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  • La posibilidad que no fue

    » El Ciudadano

    Fecha: 17/10/2025 05:02

    Poco después de los bombardeos de junio de 1955, el presidente Juan Domingo Perón levanta el estado de guerra interna que había declarado luego del frustrado golpe del general Benjamín Menéndez, quien había arengado a jefes de la marina y la aviación para sumarlos a una decidida ofensiva con el objetivo de voltear el gobierno nacional en setiembre de 1951. En esa misma línea, Perón había deslizado que su gobierno ya no era esencialmente revolucionario en los términos que lo encaramaron al poder, lo que abriría el cauce para que la oposición señale cuáles serían las modificaciones de rumbo que se le pedía. Todo, claro, con su destreza para capear situaciones adversas y sopesando el peso específico de los frentes abiertos, incluso, puede decirse, midiendo fuerzas propias para detener una ola de gran tamaño cuya espuma estaba en el aire, aunque no era de sal el aroma que lo impregnaba, sino uno más cáustico, el de la pólvora. El 31 de agosto de ese año, Perón ensaya una vuelta de tuerca ante una Plaza de Mayo copada por la CGT y delegaciones obreras y alza la ya célebre arenga del 5 por 1, esa que afirmaba que por “uno de los nuestros que caiga, caerán 5 de ellos”. Esa advertencia, sin embargo, no surtiría ningún efecto sobre un bloque golpista que iba creciendo apresuradamente y que, además de vastos sectores de las Fuerzas Armadas, incluía a los actores patronales, la Iglesia y distintos partidos políticos. Por el contrario, la bravuconada los galvanizó en la necesidad de voltear un gobierno que para sus intereses era peligroso. Algunos dirigentes obreros instaron a la CGT a que se armen milicias obreras e insistieron a la central para que pida armas al ejército, pero el cuerpo militar, ya gangrenado por ambiciones golpistas, se rehusó rotundamente. Hay en ese momento un pronunciado declive de algunas grandes conquistas justicialistas; una de ellas fue la firma del acuerdo con la compañía petrolera Standard Oil, una abdicación luego de que el peronismo había logrado que la estatal YPF aumentara 50% la producción de petróleo y alcanzara a tener más del 80% de la extracción de crudo, en el marco de una política dirigida a subsidiar el consumo interno. Pero la demanda crecía apresuradamente y se hizo imperiosa la necesidad de recurrir a importaciones. En ese trance, Perón accedió a firmar un acuerdo con la Compañía California-Argentina de petróleo, una subsidiaria de la Standard Oil radicada en California en cuyo directorio figuraba –vaya síntoma– nada menos que Spruille Braden, el mismo del “Braden o Perón” del 45. El contrato había sido firmado en abril del 55 y establecía una inversión de 13 millones y medio de dólares en cuatro años para explorar y explotar un área de 50 mil km cuadrados en Santa Cruz; la concesión era por 40 años con exenciones impositivas, con el permiso para importar lo que necesitara para la explotación, tarea que realizaría la misma YPF y la obligación de transmitirle todo el know-how a la compañía yanqui, con la contraprestación de entregar solo 200 barriles diarios y el 50% de sus utilidades al Estado. Tal acuerdo fue fustigado por dirigentes del gremio y por muchos otros sindicalistas y algunos diputados oficialistas se opusieron en el Congreso una vez que fue enviado. Esta fue una de las acciones oficiales más cuestionadas de ese momento y no pocos le facturaron a Perón esa decisión sobre ese prioritario recurso estratégico, alegando que fue el principio del fin del espíritu revolucionario que animaba al primer gobierno peronista, y que de ningún modo había sido eficaz para aplacar los deseos de las clases dominantes de voltear al gobierno. Esos sectores pedían reformas para adaptar la política oficial a las necesidades del mercado y no creían que el líder justicialista fuera capaz de llevarlas a cabo enfrentándose a su propia base social, la que defendería a rajatabla los derechos adquiridos a través de combativas comisiones internas de distintos gremios. Uno de los principales impulsores de una vía revolucionaria para el peronismo, el diputado John William Cooke, había dicho entonces: “Combatí el proyecto petrolero. Han quedado en el aire críticas muy serias. Por ejemplo, los excesivos privilegios que se reserva la compañía extranjera en su proyecto, la falta de obligaciones concretas y compensatorias por la concesión buscada, el lamentable sistema de arbitraje, las prórrogas interminables del contrato”. El peronismo como hecho consumado Los enfrentamientos con la Iglesia Católica –la que no había abierto la boca para condenar el bombardeo de Plaza de Mayo, que había asesinado cientos de civiles–, bastión de diversos sectores opositores, fueron escalando en número: se votaron leyes que atentaban contra algunos de sus principios tutelares, tales como el divorcio vincular, la equiparación de hijos ilegítimos y, sobre todo, un proyecto para separar a la Iglesia del Estado, que colmó la situación y fue tensando el panorama, ya en ebullición tras la quema de algunas iglesias en el centro porteño luego del fatal bombardeo. Algunas crónicas de la época describen a Perón como débil y contradictorio y cuestionado además por sectores del propio espacio político. No hubo “comandos dobles” en la Rosada como se dijo en ese momento, pero sí un fuerte antiperonismo que sería el germen de ese acendrado sentimiento que se prolonga hasta el presente y es causante de un daño profundo, toda vez que enceguece a vastos sectores que prefieren inmolarse votando gestiones neoliberales sin detenerse a pensar sobre lo que ello entraña, sino simplemente dejándose arrastrar por la farsa extrema de los medios de comunicación, en la consecuente práctica del odio a lo popular y a la distribución de la riqueza, pilares del gobierno del 45. Quedan muchos interrogantes todavía acerca del desaprovechamiento de esa circunstancia histórica donde era necesario intervenir con ideas y acciones para organizar una resistencia efectiva al statu quo burgués, que consideraba que Perón había avanzado demasiado en los casilleros de las reformas. Habría que interrogarse sobre el porqué de la elección de Perón para dejar languidecer ese lugar de lo común que de algún modo se había construido, ese que perseguía un fin soberano en el sentido más amplio. El peronismo ya era un hecho consumado, tenía sus propios textos desde los que reafirmarse en las conquistas, había una reivindicación de la dignidad humana, tenía una responsabilidad política elemental en la consumación de una potencia que surgiera de lo más rescatable de la tradición con la que se había ido construyendo la Argentina hasta ese momento, incluidas algunas de las ideas socialistas, anarquistas, yrigoyenistas, nacionalistas, es decir, un anclaje para el proletariado que no paraba de sucumbir ante los sistemas de explotación. Aunque jaqueada, había claramente una conducción que, todo indica, conocía a los integrantes de esa corporeidad conocida como movimiento justicialista, es decir, aquellos para los que se habían resignificado los conceptos de justicia, humanidad, cultura, productividad, seguridad, como lo planteaban algunos de los fundamentos intelectuales surgidos de las plumas de Arturo Jauretche, Raúl Scalabrini Ortiz, Leopoldo Marechal, Rodolfo Puiggrós y hasta de J.J. Hernández Arregui que consolidaron perspectivas y matices de posibilidades inéditas hasta entonces. El trágico “no hacerle el juego a la derecha” La revolución social a fondo no fue una perspectiva considerada en el primer gobierno de Perón; en todo caso se tomaron algunas líneas de acción políticas a las que no costaría demasiado rastrearles un origen en los dos movimientos radicales que asolaron la primera mitad del siglo XX, el bolchevique y el fascista, en un intento de deglutirlos, morigerando los principios que los erigieron: la fecunda expropiación de los medios de producción a la burguesía, en un caso, y la terrible purificación racial, en el otro. La cuestión pasaba más por representar, es decir, demostrar de lo que eran capaces las masas proletarias-trabajadoras (el declamado 5 x 1), que por experimentar a fondo la lucha y la tensión de los opuestos y sus consecuencias. Esa combinatoria tuvo su máxima expresión en las movilizaciones –incluso en las inaugurales del 45, cuando reinaba la confusión de objetivos–, en cierta demostración callejera espontánea, impulsada por la defensa de derechos. Aunque esas movilizaciones, en el 55, habían cedido al peso y las prerrogativas de la comunidad organizada –que, es cierto, tuvo sus bondades como contrapeso de las burguesías y oligarquías locales– y estaban sumidas en cierto control y disciplinamiento y merced a la palabra del líder que en ese momento patentizaba su ambigüedad. A los poderes hegemónicos de entonces, Perón les había hecho saber que era el único que podría modelar la revolución antes que se tornara tempestuosa y dañina, que harían bien en comprender y no oponerse a los avances de la clase trabajadora en la redistribución del ingreso. Claro que a esa altura, la cohesión interna estaba debilitada como resultado de la puja entre los sectores que reclamaban ir a fondo en los cambios y conquistas alcanzados, es decir, volverlos definitivos, y los que acompañaban el luego tan famoso “no hacerle el juego a la derecha” con contemplaciones que el propio Perón animaba, como buen conductor de un navío en medio de la tempestad, que no era otra cosa lo que se avecinaba sobre un país en el que sus habitantes, y los trabajadorxs sobre todo, solo volverían a ser considerados sujetos de derechos casi cincuenta años después, con el gobierno de Néstor Kirchner y Cristina Fernández. El carácter trágico que adoptaría el peronismo había sido expresado tres meses antes, ese fatídico 16 de junio de 1955, en horas del mediodía, cuando tres aviones bombardearon Plaza de Mayo con el objetivo de matar a Perón y destruir la Casa Rosada, pero que finalmente terminarían atacando también a vehículos individuales y de pasajeros, y transeúntes, que se desplazaban inocentemente por ese espacio –recién en 2009 el Archivo de la Memoria determinó que fueron asesinadas 308 personas–, iniciando un espiral de violencia que continuaría de formas diversas hasta la última dictadura cívico-militar en 1976, donde tuvo su máxima expresión. Puede arriesgarse que la coexistencia entre intereses tan opuestos, los de los excluidos y los de la clase trabajadora y los de los poderes hegemónicos –que todavía no eran los financieros, como hoy–, era una experiencia solo posible de haberse plantado el peronismo en la defensa prioritaria de aquel don invalorable que había sabido conseguir, la existencia plena de ese otro que conformaría una comunidad no instaurada en la suma de los “yo”, sino en una permanente puesta en escena de un “nosotros”, sosteniendo como consigna esencial la cuestión del reparto de la riqueza. El principio del fin ¿Es posible rescatar a Perón en esa duda cruel sobre lo que hubiera sido si se disponía a considerar sus fuerzas y enfrentar a los golpistas? Las postulaciones posteriores se ubican a uno y otro lado según el analista u opinador. Evitar las muertes que hubiera ocasionado una guerra civil no se sostiene demasiado toda vez que de a poco se descubrirían las masacres perpetradas por las fuerzas golpistas, como el fusilamiento en el basural de José León Suárez, el del general Valle y otros resistentes, tras la declaración del estado de sitio de la autodenominada Revolución libertadora, y las tragedias venideras como las de la dictadura cívico-militar-eclesiástica del 76. Lo que podría leerse, más bien, es que se trató de una ruptura de Perón con lo que hasta hacía poco había alentado, es decir un estado de cosas en que fuese posible sostener y profundizar las conquistas que por primera vez gozaban, en la historia argentina, las clases subalternas. El nombre, la figura, la capacidad como conductor de Perón estarían a salvo, pero a partir de ese fatídico setiembre de 1955, el cuerpo social llamado pueblo, conformado junto a una singular idea de Nación a partir de esa gran mutación de la escena política argentina que había significado el justicialismo –sobre todo en el acceso del pueblo a una dignidad política, esto es, el pase de un estatus infrapolítico para ingresar a otro como sujeto político por derecho propio–, retrocede y cae, otra vez, en el orden de la dominación instaurada por la “revolución fusiladora”. Esa prescindencia de Perón de las ideologías imperantes en la época y la adopción de una tercera vía –articulada por primera vez en 1949 para evitar las divisiones binarias de la Guerra Fría– es constitutiva de una, llamémosle, frialdad profesional en la conducción, que solo considera la astucia, la oportunidad y la indeterminación –la espesura que ha rodeado a Perón y a un vasto sector del peronismo, la llamó alguna vez Horacio González–, y se aleja de lo emotivo, de esa justeza política que tuvo al devolverle su lugar y su rostro a los sin nombre, el lugar que era necesario mantener para el pueblo como sujeto unívoco de enunciación. Lo que vendría después serían intentos fallidos de reeditar aquello: su regreso–que alentó expectativas tras lúcidas posturas durante su exilio en Madrid–, su muerte y el desbarrancamiento –puja de voluntades y campos de fuerza, mediante– con lo peor del peronismo en el poder y la tragedia que sobrevendría de inmediato con el golpe del 76. Cuestiones que el espejo contemporáneo devuelve con la parecida “posibilidad que no fue” en la expropiación de Vicentin –no tan solo para recuperar lo estafado sino por simple dignidad–, o un principio del fin, que llega hasta el oprobio de los días que corren, con un imbécil peligroso al servicio de las élites financieras locales y extranjeras y condicionando la posibilidad que el pueblo vuelva a ser sujeto de derechos.

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