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» El Ciudadano
Fecha: 09/09/2025 05:28
Miguel Passarini Un Stéfano del despojo más allá del despojo que en sí mismo representan la obra y el personaje imaginado por Armando Discépolo. Un pequeño universo escénico en el que reina la actuación en una acción en la que el artificio está a la vista y, sin embargo, ese poder irredimible que supone la actuación captura la atención del espectador que logra trascender la convención y entrar en ese estado que propone el grotesco donde casi por lo mismo que se ríe, se llora. Cuando a lo lejos se presume el patio del sainete, Stéfano, una de las patas de la trilogía del grotesco criollo que completan Mateo y El Organito, que mete a los espectadores en la intimidad de las pequeñas y grandes tragedias de la inmigración de comienzos del siglo XX, esta vez en las habitaciones, en los recodos de una casa vieja y húmeda de un barrio pobre, está de regreso en la cartelera local de la mano del dramaturgo, director y maestro rosarino Rody Bertol, al frente de un elenco sin fisuras que, entre otras virtudes, encontró un registro de actuación unívoco que se acerca a ese lenguaje. Estreno con tintes de homenaje a sus primeros años de formación a finales de los años 70 cuando encontró en Arteón y en el maestro Néstor Zapata, que habitaba por entonces ese mismo universo con una recordada versión de esa misma obra que recorrió escenarios del país y el exterior, un lugar de creación y experimentación que lo vinculó con el teatro para siempre, Bertol revisita el texto de un sólo acto más un epílogo a su manera, con sus formas y con la confianza plena en un equipo de actores y actrices de edades y formaciones muy diversas que alcanza momentos de un dramatismo doloroso, y que se empodera por pasajes sobre ese fino borde que se vuelve estampa de una época que también puede ser ésta. Los personajes están todos, más allá de las variaciones en el texto. Con un desempeño notable de Cristian Marchesi como Stéfano, un músico con sueños de gloria que se desintegran en sus mismas frustraciones y ante los señalamientos y pases de factura familiares, Claudio Danterre es un poderoso y angustiado Don Alfonso, el padre; Estela Argüello es una sumisa y triste María Rosa, la madre y Patricia Pareja es una desencantada y desafiante Margarita, la esposa de Stéfano. A su tiempo, Diego Bollero es un oportunista pero realista Pastore, el músico que se queda con el puesto de Stéfano en la orquesta; María Florencia Echeverría es la inocencia en Ñeca, hija de Stéfano y Margarita, como Esteban, que es alguien que no encaja, que está para otra cosa, a cargo de Ignacio Niche Almeyda, y Radamés, el último de los hijos, el supuesto “diferente” pero el único que comprende la angustia del padre, en una conmovedora composición de Marcelo Lamberti. En principio, hay un trabajo sutil e inteligente en la construcción morfológica de cada personaje, en sus gestos y pequeñas acciones, que Bertol armó a partir del apoyo en la asistencia de dirección de Guillermo Calluso, que al mismo tiempo, se pone en diálogo con lo que cada uno de esos seres de la derrota representa en esa escena trágica de una familia que dejó un supuesto bienestar en Europa por confiar en el sueño del hijo músico en la Argentina, que lejos de componer una gran ópera está perdido entre las líneas difusas de un puñado de partituras que no le pertenecen. Es en esa idea de reforzar el concepto de gran clásico del teatro argentino que el equipo se vale del despojo, real y simbólico, como sustento dramático: actuar ese grotesco implica vivirlo, ponerlo en el cuerpo y en las ideas cada vez más, en cada gesto, en los detalles, en lo que se dice pero también en lo que se calla, en los silencios, en ese mirar atónito desde los márgenes de la escena donde los actores esperan su momento. De otro modo, no serían posibles una serie de pasajes de gran conmoción que apenas se valen, más allá de un cocoliche bien trabajado para abordar ese lenguaje, de un vestuario atinado, creado a partir del asesoramiento de Lorena Salvaggio con guiños a la época, y de un ingenioso trabajo con la luz de Niche Almeyda, además de la música, que acreditan, sin ninguna pretensión, su propia lógica dramática ante la frialdad del blanco sobre el piso y el rojo en el aire, cuya cadencia acompaña las luces y las sombras de la mayoría de las escenas. Pero esta versión, como cada versión de un clásico, adquiere, a partir de las mismas lógicas que le dieron eterna vigencia, otras resonancias en el presente, porque se trata de un texto en el que el protagonista no sólo tiene como deseo alcanzar una mejor posición económica para su familia sino, y sobre todo, el sueño de ser un gran artista, más allá de que para algunos, como pasa con su padre, implique “correr detrás de una mariposa que nunca se alcanza”. Precisamente allí, este tiempo donde el arte y la cultura son asfixiados, como le pasa a Stéfano, pero esta vez por un Estado ausente que se muestra displicente y ominoso, ese sueño trunco e imposible es un fuerte llamado de atención para cada espectador, una metáfora poderosa, y hasta la evocación de un Bertol que dedicó el estreno de la obra a su maestro Néstor Zapata, que está cumpliendo con Arteón 60 años de teatro, sentado en la primera fila y notablemente conmovido que espera, paradójicamente, desde enero de 2024, que aquellos que se comprometieron, cumplan con la promesa de reabrir su sala en un nuevo espacio porque el original se lo llevó puesto la especulación inmobiliaria. Es así como esa compleja herencia de un dolor insoportable que dialoga con la argentinidad pareciera poner un Stéfano en el cuerpo de cada artista que no logra alcanzar sus sueños y cumplir con sus promesas. Es, también, esa idea o concepto de una música culta que reserva los grandes coliseos para una elite social como pasaba a comienzos del siglo pasado y también pasa ahora, que desnuda un personaje que no tiene nada de “victorioso”, tal como el mismo Discépolo ironizó a la hora de bautizarlo según el significado de su nombre. Pero lo más maravilloso del grotesco criollo y en particular de Stéfano, es que cada tanto regresa para recordar, como pasa con esta potente y al mismo tiempo simple versión que abordó Bertol, que el fracaso acecha, que parece que siempre está volviendo, incluso cuando se lo creía lejano, para frustrar los sueños. Y que aquellas tragedias de inmigrantes tan fundacionales siguen latiendo, un siglo después, en un presente constante donde, como antaño, el canto nuevamente se ha perdido, se lo han llevado (quizás esta vez se lo robaron). Como dice Stéfano, visiblemente derrotado hacia el abismo del final, “lo puse en un pan. .. y me lo he comido”. Para agendar Stéfano, clásico de Armando Discépolo, bajo la dirección de Rody Bertol, se presenta los viernes, a partir de las 21, en la sala La Orilla Infinita (Colón 2148). Las entradas anticipadas con descuento se venden ACA.
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