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  • Las licenciadas que sufrieron la amputación de una pierna, se hicieron amigas en el tren y construyeron sus propias prótesis

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 06/10/2025 04:45

    Liz y Daniela con el cartel de "licenciada". Ambas perdieron la pierna izquierda en accidentes de moto Hace unos días, Daniela Ojeda y Liz Sosa celebraron mucho más que una graduación. Al recibir sus diplomas como licenciadas en Órtesis y Prótesis en la UNSaM, sellaron una etapa atravesada por la resiliencia, el coraje y un profundo amor propio. Porque detrás de esos títulos hay historias que empezaron con un quiebre: dos accidentes viales que les arrebataron las piernas, pero no las ganas de reconstruirse, ni la voluntad de volver a caminar, esta vez, por caminos nuevos. En plena adolescencia, aprendieron de golpe lo que significa empezar desde cero. Daniela tenía catorce años y Liz quince, cuando padecieron los accidentes viales que les costaron las piernas, y la vida se transformó en internaciones, cirugías, miedos y frustraciones. No sabían una de la otra, pero ambas eligieron no rendirse. Aceptaron lo que tocó, se adaptaron a la nueva vida y decidieron salir adelante con una entereza que no se enseña, que se construye, paso a paso, desde el dolor. Cuando finalmente se conocieron, entendieron que era tiempo de continuar el camino juntas. Forjaron una hermandad sincera que las acompañó durante toda la carrera: diseñaron parte de sus propias prótesis, compartieron aulas, horas de estudios, proyectos, prácticas y cientos de viajes en tren y colectivo. Hoy, ya como profesionales de la salud, están decididas a acompañar a quienes transitan lo que ellas ya vivieron. Y tienen algo que no se aprende en los libros: la experiencia real de haberlo superado. Porque saben, mejor que nadie, cómo hacer ese camino un poco más liviano. Liz y Daniela con sus diplomas (UNSaM) Daniela, de sobreviviente a hacedora de caminos Con solo catorce años, Daniela Ojeda vivió el momento que partió su vida en dos: un accidente automovilístico en la ruta a Misiones la dejó inconsciente, completamente herida, y le arrancó una pierna. Ella y su hermana salieron despedidas del auto tras desabrocharse el cinturón para dormir más cómodas. El vehículo dio varias vueltas antes de caer en una zanja. No recuerda el dolor, solo algunos flashes: el intento de levantarse, el cuerpo sin fuerza, y el vacío. “Supongo que mi pierna quedó trabada en algún parante… fue un arrancamiento por debajo de la rodilla”, relata hoy, con una voz que ya no tiembla. Además de la amputación, sufrió heridas en la otra pierna, del tobillo a la cadera, y en un brazo. A su alrededor, todo fue un drama: la ambulancia tardó media hora en llegar; su madre, que quedó colgando del cinturón e inconsciente, fue dada por muerta; su padre y hermana, pese a los golpes, no perdieron la consciencia y lo vivieron todo. Les tocó el trauma psicológico del accidente y no poder hacer nada. Pero todos sobrevivieron. Al llegar al hospital, en Santo Tomé, llegó la primera amputación debajo de la rodilla; luego vino un año entero de internación y más cirugías en el Hospital Castex, en Buenos Aires. A causa de una infección, los médicos tuvieron que volver a amputarla, esta vez por encima de la rodilla para evitar males mayores. Mientras todo eso pasaba, su papá lloraba en silencio, su mamá trabajaba en negro limpiando casas, su hermana cuidaba el almacén familiar, y ella, desde una cama, intentaba sostenerlos. “Me tuve que armar de fuerza para contener a los demás. Evitaba llorar delante de mi papá porque él me veía y se ponía muy mal, se sentía culpable. Yo le decía que todo pasa por algo”, recuerda la templanza a sus 14 años y cómo se paró en un mundo de fuerza y sostén aunque era ella quien más necesitaba contención. Orgullosa con su mamá y papá, Daniela muestra su diploma Recién cuando empezó a sanar las heridas físicas más graves, pudo dejar la silla de ruedas y pasar a las muletas. Fue entonces cuando un traumatólogo le habló por primera vez de usar una prótesis. No tenían obra social ni dinero, así que recurrieron a la asistencia del municipio de San Martín. Tras varios trámites, Daniela recibió su primera prótesis ortopédica. Pero lejos de vivirlo como un logro, lo sintió como una frustración. “Era muy básica, no se ajustaba a mi tipo de amputación. Prefería no tener nada que tener algo incómodo y que no reemplazaba lo que tenía antes. Pasé al menos un año sin usarla, preferí las muletas”, revive. Recién cuando su familia logró reunir el dinero para una prótesis de mejor calidad, adecuada a su cuerpo, Daniela pudo empezar a caminar con más confianza. “El cambio fue total. Empecé a usarla todos los días, aunque al principio con bastón. Pese a que ya pasaron casi 20 años, el verano sigue siendo difícil por el calor, la irritación, el cuerpo encerrado en algo rígido”, cuenta. La adaptación fue lenta, llena de altibajos y momentos muy duros. “No me fue fácil aunque me mostraba fuerte. Tenía episodios en los que decía: ‘¿Por qué a mí? Me quiero morir’. Pero en algún momento hice el clic y empecé a dar para adelante sin pensar más”. Fue una resiliencia callada, nacida más de la urgencia que del ejemplo. Cuando retomó los estudios e inició el polimodal, tuvo que cambiar de escuela. Le preocupaba ser discriminada o mirada con lástima. “No conocía a ninguna persona amputada hasta que me pasó a mí”, afirma. Pero sus nuevos compañeros la integraron con naturalidad: “Fui una más. Nada de lo que temí que pasara, pasó”, afirma. Con el tiempo, ya más grande, eligió estudiar la licenciatura en Órtesis y Prótesis, con la convicción de que nadie entiende mejor esa necesidad que quien depende de un dispositivo. Supo que esa carrera estaba en la Universidad de San Martín. “Siempre que había un profesor nuevo nos preguntaba por qué elegimos la carrera. Yo contaba mi historia. Me usaron muchas veces como ejemplo para diseñar las prótesis”, admite. Daniela con su marido y el hijo de ambos Fue en ese camino que conoció a Liz, su compañera de facultad y hermana elegida. Se conocieron en el tren Urquiza y no se separaron más. Compartieron aulas, trayectos en la línea 107, incertidumbres y se apoyaron en el proyecto de la tesis. “Nos hicimos amigas en el viaje, yo le hablé primero, y nunca más nos separamos. Es como una hermana para mí”, reconoce emocionada y admite que aún sin verle la prótesis se dio cuenta que también tenía porque “hay una manera particular de caminar cuando se tiene una”. Al recibirse, ambas entendieron que no solo estaban cerrando una etapa académica: estaban cumpliendo una promesa que le hicieron a su pasado. Daniela trabajó en una empresa multinacional vinculada a la fabricación de prótesis. Cuando la sede cerró a causa de la crisis económica, se dedicó al diseño de plantillas ortopédicas, un rubro más accesible para emprender. “Me gustaría volver a la fabricación de prótesis, pero es caro montar un taller, pero lo tengo presente. Voy trabajando y ahorrando de a poco”. Mientras tanto, del otro lado, también enfrenta las barreras de un sistema de salud que no contempla las urgencias ni la dignidad de quienes viven con una discapacidad. “Una prótesis básica cuesta entre ocho mil y diez mil dólares, aproximadamente. No es accesible y las obras sociales cubren poco ese costo. Cada cinco años sí permiten recambios, pero muchas veces ni siquiera los aprueban”, lamenta. Años después del accidente, Daniela se enfrentó a otro miedo: la maternidad. Dudaba de su cuerpo, de la resistencia física y de cómo sería atravesar un embarazo con la prótesis. Pero nuevamente pudo. Hoy, a los 32 años, es mamá de Samuel y espera a su segundo hijo. “Me enorgullece haberlo podido llevar a cabo y tener un embarazo saludable”, asegura. “Hoy me siento agradecida a la vida. Por algo me pasó a mí y no a mi familia”, dice. En sus palabras no hay resignación sino aceptación, pero, sobre todo, el deseo de construir, paso a paso, la vida que desea. Liz y Daniela en la cursada El amor por el turismo de aventura y la nueva vida de Liz en Chile A los quince años, Liz Sosa Carballo tuvo que tomar un desvío inesperado. Fue en Ciudad del Este, Paraguay, su ciudad natal, donde un accidente en moto cambió su vida para siempre. Volvía del colegio junto a su cuñado cuando un auto que circulaba por el carril contrario intentó adelantarse y los embistió de frente. La velocidad, el impacto y el golpe directo en su rodilla provocaron una amputación instantánea. “La amputación fue inmediata”, recuerda. Estuvo internada durante veinte días, entre operaciones urgentes y decisiones que no podían esperar. Pero el verdadero comienzo fue otro: el de aprender a vivir sin una pierna, luego con una prótesis, rearmarse desde adentro y volver a confiar en su cuerpo. A solo un mes del accidente, Liz volvió al colegio con muletas. No quiso detenerse. “No me quería quedar estancada, ni depender de nadie. Quería ser lo más independiente posible”, dice. Y esa convicción la acompañó durante todo el proceso. El sostén de su familia, sus amigos y el entorno fue clave. Ya en el bachillerato, comenzó a soñar con una carrera vinculada a la rehabilitación. Barajó medicina o fisioterapia, hasta que descubrió la Licenciatura en Órtesis y Prótesis de la UNSaM y sintió que había encontrado su lugar. Ingresó en 2012, finalizó la cursada en 2016, y aunque la tesis se demoró algunos años por trabajo, viajes y vida, la defendió con orgullo y finalmente recibió su título en septiembre de 2024. Liz cuenta cada imagen: en la sala de toma de molde (izq); trabajando en el taller con la confección de una prótesis para desarticulado de cadera (centro) y trabajando con un amputado desarticulado de cadera (der) “Fue un camino con muchas preguntas, con duelos, redescubrimientos, vínculos nuevos y otros que se fortalecieron”, dice Liz. Ese recorrido académico coincidió con uno aún más desafiante: el de reconstruirse como mujer amputada, como profesional de la salud y como amante de la vida al aire libre. Eligió que nada la iba a detener: hace trekking, rafting, parapente, paramotor y hasta paracaidismo. Anda en bici, en kayak y volvió a subirse a motos automáticas. “Me gusta aventurarme, desafiarme, conocer lugares, personas, culturas”, dice la mujer de 32 años. Esa pulsión por seguir moviéndose la llevó a conocer buena parte de Argentina y el mundo. Desde 2016 trabaja como técnica ortopedista. Primero fue pasante en Argentina y, tras el cierre de la sede en Buenos Aires, a causa de la crisis económica, se trasladó a Chile, donde vive hace más de un año. Allí continúa atendiendo pacientes y brindando una perspectiva única: la de quien sabe, por experiencia, lo que significa adaptarse a una prótesis. Liz escalando una montaña, en la playa y luego de unas horas de trekking “Los pacientes me hacen preguntas desde mi experiencia: qué pasa en los aeropuertos, porque a veces piden que te saques la prótesis, cómo subo las montañas, qué pasa con el calor, la transpiración, cómo es el ajuste… cosas que solo sabemos quienes vivimos con esto. Poder estar ahí, compartir lo que viví y acompañar, le da otro sentido a todo lo que me tocó”, reconoce. Para ella, convencida de que siempre hay que seguir adelante, todo pasa por la cabeza. “Siento que muchos de los límites están en la mente. Cuando empezamos a creer en nosotros mismos y dejamos de mirar solo lo que perdimos, descubrimos todo lo que todavía podemos ser, hacer y construir”, dice. Liz es de esas personas que no solo llegó hasta donde quiso, sino que lo hizo por sus rutas propias. “Cuando voy en bici, o estoy en la montaña, sé que me tomaré mi tiempo, pero que llegaré hasta dónde deseo. Tendré otro camino, otra ruta… pero llegaré”. Daniela y Liz no eligieron lo que les pasó, pero sí eligieron qué hacer con eso. Y ahí está su mayor enseñanza: que incluso cuando la vida golpea sin aviso, aún se puede responder con fuerza, con dignidad y con amor.

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