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  • Deseo anestesiado

    » Diario Cordoba

    Fecha: 10/09/2025 17:12

    El carrito virtual lleno y la casa vacía de sentido: he aquí el blasón de una época que confunde el hormigueo del impulso con la plenitud y la transacción con la verdad. Compramos -como quien echa alpiste a un pajarillo nervioso- para que el alma no se oiga a sí misma; y, sin embargo, apenas llega el mensajero y rompe el celofán, el picoteo se interrumpe y reaparece la jaula. Consumimos para no pensar, para que el runrún del juicio se anegue en un oleaje de notificaciones, para que la conciencia -esa aguafiestas- quede narcotizada como por una gota de cloroformo. Tesis sencilla y brutal: el consumo compulsivo anestesia la conciencia y trivializa el deseo, rebajándolo de brújula a capricho, de apetito ordenado a ración de baratijas. Se nos repite que el mercado es democrático porque ofrece elección; pero ese abanico, como los de feria, refresca sin enfriar. Elegimos modelos, tonos, «experiencias», nunca fines. El deseo, que nació para orientarnos hacia un bien reconocible, se vuelve cucaracha atrapada bajo un vaso: corre, resbala, vuelve a chocar contra el cristal. Simone Weil lo advirtió con precisión ascética: «La atención es la forma más rara y pura de generosidad». Nuestra civilización, que ya no sabe atender, sustituye la vigilia del espíritu por la vigilia de la oferta; en lugar de mirar, escaneamos; en lugar de agradecer, puntuamos con estrellitas; en lugar de aprender a gustar, acumulamos novedades como quien colecciona prólogos que jamás leerá. Que nadie se llame a engaño: la satisfacción inmediata no colma; inflama. Por eso el carrito vuelve a llenarse a las horas, como si la mercancía tuviera válvulas por las que se nos deshincha el contento. Los antiguos sabían que el deseo, para no pudrirse, exige ayuno, demora, forma. San Agustín escribió su lema inmortal, ‘Inquietum est cor nostrum donec requiescat in Te’ («nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti»), y toda la mitología del consumo se empeña en sofocar esa inquietud con un murmullo de embalajes. Frente a la disciplina del apetito, la sobremesa interminable de impulsos; frente a la educación del gusto, la chatarra brillante que se pega al paladar del alma. Pero el comercio crea riqueza -objetará el progresista de manual-; y quien fabrica y vende vive de ello. Cierto: nadie propone clausurar talleres ni apagar mostradores. Se trata de recordar que la riqueza sin jerarquía de bienes deviene mendicidad dorada. Chesterton habría brindado con su ironía: no es que falten maravillas, falta asombro. Y el asombro no se compra; se aprende como se aprende un coral antiguo, entonándolo hasta que vibra en el pecho. ‘Non multa, sed multum’: no muchas cosas, sino mucho ser. He visto patios en mayo donde una maceta basta; salones atestados donde no cabe un alma. He visto jóvenes que, al recibir su paquete ansiado, esbozan esa sonrisa cansada que sucede al bostezo; y artesanos que, con una herramienta bien templada, inventan un júbilo sin envoltorio. La diferencia es moral antes que estética: allí hay forma y demora; aquí, prisa y olvido. Consumir menos para pensar más no es moralina de cartujo, sino higiene del deseo. Quizá entonces el carrito pueda ir casi vacío y el hogar -esa palabra que huele a leña-, por fin, lleno. Porque la libertad no consiste en elegir objetos, sino en reordenar el corazón para que quiera lo que debe. Y ese lujo -el único que ennoblece- no viene con mensajero. *Mediador y escritor

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