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  • Alejandro González Iñárritu, en Gijón, antes de su encuentro con la fotógrafa Graciela Iturbide: “No creo en la perfección; lo que me interesa es el rigor”

    » Diario Cordoba

    Fecha: 23/10/2025 00:35

    Alejandro González Iñarritu (Ciudad de México, 1963) vive un doble reencuentro. El director mexicano, autor de películas multipremiadas y multielogiadas como "Amores perros", "Babel", "Birdman" o "El renacido", conversa con LA NUEVA ESPAÑA horas antes de su encuentro con la fotógrafa Graciela Iturbide en el teatro Jovellanos de Gijón. La premio "Princesa de Asturiads" de las Artes colaboró en su día en un proyecto surgido al color y calor de "Babel", y Asturias es tierra querida para el director de "21 gramos": su esposa, María Eladia Hagerman, es descendiente de asturianos. "Vinimos hace muchos años, casi recién casados, a pasar unos días. Fue una estancia muy bonita. Además, el abuelo de mi esposa era asturiano, de Pinzales, así que hay una historia familiar que me une a esta tierra". Y además, "en México toda mi vida estuve ligado al club asturiano. Como sabes, hay una colonia asturiana muy grande allá, enorme, y existen tres clubes asturianos. Yo pertenecía a uno de ellos, en Tlalpan, y jugaba fútbol en un equipo que se llamaba El Principado. Ese era mi equipo. Siempre ha existido una relación muy cercana entre los mexicanos y Asturias". —Graciela Iturbide en primer plano. —Es ya una leyenda, una artista extraordinaria. Tuve el privilegio de trabajar con ella en Babel, y fue una experiencia maravillosa. Su mirada tiene una sensibilidad única, una manera de capturar el alma de las personas y los lugares que me resulta profundamente inspiradora. —¿Qué es lo que más le atrae de la fotografía como arte? —Creo que hay una gran diferencia entre la fotografía y el arte visual del cine. En el cine, la imagen está en movimiento; como decía Tarkovski, el cine esculpe el tiempo. En cambio, la fotografía tiene la virtud de suspenderlo, de congelar un instante irrepetible. Esa capacidad de atrapar la vida en un solo momento me parece un talento inmenso. La fotografía, más que una narración, es como una poesía visual, y siempre ha sido muy inspiradora para mí. He aprendido mucho observando el trabajo de grandes fotógrafos, porque la forma en que miran el mundo termina influyendo, inevitablemente, en la manera en que uno encuadra, ilumina o respira sus propias imágenes en el cine. —Tarkovski decía que los artistas existen porque el mundo no es perfecto. ¿Siente estar de alguna manera contribuyendo a hacerlo menos imperfecto? —No sé si tengo esa intención. La perfección es algo muy subjetivo: cada quien tiene una idea distinta de lo que eso significa. Personalmente, no creo en la perfección; me parece una ilusión, y además una obsesión que puede resultar aburrida. Lo que sí me interesa es el rigor. No la perfección, sino hacer las cosas con el máximo rigor posible, con compromiso y con entrega. En la naturaleza nada es perfecto, y precisamente ahí está su belleza. Las imperfecciones son las que le dan sabor, textura y vida a las cosas. Así que no busco lo perfecto, sino lo verdadero, lo que tiene sentido y coherencia dentro de su propia imperfección. —Siempre se ha definido como un guerrero del cine. ¿Sigue teniendo las mismas fuerzas que hace treinta años para esa batalla? —No, para nada. La verdad es que no. El que hizo Amores perros hace 25 años es alguien que conozco, pero ya no existe de esa manera. Con el tiempo uno cambia: vas moderando tus esfuerzos, aprendiendo a usar mejor tu energía, con más sabiduría y menos impulso físico. Hacer películas como Amores perros o Babel requiere una enorme fuerza física. Es un trabajo muy exigente, una especie de guerra, en muchos sentidos. Y sí, la guerra sigue, pero las batallas ahora son diferentes. Antes eran más físicas; hoy son más internas, más emocionales, más ligadas a la paciencia y a la resistencia mental. —Si pudiera volver atrás, ¿cambiaría algo de esas guerras? Por ejemplo, ¿haría Birdman de una manera más sencilla, sin esa complicación técnica del plano secuencia? —Lo que pasa es que uno hace lo que puede en el momento en que lo hace. En ese instante pones todo lo que tienes: el corazón, las entrañas, la energía. Yo trato de hacer cine desde la entraña, no tanto desde el intelecto. Cuando estás filmando, todo sucede en un momento determinado que no se repetirá. No se trata de capturar una sola imagen, como en la fotografía, sino una secuencia, una emoción en movimiento Las películas son siempre una guerra entre lo que tienes a la mano y lo que imaginas. El equilibrio entre lo que la realidad te da y lo que tú aportas desde tu mirada es una batalla constante. No se controla del todo; simplemente estás ahí, poniendo el corazón y las entrañas, intentando hacerlo lo mejor posible. —Ha dicho alguna vez que vive por ciclos, y que cuando algo deja de emocionarle, sale de ese ciclo. ¿En qué etapa se encuentra ahora? —Ahora me interesa menos el drama, sinceramente. Tenemos demasiado drama en la vida diaria: hay una sobreabundancia de dolor, de tragedia humana, de sufrimiento. Y eso ya no me atrae tanto. Me interesa más observar la naturaleza humana desde lo absurdo, desde esa obsesión que tenemos por controlar las cosas, por intentar que suceda lo que no puede suceder. Hay un gran elemento trágico en esa necesidad de control, y la tragedia, al final, está muy ligada a la comedia. Por eso ahora me gusta reírme un poco de esa tragedia, que es, de hecho, la única manera que encuentro de sobrevivir a ella. —Porque a veces la comedia expresa mejor que el drama los temas más serios, ¿no? —Exactamente. Se suele pensar que los grandes temas —la vida, la muerte, la pérdida— solo pueden contarse desde el drama, pero muchas veces la comedia los revela mejor. Creo que eso tiene que ver también con la edad. Con el tiempo uno gana perspectiva y se da cuenta de lo ridículos que somos los seres humanos: bípedos parlantes, frágiles, intentando darle sentido a lo que no lo tiene. La comedia me permite mirar esa fragilidad con distancia y ternura, sin perder la profundidad que hay en ella. —Su próxima película, con Tom Cruise, ¿va por ahí? —Es una comedia salvaje de proporciones catastróficas. no puedo decir más. —¿La IA le preocupa como artista? —Me preocupa porque puede llevar a una desconexión emocional entre los creadores y su audiencia, s una intimidad artificial. No es un humano, son algoritmos de ceros y unos. —¿Qué es más complicado: ser padre (tiene dos hijos) o ser director de cine? —Sin duda, ser padre. No hay comparación posible. Ser padre es la aventura más grande, más compleja y más profunda que existe. Todas mis películas, de una u otra forma, hablan de eso: de la relación entre padres e hijos. Todos somos hijos de alguien, y algunos, además, somos padres. Esa doble condición crea un espejo existencial muy potente: hacia arriba y hacia abajo, hacia nuestros padres y hacia nuestros hijos. Y los hijos, en realidad, son los grandes maestros de uno mismo. Aprendes más de ellos que de cualquier película. El cine te enseña a mirar el mundo; los hijos te enseñan a entenderlo. —La película 21 gramos encierra un dolor muy profundo. ¿Es consciente de que algunas de sus películas provocan zozobra en el espectador? —Sí, lo entiendo perfectamente. Pero creo que uno hace lo que puede con lo que tiene en el corazón en ese momento. Cuando hice 21 gramos, estaba pasando por una etapa muy dura. En 1996 perdimos a un hijo, Luciano, y esa sensación de pérdida me marcó profundamente. Durante años estuve intentando entender ese dolor, darle algún tipo de sentido. Esa experiencia inevitablemente se coló en mis películas. El cine, para mí, fue una manera de procesarlo, de hacer catarsis, de exorcizar algo que de otra forma habría quedado encerrado. Incluso en Bardo, mi última película, ese tema sigue presente, porque la pérdida de un hijo no desaparece. Es algo que te acompaña toda la vida, que se transforma, pero nunca se va. Y si tienes la posibilidad de convertir ese dolor en arte, de compartirlo con otros, quizá logres que deje de doler tanto. La vida son las pérdidas que sufrimos. Desde que nacemos hasta que morimos, estamos perdiendo. La inocencia, el cabello, los dientes, la salud, y finalmente la vida. Se trata de lidiar con eso, transformar el dolo como manera de permanecer conectado con las cosas. Así funciona la naturaleza. La flor crece y florece, luego se seca y muere, y renace. Es una ley constante de la vida. —El precio a pagar por la belleza, ¿tal vez? —La belleza nace en las heridas. La herida crea un vacío e impulsa a seguir. Ahí buscamos refugio, transformación, renovación, crecimiento y comprensión. Observar estas heridas con luz y humor es una manera de sanar.

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