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» Diario Cordoba
Fecha: 08/10/2025 10:35
El primer premio importante que recibió João Carlos Martins (São Paulo, 1940) se lo dio un español, y el último —"¡por ahora!", deja claro con cierta guasa— se lo va a entregar otro. Entre ambos se extiende la carrera de un hombre con dimensión de leyenda no solo por su trabajo como pianista y director de orquesta de renombre internacional, sino también por las tremendas dificultades que ha tenido que superar a lo largo de sus más de 60 años en la música a causa de diversas dolencias y accidentes. Los guantes articulados que luce en las manos son la mejor prueba, el invento que desde hace pocos años le permite volver a tocar el piano a pesar de tener unas manos con la movilidad muy mermada. Él explica esa resiliencia en base al ADN que corre por sus venas. "Con 37 años mi padre sufrió un cáncer muy virulento. Le quitaron tres cuartas partes de su estómago y le dieron seis meses de vida. Murió con 102 años en un accidente", cuenta con una sonrisa que le ilumina de nuevo la cara y suaviza su porte aristocrático. El último galardón al que Martins se refiere, seguramente más bien el penúltimo o antepenúltimo, se lo entrega este miércoles en Madrid la Fundación Mapfre, un Premio a Toda una Vida Profesional José Manuel Martínez Martínez que reconoce "su excepcional trayectoria artística, su espíritu de superación y su compromiso con la transformación social a través de la música". La excusa perfecta, de paso, para recorrer su trayectoria con buen ánimo y mejor humor en conversación con EL PERIÓDICO DE ESPAÑA. El primero de los premios que mencionaba, en cambio, se lo entregó Pau Casals, el célebre violonchelista y activista por la paz, y fue por ganar el festival fundado por el músico catalán en Puerto Rico. Corría el año 1958 y aquel galardón permitió al por entonces joven pianista hacerse con una beca para viajar a Washington y protagonizar el Festival Interamericano de aquel año. Él tenía 18. Su bautismo definitivo llegó poco más tarde, cuando Eleanor Roosevelt, ex primera dama estadounidense e impulsora de la ONU y la Declaración Universal de Derechos Humanos, le invitó a tocar en el Carnegie Hall neoyorquino. Sería el inicio de una carrera brillante como estrella internacional de la música clásica. Atleta y poeta Cuando Martins relata su vida, hay momentos en que la historia adquiere tintes de realismo mágico, con un cierto aire fantasioso aunque casi todo lo que cuente sea descarnadamente real. Tienen un punto esotérico los recuerdos de sus inicios infantiles en el instrumento. Su madre era médium, dice, y cuando en casa le regalaron su primer piano con ocho años y sin apenas saber tocar, "ella hizo una sesión en la que apareció el espíritu de Giuseppe Verdi y dijo que yo iba a tener una gran vida en la música". 15 días después estaba tocando el primer movimiento de la sonata Claro de Luna de Beethoven, y solo unos meses más tarde ganaba un concurso interpretando 23 piezas de Bach. João Carlos Martins, en sus primeros años al piano. / Cedida Pero no fue solo el espíritu de Verdi el que le enseñó a tocar. También profesionales como José Kliass, un ruso radicado en Brasil y el mejor profesor de piano que había en Sao Paulo en la época. De niño, admite, dedicarse a la música no era una idea que le entusiasmase. Demasiada disciplina. "Yo siempre digo que la música se hace con la disciplina de un atleta y el alma de un poeta —sostiene—. Sin el alma de un poeta nada sucede, pero sin la disciplina de un atleta tampoco". El sacrificio tuvo sus frutos, y con veintipocos años Martins vivía en Nueva York, tocaba con las mejores orquestas norteamericanas ante personajes como Martin Luther King o Jackie Kennedy y realizaba giras por todo el mundo. Pero algo empezó a ir mal. "Después de muchos conciertos, notaba que mis dedos hacían movimientos involuntarios. Hablé con varios médicos y me decían que eran problemas psicológicos, pero yo sabía que no", recuerda. El diagnóstico llegaría más tarde: lo que el músico padecía era una distonía, un trastorno neurológico focal que afecta a algunos músicos, provocando contracciones musculares y pérdida de control en determinados movimientos. Por entonces, aquella era una enfermedad apenas conocida. Intentó resolverlo con cirugía —a estas alturas lleva ya más de 30 operaciones a lo largo de su vida que han dejado huella en sus brazos y manos, llenos de cicatrices— y adoptando determinados hábitos, algunos curiosos: como a primera hora de la mañana, apenas levantado, los espasmos no se producían, acordaba con los recintos en los que tocaba que llegaría con mucho margen antes del concierto. "Dormía en el propio auditorio cinco o seis horas y me despertaba cuando faltaban 15 minutos para empezar". A pesar de esos parches que ponía a sus limitaciones, estas eran cada vez mayores. Un día sufrió una caída jugando al fútbol en Central Park, y el golpe de su brazo derecho contra una piedra le destrozó el nervio ulnar, que permite el movimiento de la muñeca y los dedos. Sus problemas se agravaron. Tuvo que acostumbrarse a tocar con la izquierda y solo algún dedo de la derecha. Pero la distonía focal puede pasar de un brazo al otro, y eso fue lo que le pasó: con el tiempo también empezó a darle problemas la mano izquierda. A pesar de todo, e inventando cada vez una nueva técnica para tocar, durante años consiguió, con algunas paradas, continuar con su carrera concertística. Martins ha sufrido diferentes dolencias y limitaciones en las manos a lo largo de toda su vida profesional. / Cedida El remate para tanta desgracia se produjo a mediados de los 90. Había viajado a Sofía (Bulgaria) para dar un concierto y dos hombres le asaltaron por la calle. Sufrió una grave contusión en la cabeza que le provocó nuevos problemas de movilidad. Estuvo más de seis meses tratándose, pero ya no había mucho que hacer. Llevaba décadas viviendo con dolor —lo sigue haciendo, aunque en menor medida— y en 1998, finalmente, le cortaron un nervio que le permitió salir del infierno, pero que también le apartó del piano. Se recuerda, unos días antes, tocando un concierto de Tchaikovsky y con las lágrimas recorriéndole las mejillas, consciente de que la vida le separaba definitivamente de su instrumento. El intéreprete que a pesar de su enfermedad había conseguido grabar toda la obra para piano de Johann Sebastian Bach, "el Bach de los trópicos" como le definió The New York Times por contraposición a ese otro genio del piano que fue Glenn Gould ("el Bach del Polo Norte") parecía, esta vez sí, llegado a su fin profesional. Una cuchilla y unos guantes biónicos No era la primera vez que se veía obligado a renunciar. A epsar de que la suya es una historia de superación, varias veces se acercó peligrosamente al abismo. En los primeros años de su enfermedad, harto de todo, casi se quita la vida. "Llegué a meterme en la bañera de mi apartamento de Nueva York con una cuchilla Gilette. Pero el teléfono empezó a sonar una y otra vez, lo cogí y era el profesor que me había dado clase de piano cuando tenía 18 años". Aquel maestro le dijo, recuerda, que un músico no era un artista, sino un hombre con una misión en la vida. Sus palabras tuvieron efecto y decidió intentarlo de nuevo. Pronto volvió abandonar, esta vez para dedicarse a otra cosa. Enfadado con la música, vendió los pianos y se convirtió en empresario de boxeo. Pero cuando el púgil al que representaba ganó un importante campeonato al español José Legrá, se dijo que él también podía, y volvió a la carrera de piano. Y a eso se dedicó, con todas las dificultades antes relatadas, hasta que la fatídica operación de finales de los 90 le obligó a dejar el instrumento y estudiar de nuevo para reconvertirse en director de orquesta. Tampoco fue fácil: con sus problemas en las manos, no podía sostener una batuta ni tampoco pasar las páginas de la partitura. Tuvo que inventarse de nuevo una técnica propia y memorizar más de 150 obras para poder tener una carrera como director. Hoy en día es su ocupación principal, fundamentalmente al mando de la orquesta Bachiana Filarmónica SESI-SP que él mismo fundó en 2004. Hace unos años, un ingeniero automovilístico aficionado a su música se acercó a su camerino después de un concierto y le ofreció diseñar unos guantes biónicos que le permitirían volver a tocar el piano. Ahora los lleva para todo, también para utilizar el teclado pero solo "con un 10% de la capacidad que yo tenía", dice. Los guantes usan una técnica sacada de las suspensiones de Fórmula 1 que permiten que los dedos regresen a su posición después de presionar hacia abajo. Ahora, a sus 85 años, todavía se le puede ver a menudo intentando brillar al piano como cierre de los conciertos que previamente ha dirigido. A veces, incluso se quita el guante de la zurda. No suena como una vez sonó, ni mucho menos, pero lo que importa es hacerlo. "Todos los días, en casa, practico dos horas. Tengo un sueño: cuando cumpla 90 años, quiero volver a tocar el concierto de Ravel con la mano izquierda", confiesa. Le quedan cinco para conseguirlo. Cuando se le pregunta qué enseñanza le gustaría transmitir a quienes padecen problemas como los suyos, responde: "Que una adversidad puede ser un abismo..." o una plataforma para volar más alto. Yo elegí construir una plataforma". El premio que la Fundación Mapfre le entrega estos días habla también, precisamente, de la transformación social conseguida con su música. Desde hace casi 20 años, su orquesta Bachiana tiene también una formación joven en la que se han formado chavales de familias desfavorecidas. Ha llevado programas de educación a las plazas y a los colegios, y dice haber inventado un método de enseñanza musical a través del juego que evita la desconcentración de los jóvenes y que poco a poco se irá implantando en programas educativos de São Paulo y de todo Brasil. También ha formado un coro con niños refugiados de Siria y de países africanos, y ha trabajado con migrantes venezolanos. João Carlos Martins habla del poder de la música para generar amor en lugar de la polarización en la que ve sumida al mundo, y que solo genera odio. Insiste en que la música está por encima de cualquier ideología. Y también en que es una especie de regla. "Cuando algo funciona bien —una fundación, un gobierno, un equipo de fútbol— se dice que 'funciona como una orquesta'. La música une generaciones y países", defiende. Una pena que en algunos rincones no la oigan.
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