de inmigrantes, obligadas a lidiar con la precariedad y la falta de oportunidades. En la región pampeana, la expansión de la frontera agrícola impulsaba grandes cambios: aumentaban los alambrados, se multiplicaba la producción de trigo y se consolidaba el modelo agroexportador. Sin embargo, estas transformaciones se realizaban bajo duras condiciones laborales. El trabajo infantil era habitual y muchos niños, como Juan Bautista, abandonaban la escuela para colaborar en las tareas del campo, empujados por la necesidad, en un entorno marcado por el esfuerzo y la supervivencia. Cuando su madre murió, en 1907, el niño se hizo adulto. Fue changarín, mozo, alambrador y comerciante. Vestía a lo gaucho, camisa negra y pañuelo blanco; tenía ojos claros, sonrisa fácil y con el tiempo cobró fama de mujeriego. Nadie imaginaba que aquel joven de campo se convertiría en uno de los nombres más temidos —y venerados a la vez— de la Argentina profunda. Bairoletto en sus años de soldado conscripto del Regimiento 2 de Caballería, en Ciudadela (Provincia de Buenos Aires) En 1915 cumplió el servicio militar obligatorio como soldado conscripto en el Regimiento 2 de Lanceros, también conocido como Regimiento 2 de Caballería, con asiento en Ciudadela, provincia de Buenos Aires. Allí recibió instrucción en tácticas de caballería, manejo de armas y disciplina militar, conocimientos que más tarde influirían en su vida. Este regimiento formaba parte de la estructura del Ejército Argentino y se especializaba en operaciones de caballería. Pero, su vida dio un giro en 1919, cuando un episodio inesperado ocurrido en la localidad de Eduardo Castex, La Pampa, cambió su suerte. Bairoletto, de 24 años, se había enamorado de Dora, una prostituta del prostíbulo local. El comisario Elías “el Turco” Farach también la pretendía. Los celos del policía se transformaron en persecución y arrestó a Bairoletto sin causa, lo torturó y lo amenazó de muerte si volvía a verla. Días después, Bairoletto regresó y con una saña desconocida buscó al Turco. Lo encontró el 4 de noviembre de ese año. Hubo pelea, insultos y un golpe en la nuca. Bairoletto cayó al suelo, sacó su arma y disparó. El comisario cayó muerto. Ese disparo fue el punto de no retorno y, desde entonces, su nombre se volvió sinónimo de fuga, de rebeldía y de admiración. La policía lo persiguió, los diarios publicaron su retrato y el pueblo comenzó a hablar de él con una mezcla de miedo y admiración. Algunos lo escondían en sus casas, otros lo delataban. Cinco meses después decidió entregarse, bajo promesa de juicio justo y el pedido de que no lo mataran. Estuvo un año preso en Santa Rosa y fue absuelto por haber actuado en defensa propia. Pero el hombre que salió de la cárcel ya no era el mismo. Había conocido la injusticia de cerca y nunca más volvería a confiar en alguien. La policía de La Pampa siempre lo tuvo en la mira. Estaba seguro de que no lo buscaban para encerrarlo, sino para matarlo El Robin Hood de las Pampas En libertad, Bairoletto intentó rehacer su vida en Castex, pero el pueblo lo miraba con desconfianza porque ya no sabían frente a quién estaban. Al salir, lo primero que hizo fue buscar a su amada, pero Dora ya estaba en pareja con otro hombre. Con el corazón roto, decidió irse para siempre y desde ese momento, el campo se convirtió en su escondite y escenario. Robaba a los ricos para ayudar a los pobres, decían unos. Otros aseguraban que se aprovechaba de las familias pobres porque al esconderlo lo ayudaban a sobrevivir. Lo cierto es que en los pueblos pampeanos, donde la ley solía responder a los patrones, Bairoletto comenzó a encarnar una idea de justicia que el Estado negaba a los obreros explotados. Se decía que les devolvía lo que los usureros les quitaban en las horas de trabajo de sol a sol, que ayudaba a los peones a pagar sus deudas, que regalaba caballos a los niños para que pudieran llegar a la escuela. En los fogones se cantaban coplas con su nombre mientras en los despachos oficiales, se lo nombraba como “enemigo público”. Su figura empezó a confundirse y compararse con la de otros bandidos rurales —Mate Cosido, Isidro Velázquez— y, según algunas versiones, llegó a colaborar con ellos en el robo a La Forestal, el emporio maderero símbolo del abuso patronal. Para ese atraco, su mito lo había convertido en un grande: le decían el Robin Hood de las Pampas, el bandido imposible de atrapar. Su esposa, Telma Ceballos, y sus dos hijas pequeñas. Cuando se enteró de que iba a ser padre, se alejó de las actividades delictivas A fines de los años treinta, Bairoletto quiso dejar atrás la vida de prófugo, lo que tomó forma cuando en Mendoza conoció a Telma Ceballos, hija de campesinos sanluiseños, y se enamoró perdidamente de ella. Juntos se instalaron en Colonia San Pedro del Atuel, donde él adoptó el nombre falso de Francisco Bravo. Se había convertido en un trabajador de la tierra, sembraba tomate y trigo, cuidaba de sus hijas Juana, nacida en 1939, y Elsa, de 1940. Por un tiempo, la vida en familia fue su calma y refugio. Hasta que la traición lo alcanzó. Aunque él estaba tranquilo, la cabeza de Bairoletto era un trofeo que seguía siendo buscado. Un viejo compañero, Vicente “el Ñato” Gascón, fue arrestado y torturado. Para salvar su pellejo, el detenido accedió al pedido de la policía: develó el paradero de Bairoletto. Antes del amanecer del 14 de septiembre de 1941, decenas de agentes de Mendoza y La Pampa rodearon el rancho. Adentro, Bairoletto entendió que el cerco estaba cerrado y que no tenía escapatoria. Afuera, los uniformes gritaban su nombre y le pedían que saliera. Prometían no hacerle daño. Adentro, el último bandido rural eligió su destino: un disparo seco en su cabeza, la libertad final. Telma Ceballos y León Gieco en el altar en honor a Bairoletto La muerte y la resurrección del mito “Maté cuatro veces, y las cuatro por necesidad. Cuando me presenté ante la Justicia, demostré mi inocencia en muchos de los crímenes que me atribuyen”, declaró Bairoletto en 1939 a un periodista del diario El Sud, de San Rafael. Deseaba que aquel cronista escribiera un libro sobre su vida y obtener un porcentaje de las ventas, aunque se cree que, en el fondo, su verdadera intención era asegurarle una vida tranquila a su esposa y a sus dos hijas. Durante mucho tiempo, la policía local contó que balearon el rancho y que mataron a Bairoletto. Pero, en 2003, la propia Telma, su mujer, contó lo que pasó allí dentro. “Estaba aclarando cuando llegaron los policías con ametralladoras. A un pobre peón que dio la alerta lo voltearon de un cachazo. Juan corrió con su pistola hasta la puerta y me gritó: ‘¡Cuidá a las lechucitas (hijas) y vos no te movás!’. Le pegó un tiro por las costillas al comisario Paeta y después retrocedió recostado sobre la pared. Se llevó el revólver a la mejilla derecha y disparó. Fue cayendo de a poco". Negó la versión oficial que dio mérito a la policía, que se atribuyó la muerte de uno de los bandidos más buscados: “La Policía no lo mató; él se pegó un tiro en la cara. Cuando lo vieron en el suelo corrieron y lo balearon, pero ya estaba muerto. La autopsia confirmó que la bala mortal fue en la cara, que le destrozó la cabeza. Los policías tiraron y perforaron el rancho por todos lados para simular que hubo un gran tiroteo. Tenía 47 años al momento de su muerte. Medía 1,68 metros, era delgado, rubio, con orejas grandes y apantalladas y ojos verdes. Miraba con desconfianza y al hablar se le notaba un acento italiano heredado de sus padres. Le gustaban los naipes”. Bandidos Rurales. León Gieco (2001) El hombre fue velado en la Biblioteca Popular Sarmiento de General Alvear. Campesinos, obreros y anarquistas lo despidieron como a un héroe. No fue un funeral: fue una consagración a su persona. Su tumba, aún hoy en el cementerio de General Alvear, se convirtió en un santuario popular. Allí, flores, estampitas, cintas rojas y cartas se amontonan con pedidos de salud, trabajo o protección. Para muchos, Bairoletto se volvió un santo pagano, protector de los pobres y los perseguidos. Su figura trascendió el tiempo y la geografía: inspiró películas —como Vairoleto, la aventura de un rebelde (1985), protagonizada por Arturo Bonín—, documentales, bares, vinos y canciones. Y fue León Gieco quien lo devolvió definitivamente al pueblo con su tema Bandidos rurales, donde su nombre resuena junto al de otros rebeldes criollos. “Jinetes rebeldes por vientos salvajes… difícil de atraparles/ Igual que alambrar estrellas en tierra de nadie”, dice el tema que da nombre al disco de 2001. Juan Bautista Bairoletto murió en su ley. Su figura sigue caminando entre dos versiones: la del criminal sanguinario y la del justiciero del campo. Quizás la verdad esté en ese espacio incierto donde la miseria y la dignidad se confunden, donde el coraje se vuelve delito y la rebeldía, memoria.

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