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Parana » Campo En Accion
Fecha: 18/10/2025 05:17
Antes del túnel, antes del silencio, antes de que el puerto se volviera una serena postal, hubo un boliche. No uno cualquiera: La Peña, el almacén de los Yelpo, el corazón de una esquina que palpitaba al ritmo de las balsas, los estibadores y las libretas de fiado. El puerto de Paraná era otro entonces. Las calles de tierra, el humo de los barcos a paleta, los mateos esperando en las plazoletas, el pito del Ministerio de Obras Públicas marcando el mediodía. La vida de la ciudad se organizaba en torno al río, y cada bar, cada despensa, era una extensión del muelle: lugar de paso, de encuentro y de historias. Entre 1924 y 1934, según las viejas fotos tomadas desde el morro, se levantó el salón de ventas que aún hoy sobrevive. Primero fue obra de una familia judía, luego de sus hijos, y a mediados de los años cincuenta pasó a manos de don Luis Avendaño. En los sesenta llegó un tío de los Yelpo, y desde entonces el boliche se convirtió en refugio y escenario de la vida portuaria. Carlos Yelpo padre —quien falleció en 2019— fue quien lo sostuvo con trabajo y palabra. “La casa la adquirí trabajando”, decía en una entrevista de 2013, con motivo del bicentenario de Paraná. Su padre había sido estibador, y él heredó no solo la despensa sino también el paisaje entero: los barcos, los talleres navales, los bares, las agencias marítimas. Todo eso era el puerto. El corazón del barrio Aurelia Gladys, su compañera de toda la vida, guarda infinitos recuerdos que salen de su memoria como si fueran esos paquetes bien ordenados en una vitrina centenaria que, junto con el mostrador, son el sello añejo del boliche. —Venían a tomar la copa, a conversar de los partidos, a mirar televisión —cuenta—. Se tomaba Amargo Obrero, Lucera, Caña Palanca, Mariposa. La picada arrancaba a media mañana: queso fresco, salamín picado grueso, pan casero tibio. La Peña era punto de encuentro. Municipales, obreros del ministerio, vecinos del barrio. A las once sonaba el pito del Ministerio y la gente se desparramaba por los bares: La Querencia, lo de Saboldelli, el bar de Pai. Todos llenos de voces, de brindis y de humo. El mismo mostrador de madera, hoy gastado por el paso del tiempo, tenía detrás estanterías repletas de botellas color ámbar, etiquetas rojas y verdes, latas de galletitas surtidas y frascos de aceitunas. El aire del barrio olía -nos imaginamos- a una mezcla de pan recién horneado, yerba de la mateada, salamines colgados en una caña, todo combinado con el aroma de la calle donde transitaban los carros tirados por caballos. Noches de música y balsa En los años de esplendor, La Peña no era solo un almacén: era un bar con pista de baile. Talo Magni organizaba comedores, Sarr llegaba con su acordeón, y las orquestas locales hacían vibrar el patio. Tango, pasodoble, chamamé. Había billar, naipes, y un respeto tácito: “no venía cualquiera”, solía decir Carlos. Frente a la balsa —donde hoy está la rotonda—, las noches del puerto se encendían en La Conga, el otro salón bailable de la zona. Jueves y domingos, con conjuntos como los de Víctor Cansigllieri, Rubén Bordato y Carlitos Budini. En La Conguita, más al fondo, se arrimaban los que buscaban levante y aventura. El puerto tenía su propia bohemia, su ritmo, su picardía. Una opción a los piringundines de la calle Diamante, el arrabal paranaense del oeste con el arroyo Antoñico como frontera natural. Hacia calle Liniers había baldíos, pensiones y despachos de bebidas. Don Salvia, un italiano, hospedaba a empleados del Ministerio y de la Usina. En la esquina de Liniers y Güemes, otro bar-comedor también funcionaba como albergue. Era un mosaico de oficios y encuentros. “Nos pasábamos todo el tiempo jugando a la pelota porque calle Liniers era poco transitada”, recuerda un vecino del barrio. “Veíamos entrar y salir a los empleados, algunos con bicicletas a motor, que eran una novedad. Había una sastrería famosa con un hombre-sándwich que andaba en zancos: abría las piernas y los autos pasaban por debajo. Era grandioso.” El arroyo La Santiagueña era un manantial. Las mujeres lavaban la ropa, los chicos se bañaban y aprendían a nadar. Los caminos de arena llevaban al muelle, donde las balsas cruzaban gente y mercadería a Santa Fe. Eran años en que el puerto vibraba como principal entrada a la ciudad y a la provincia. El tiempo del cambio Pero todo cambió en 1969, cuando el Túnel Subfluvial unió ambas orillas y alteró para siempre el antiguo movimiento de la estación fluvial y su comunidad. “El cambio más notable se dio con el túnel —recordaba Carlos—. Se sacaron las lanchas y las balsas, y el puerto se fue muriendo porque la navegación se fue muriendo.” Los barcos a paleta —el Berna, el Bruselas— y los de motor —el Ciudad de Asunción, el Ciudad de Corrientes— dejaron de llegar. Se apagaron las sirenas, se borraron los revisteros, los vendedores de ocasión, los mateos. Las agencias marítimas cerraron sus galpones, y la cola de camiones sobre Laurencena y Güemes, que esperaban dos o tres días para cargar lácteos y verduras, desapareció. El comercio de la ciudad creció hacia el centro. Se abrieron grandes tiendas como Gath & Chaves o Preston, y el puerto quedó relegado a los recuerdos. Con la ampliación de la avenida Ramírez y el nuevo flujo de vehículos, la ciudad cambió de ritmo. Y el río se volvió un paisaje manso, sin arribos ni estibadores, con muelles condenados al olvido. El último brindis El bar de La Peña resistió hasta 2019, cuando la muerte de Carlos padre marcó el fin de una era. Su hijo, Carlos, y Aurelia Gladys tomaron las riendas, pero unos meses después llegó la pandemia. —Fue forzoso —cuenta Carlos hijo—. En marzo de 2020 no se podía hacer reuniones, no se podía abrir. Y ahí tuvimos que cerrar la parte del bar. El boliche quedó en silencio, pero no vacío. La estructura sigue intacta: los mostradores, las estanterías, el patio chorizo al fondo. Todo como antes. Hoy funciona como despensa, y con Emilce Yelpo (hermano de Carlos) llevando adelante. Un auténtico ramo generales, con libreta de fiado y confianza en la palabra. —Tenemos libreta de muy buena gente —acota Gladys—. Pagadero de palabra. La despensa del barrio no muere. Llegaron a tener ciento veinte libretas. Hoy quedan unas treinta, pero el gesto es el mismo: confianza, comunidad, cercanía. En los estantes conviven los tiempos: alfileres y perfumes, pan y artículos de limpieza, cuchillos, yerba y desodorantes. Todo lo que el vecino necesita, todo lo que hace falta para que la vida siga. Memoria viva del puerto La Peña es hoy una de las pocas sobrevivientes de aquel puerto que convulsionaba la vida de Paraná. No solo por su edificio intacto, sino porque en cada rincón todavía se siente el pulso de lo que fue. El eco de una música de acordeón, el sonido del pito de la mítica repartición pública, el Ministerio, las voces de los parroquianos pidiendo caña o pan con queso. Carlos y Gladys sostienen esa memoria con naturalidad, sin nostalgias forzadas. Saben que los tiempos cambiaron, pero también que hay cosas que no deben perderse. —Esto es como una pulpería urbana —dice él mientras reivindica la tarea de su hermana Emilce—. Un lugar que resiste. Y tiene razón. Porque hay sitios que no se cierran: se transforman. La Peña del Puerto sigue siendo ese refugio donde el tiempo parece detenerse. Donde la palabra todavía vale, donde “el anotado” para pagar a finde mes puede más que un código QR. En sus mostradores gastados vive la historia, en sus botellas de Cubana o Hesperidina, en sus fuentones allá en lo alta de las estanterías o en ese mueble con cajones vidriados que guardan paquetes de fideos, flota la nostalgia, el bullicio de la gente esperando el arribo de balsas y barcos que unían orillas. Hoy, la Peña del Puerto de los Yelpo aguanta, como un canto de identidad y a la memoria de una ciudad que nació junto al río. Guido Emilio Ruberto / Campo en Acción Con fragmentos de entrevista a Carlos Yelpo (padre) publicada en conmemoración del Bicentenario de Paraná (2013), realizada por Silvio Méndez, Julián Stopello, Griselda de Paoli y Gisela Correa. Fotos propias y de la familia Yelpo
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