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» Comercio y Justicia
Fecha: 18/09/2025 05:27
Por Ivana Gulli (*) y Zulma Dinca (**) Mediar en el mundo del arte es una experiencia tan desafiante como enriquecedora. Acompañar a personas que trabajan juntas en una oficina requiere estrategias diferentes a las que se necesitan cuando se trata de quienes comparten un espacio creativo, donde lo profesional, lo emocional y lo simbólico se entrelazan de forma intensa y, a veces, compleja. En esos grupos, el trabajo no se reduce a una rutina: es también expresión, identidad, pasión, pertenencia. Por eso, cuando surgen conflictos, rara vez son livianos. Tienen raíces más hondas, duelen más y, si no se abordan a tiempo, pueden afectar seriamente los vínculos y la continuidad del proyecto común. Hace poco nos tocó intervenir en un proceso de mediación dentro de un espacio artístico con mucha historia compartida. Se trató de una mediación extrajudicial en el marco institucional de las funciones de la Dirección de Mediación, absolutamente voluntaria, en la que la reunión informativa —esa instancia inicial que muchas veces pasa casi desapercibida— cobró una relevancia poco habitual. Fue allí donde se sembró la semilla del proceso. El grupo de trabajo miraba desde distintos lugares y con diversos argumentos el conflicto que debían afrontar. Frente a profesionales desconocidas y sin haber solicitado su intervención directa, la pregunta flotaba: ¿estaban listos para aprovechar esa oportunidad? Ese era el verdadero espacio a intervenir. Como en toda situación de tensión, había una propuesta inicial de resolución que eludía responsabilidades personales y rivalidades. Consultas con otras áreas de la organización, asesoramientos gremiales y de abogados particulares, atravesaron las tres reuniones informativas que llevamos adelante. Sin embargo, muchas personas comenzaron a ver el valor de detenerse a mirar lo que estaba pasando y se animaron a abordarlo desde otro lugar. Finalmente, trabajamos con quienes, de manera expresa, prestaron su consentimiento para participar. Más de 80 personas; nada menos. Un número que habla del compromiso colectivo, pero también del nivel de conflicto y desgaste que se vivía. Aunque no podemos compartir detalles por razones de confidencialidad, lo vivido nos dejó reflexiones que creemos justifican la enorme tarea realizada. Porque los conflictos en el ámbito cultural muchas veces se diluyen en conversaciones informales o se tapan en nombre del proyecto artístico… hasta que ya no se pueden esconder más. Una de las cuestiones que se vuelve evidente en estos espacios es que los conflictos no estallan de golpe. Se gestan con el tiempo, a partir de pequeñas incomodidades que no se nombran, diferencias que se toleran sin procesar, gestos que se repiten y desgastan. En este caso, la acumulación era visible. Pero también lo era el afecto, el deseo de cuidar lo construido y el compromiso de seguir adelante de otra manera. Ese fue el verdadero punto de partida. Como en tantos grupos artísticos, se hacían visibles personas muy talentosas, figuras clave para la dinámica interna. El reconocimiento, cuando no se conversa, puede generar desequilibrios. A veces, por no cuestionar a quienes son vistos como “imprescindibles”, se instala una falsa armonía que, a la larga, daña. La mediación abrió espacio para revisar esos pactos tácitos, sin negar los méritos, pero recordando que la convivencia requiere reglas claras y horizontes comunes. La tarea fue compleja. No solo por la cantidad de personas implicadas, sino por los vínculos cruzados, la historia compartida y la intensidad del trabajo creativo. Sin embargo, desde las primeras reuniones fue evidente la voluntad de hacer el esfuerzo: de hablar, de escuchar, de revisar posiciones. La mediación no buscó imponer acuerdos, sino ofrecer una oportunidad de reencuentro. Fue un proceso paso a paso, con tiempos pensados para digerir lo que se decía y para respetar los ritmos del grupo. Requirió, por parte del equipo de mediación, muchas horas de trabajo. Pusimos en valor cada propuesta de intervención, anticipamos los efectos posibles de cada palabra y cada silencio. Nuestro eje fue la incertidumbre: estar listas para flotar sobre las repeticiones, las denuncias explícitas, los señalamientos de discriminación o difamación, y poder leer lo que no se decía, lo subyacente. Por supuesto, las estrategias utilizadas son conocidas: la pregunta, el resumen, la reformulación. Pero si tuviéramos que destacar una, sería la escucha activa. Esa competencia nos permitió evitar repeticiones innecesarias y, sobre todo, sobrevolar nuestras propias lecturas, sin dejarnos arrastrar por certezas o juicios. Cada encuentro fue una escena nueva del proceso, cargada de sentido, de complejidad y de creatividad. Uno de los momentos más valiosos fue la construcción del acuerdo. No fue una lista de normas rígidas, sino un conjunto de pautas surgidas desde adentro del grupo, pensadas para cuidar la convivencia futura. ¿Cómo expresar una crítica sin herir? ¿Qué gestos fortalecen los vínculos y cuáles los deterioran? Las respuestas no vinieron desde afuera: fueron el fruto del diálogo genuino entre quienes compartían la experiencia. Esta mediación nos dejó la certeza de que también en los espacios más apasionados y singulares se puede construir una cultura del diálogo. Que no hay que esperar al “conflicto grave” para pedir ayuda. Que, a veces, la intensidad con la que se vive un conflicto no refleja necesariamente su profundidad real. Y que incluso en grupos numerosos, con trayectorias potentes y emociones a flor de piel, es posible frenar la escalada, revisar lo que duele, y seguir adelante con nuevos acuerdos. A veces, solo se necesita que alguien facilite ese primer espacio donde sea posible decir: “Esto me pasa”. Y que del otro lado haya alguien dispuesto a escuchar sin defenderse. Cuando eso ocurre, algo cambia. No solo se reparan vínculos: también se fortalece la creación colectiva. (*) Mediadora, abogada. (**) Mediadora, licenciada en Psicología
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