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» Misionesparatodos
Fecha: 09/11/2025 11:00
Jorge narra la inesperada llegada de Lynda a su escuela nocturna de la ciudad de Rosario, a mediados de la década del noventa. A los 44 años, recuerda momentos inolvidables de aquel romance que se inició con un desafío y un beso robado que terminó en “chape”. Cómo la vida los llevó a que los sentimientos resurgieran después de muchas tempestades personales La semilla de esta historia de amor quedó plantada en la intensa época en la que se empieza a vivir con el corazón en la mano: el secundario. Una vez más en esta sección, es un hombre el que se acerca a relatarla: Jorge, 44 años y empleado de una metalúrgica. Es curioso descubrir cuán románticos pueden ser. Una mosca blanca en el nocturno Jorge arranca, en presente histórico, diciendo: “Estamos en 1996. Segundo año de una secundaria nocturna cualquiera. De un lado, mis amigos: todos medio atorrantes. Ese curso era un zoológico, sí, pero entre la fauna apareció algo distinto. Dos chicas: una tímida; la otra, protagonista de esta historia. Ella, Lynda, era un contraste viviente. Alta, transparente de blanca, muy rubia, con unos ojos tan grises que parecían nublados. Provenía de Europa. El resto, yo incluido, éramos todos locales oscuros, de barrio sin vereda. Era el más chico del grupo: flaco, jetón, el que tira la piedra y esconde la mano. El típico pícaro que nunca hacía nada malo. Lynda, en cambio, había estudiado antes en un colegio alemán y era de conducta intachable, impoluta. ¡Estaba totalmente fuera de foco en esa foto de la secundaria! Con su mundo de orden y excelencia le sobraba para ser abanderada vitalicia en el caos”. Lynda, aclaremos, es hoy una mujer de 44 años. Es empleada de un establecimiento de salud y, si bien es residente argentina, tiene dos nacionalidades: suiza y alemana. Por aquel entonces había caído por casualidad en esa escuela nocturna de la ciudad de Rosario. Su madre la había traído desde Berna, Suiza, luego del divorcio y, por distracción, no la había matriculado en ningún colegio. Sobre la fecha la anotó en esa escuela nocturna donde se topó con Jorge. Volviendo al encuentro de los adolescentes resulta que un día, para un trabajo práctico “el destino la empujó a mezclarse con nosotros. En medio de una discusión sobre historia, Ella no recordaba quién estaba siempre en guerra con Atenas. Entre todas las voces, dije alto: “Esparta”. Esa palabra fue como la llave. Me sumó una ficha. Me abrió una puerta. Yo, a esa edad, ya había cruzado ciertos umbrales. Ella, en cambio, tenía sus valores como murallas bien plantadas. Como siempre me hacía el gracioso, una noche delante de todos me desafió: “Si sos tan vivo, te espero a la salida en …., noveno B”. Ni idea cómo pude recordar su dirección. A la salida, despaché a mis amigos y me fui a verla. Estaba regalado. Me atendió, yo estaba muy sorprendido. Subimos. Justo su mamá no estaba. Hablamos mucho y con el verso de “cerrá los ojos y pedí un deseo”, le robé el primer beso. Para ella era su primer chape. Llegamos hasta el arco, pero al momento de meter el gol, se plantó con firmeza. Todo bien. Seguimos hablando y volvimos a chapar. Pero su límite era claro. Como todo salame de época, no la entendí. No hice una escena, pero por dentro me enojé un poco. No entendía que ella no era como las amigas que yo estaba acostumbrado. No cedía. Era distinta”. Del polo norte a la friendzone “Después de aquel beso y aquel límite tajante, volvimos al Polo Norte. Hubo un año entero de distancia. Me mantuve frío aunque ella intentó acercarse en varias ocasiones. Yo nada. Hasta que, con su amiga, usaron la vieja técnica de inventar que tenía un novio… Eso funcionó, caí al toque. Enseguida, desesperado, le volví a hablar. Para ese entonces, yo ya andaba saliendo con alguien. Con ese alguien a veces íbamos bien, a veces mal y otras muy mal. Con Lynda volvimos a probar empezar a vernos. Pero una y otra vez, sus permisos llegaban hasta la hebilla del cinturón. Inquebrantable. Un día ella decidió jugarse y me fue a buscar a mi casa con la mala suerte de que al llegar me enganchó en la puerta… ¡y yo estaba con “mi alguien”! Su mundo se vino abajo”, enhebra su pasado Jorge con mucho humor, “Yo era un tipo con una buena pizca de egoísmo; ella era muchísimo mejor persona y no se alejó del todo. Por esos años inventamos la friendzone. Un lugar sin nombre, pero con reglas tácitas. Un limbo entre el deseo y el cariño. Entre lo que pudo ser y lo que no fue”. “Así llegamos casi al fin de la secundaria. En cuarto año un día me dio una sorpresa: me dijo que se volvía a Europa con su papá. ¡No llegamos ni a graduarnos juntos! Se volvió a Suiza porque quería terminar el secundario allá y, luego, estudiar medicina. Pero resultó que en Suiza se le complicó y no pudo hacer el último año de colegio y, por ende, tampoco la carrera de medicina. Se quedó unos meses más trabajando y volvió a la Argentina para rendir libre quinto y terminar el secundario”. Regreso sin gloria “En ese viaje a Rosario conoció a un chico con el que venía chateando a la distancia desde hacía tiempo. Se pusieron de novios y se terminó volviendo a Suiza con él. En Europa se casaron. Ella trabajaba en una clínica. Al tiempo ellos se dejaron de elegir como pareja y ya separados, ella se empezó a sentir muy sola. Decidió que quería volver a la Argentina porque extrañaba la forma que tenemos de relacionarnos. Así fue que durante diez años, cada vez que ella volvía a Rosario, me la encontraba. En mi trabajo, en la calle, en el kiosco de la vuelta de una casa... Nos teníamos en Facebook y siempre sabíamos algo el uno del otro. Siempre seguíamos en nuestra friendzone, verla era un motivo de alegría profunda. Fue estando acá que conoció a otro joven con quien tuvo un hijo que hoy tiene 9 años. Parecía estar bien, trabajaba y viajaban mucho”, cuenta Jorge, “Mientras tanto, yo con mi alguien seguía yendo y viniendo. Ya tenía dos hijos y me había separado tantas veces como las que me había vuelto a arreglar. Era una relación imposible. Igual, en ese tiempo, me casé. Y por supuesto que invité a Lynda a mi casamiento con su marido y con su hijo”. Lynda eligió regresar a la Argentina porque extrañaba el modo de relacionarse de su gente “Un día, como si el destino se hubiera acordado de nosotros, me llegó un mensaje de ella: “Negro, ¿tomamos un café?”. “Obvio”, respondí. Y partí a verla. Ella se acababa de separar. Su pareja le había jugado muy feo. Y, de entre todas sus amistades, entendió que la única persona que podía entenderla en ese momento era yo. Siempre fui el amigo que no juzga. ¡Después le tuve que jurar a mucha gente que todos mis consejos fueron solo para ayudarla a salvar su matrimonio!”, se ríe Jorge, “Lo cierto es que él le prometía que si volvían, le bajaba la luna. Ella venía emocionada, me contaba y yo le aconsejaba: ‘primero que te diga cómo piensa bajarla’. Después hablamos. Ahora ella estaba coacheada por alguien que tenía tanta calle como él. No podía engañarla porque yo lo pescaba. Al final, Lynda se separó cuando su hijo cumplió los 2 años”. De tormentas propias al oasis final “Al poco tiempo, el que empezó a tener problemas insalvables de pareja fui yo. Pero consideré que no podía trasladarle mis tormentas a ella que ya atravesaba las propias. Así que opté por alejarme porque primero tenía que ordenar mi caos existencial. Mis conflictos, lejos de solucionarse, empeoraron. Nada era sostenible en mi matrimonio. El clima era pésimo”, confiesa Jorge, “Al notar mi misteriosa desaparición, Lynda se preocupó. Un día se encontró por casualidad con mi madre que fue quien le contó que yo estaba separado. Lynda se indignó porque yo no le había dicho nada. Me escribió y fuimos a tomar un café. Esta vez para contarle de mis propios naufragios. Ese café era instantáneo, hecho en microondas, sin batir. Pero juro que fue el café más rico y acogedor del mundo. Después de desahogarme, vino el abrazo. El abrazo se hizo interminable. En los brazos del otro nos sentimos más seguros que nunca. El sentimiento resurgió. Era inevitable. Sin que pasara nada más que eso, empezaron los cafés, cada vez más seguidos. Las charlas. Las confesiones. Los desahogos. Y sí ¡el primer beso adulto! Lynda me confesó que no solo había sido su primer beso sino el mejor de su vida. No nos separamos nunca más. Ya van siete años desde aquel día del segundo beso. Tuvimos que aguantar los desplantes de su ex y los embates de mi ex. Después los de ambos, porque nuestros ex se hicieron amigos. Y otras mil cosas que ocurrieron en el medio, pero que no vale la pena ni contar. Ya pasaron”. El próximo verano argentino Lynda y Jorge tienen pensado viajar a Europa para visitar a los padres de ella: al papá que vive en Suiza y a la mamá que ahora está radicada en Fuerteventura, España. Lynda y Jorge con su familia ensamblada: el hijo de él de 23 y el de ella, de 9 Para terminar relata con una emoción que no puede disimular: “Acá estamos los cuatro. Viviendo juntos con nuestra familia ensamblada, con mi hijo mayor Santiago de 23 y su único hijo de 9. Siendo felices con lo que toca y pensando en casarnos. Pensando en nosotros. A veces, los sueños se cumplen. Ella, de chica, soñaba conmigo. De grande, soñaba con una familia. Yo por mi parte, angustiado por una vida gris, soñaba con que se despejara el clima y algún día poder ser feliz. Los sueños se nos cumplieron a los dos. Sin temor a equivocarme puedo decir que aprendí que el amor verdadero no se pierde, en muchos casos ¡se espera!”. Por Carolina Balbiani-Infobae
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