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Parana » Radio La Voz
Fecha: 07/09/2025 13:49
Logró encontrar a su nieto nacido en el campo de concentración de la ESMA; buscó a otros cientos. Es ejemplo de la lucha por los derechos humanos en el mundo. Todo se derrumbó una mañana de octubre de 1978. Rosa Tarlovsky de Roisinblit recibió el llamado de su consuegra. “Vení rápido que se llevaron a los chicos”. Rosa no entendía bien qué pasaba. Cuando llegó, se encontró con su nietita de quince meses, Mariana Eva, hamacándose en la plaza mientras lloraba y pedía por su mamá. Rosa empezó a golpear puertas con la confusión a cuestas, pero con la certeza de que debía apurarse porque su hija pronto daría a luz a su segundo nieto. El terrorismo de Estado demoró ese encuentro 21 años. Los privó a ambos de juegos y meriendas compartidas. Durante todo ese tiempo, ella buscó. Lo buscó a él y a otros cientos de niños y niñas robados por la dictadura. A los 106 años, falleció Rosa Roisinblit, presidenta honoraria de Abuelas de Plaza de Mayo y referente en el mundo de los derechos humanos. Se fue con la tranquilidad que da el deber cumplido. Rosita o Site, como la llamaba la familia, nació el 15 de agosto de 1919 en Moisés Ville, provincia de Santa Fe. Era hija de colonos judíos. Fue una excelente alumna y quería seguir estudiando cuando terminó la secundaria –algo poco común en aquellos años. La única oportunidad que se le presentó fue ser partera. Se recibió de obstetra en la Universidad Nacional del Litoral (UNL) y fue partera jefa de la Maternidad Escuela de Obstetricia de Rosario. En 1949, decidió mudarse a la Ciudad de Buenos Aires. Pidió vivir en el sanatorio donde trabajaba. Conoció a Benjamín Roisinblit cuando ella ya rondaba los 30 años. Se casaron en 1951. Fueron los años más felices de su vida, le contó Rosa a Marcela Bublik, autora del libro Abuela. En 1952, nació Patricia Julia, única hija de la pareja. Fue, como su mamá, una estudiante aplicada. Cuando llegó la hora de anotarse en la universidad, Patricia también se inclinó por la salud y empezó a estudiar Medicina. Le quedaron unas pocas materias para recibirse. Debió dejar sus estudios por la persecución que ya había comenzado. Patricia militaba en Montoneros junto con su pareja, José Manuel Pérez Rojo. En junio de 1977 nació su primera hija, Mariana. Rosa estaba feliz. No quería separarse de Patricia ni de la beba. En varias entrevistas, contó que la chiquita llenaba su vida. Ella ya estaba jubilada y hacía cinco años que había enviudado. Junto con un amigo, José había montado una juguetería y cotillón en la galería Saint George de Martínez. De allí se los llevó el 6 de octubre de 1978 una patota de de la Regional de Inteligencia de Buenos Aires (RIBA) de la Fuerza Aérea. La caravana siguió hasta el departamento de la calle Gurruchaga donde vivían José, Patricia y Mariana. Secuestraron a Patricia, que estaba embarazada de ocho meses, y a la nena la dejaron en la casa de unos familiares. La RIBA estaba emplazada en Morón, en el oeste del Gran Buenos Aires, la subzona represiva controlada por la Aeronáutica. A Patricia la tuvieron secuestrada en una habitación en la planta superior de la dependencia. José estaba abajo. De eso Rosa recién se enteraría muchos años más tarde. Después de los secuestros, Mariana se quedó viviendo con sus abuelos paternos. Rosa visitaba a su nieta todos los lunes, miércoles y viernes. Como tenía más libertad de movimiento, Rosa se abocó directamente a la búsqueda. Estaba desconcertada. Solo pensaba que debía apurarse porque Patricia iba a parir en poco tiempo. A los diez días del secuestro, Patricia llamó a su mamá desde su lugar de cautiverio. Uno de sus captores tomó el teléfono y le dijo a Rosa que no había cargos graves contra ella y que iba a salir pronto. –¿Cuánto es pronto? –se desesperó ella. –Seis meses, un año, veremos. Pero vaya preparando la ropita porque cuando nazca el bebé se lo vamos a entregar. Rosa se esperanzó, pero no dejó de golpear puertas. Recibió otra llamada más de Patricia, que le decía que se ocupara de las vacunas de Mariana. Rosa sabía que era una estrategia de su hija para hacerle saber que estaba viva. Un conocido le sugirió que se acercara hasta la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH). Ella fue. La atendió un hombre que le sugirió que se juntara con otras mujeres que buscaban a sus hijos y a sus nietos. Le dijo, además, que al día siguiente las iba a recibir en su casa para preparar una denuncia para ser presentada ante la Organización de Estados Americanos (OEA). Sin pensarlo, ella se acercó hasta la casa del hombre que resultó ser el abogado Alfredo Galletti –que tenía una hija desaparecida y después sería del núcleo fundador del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS). Galletti escuchaba a las mujeres contar sus historias y tipeaba en la máquina de escribir. Ese día Rosa conoció a quienes serían sus compañeras de búsqueda. Para María Isabel “Chicha” Chorobik de Mariani, Rosa parecía un “pollito mojado” ese día. También estuvo Estela Barnes de Carlotto. En ese momento, no se llamaban Abuelas de Plaza de Mayo sino Abuelas argentinas con nietitos desaparecidos. Se reunían en confiterías para decidir cómo continuar. Se hacían pasar por maestras o modistas que se juntaban a celebrar un cumpleaños. Por debajo de la mesa, circulaban los papeles para firmar: denuncias o cartas que se mandaban al exterior para denunciar los crímenes de la dictadura. Recién en 1980, Rosa tuvo noticias de lo que podría haber pasado con su hija. Otras compañeras de la institución viajaron a Ginebra con una carpeta de fotos. Se acercaron sobrevivientes de la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), miraron las imágenes con atención y les dijeron que Patricia había sido llevada a ese campo de concentración para dar a luz a su bebé. Contaron que el 15 de noviembre de 1978 había tenido un varón al que llamó Rodolfo Fernando y que a ella se la volvieron a llevar. En 1983, fue Rosa quien viajó a Ginebra con “Chicha” Mariani. Allí se les acercó Rosa Mary Riveros, una presa política que había salido con opción del país. Les imploró que buscaran a su hija, de quien no tenía noticias desde que habían secuestrado a la compañera que la cuidaba. Al tiempo, un hombre llegó a la sede de Abuelas con información de Tamara, la hija de Mary. Rosa no dudó. Se calzó unas botas altas para la lluvia y fue hasta Guernica para tratar de localizar a la nena. Al poco tiempo, madre e hija pudieron reencontrarse en Perú. Rosa no se detuvo ante el terror, pero tampoco creyó que con la caída de la dictadura había llegado la democracia. Solía hablar de los gobiernos constitucionales a los que les seguía reclamando respuestas. Fue con Estela y Chicha a ver a Raúl Alfonsín. De esa reunión, salió el impulso para crear el Banco Nacional de Datos Genéticos (BNDG). También le reconocía a Carlos Menem, pese a que no le guardaba simpatía alguna, haber impulsado la creación de la Comisión Nacional por el Derecho a la Identidad (Conadi). Hizo mucho para ayudar a la ciencia identificar a los chicos y chicas que estaban buscando. Junto con su nieta Mariana se hicieron tantos análisis como fueron necesarios hasta que se pudo dar con el índice de abuelidad que permitía establecer una relación de parentesco cuando no estaban los padres o las madres para aportar su sangre. El 13 de abril de 2000, Abuelas recibió una denuncia anónima. Mariana, la nieta de Rosa que por entonces trabajaba en la institución, atendió la llamada. Los datos coincidían con los de su mamá. Anotó la dirección, agarró unos folletos y se fue al encuentro del muchacho que podía ser su hermano. Llegó al negocio en el que él trabajaba y le dejó una nota diciendo que podía ser quien ella buscaba. Esa misma tarde, Guillermo –que había sido criado por un integrante de la Fuerza Aérea que revistaba en la RIBA– fue a Abuelas y aceptó dejar su sangre. La muestra viajó hasta Seattle para ser cotejada con la de la familia Pérez-Roisinblit. Rosa estaba de viaje por Boston cuando recibió la llamada de la genetista Mary Claire King. “Rosa, es tu nieto”, le dijo la científica. Esa noche hubo festejos. La vicepresidenta de Abuelas debía seguir viaje hacia Washington, pero se plantó. “Me vuelvo a conocer a mi nieto”. –Soy tu otra abuela –se presentó ella ante el muchacho de 21 años que tenía enfrente, previendo que ya había conocido a Argentina, su consuegra. –Ya lo sé, Baba –le contestó él. A ella, la sonrisa le explotó en el rostro. Ese chico la llamaba de la misma forma que lo hacía su nieta Mariana. Rosa no abandonó su tarea en Abuelas. No solo buscaba a su nieto, buscaba a todos los que faltaban. Coqueta, solía andar con tacones y tenía cierto gusto por la ropa animal print. Como la recordaron sus compañeras, era fanática del tenis y del tango. Hacía un tiempo que vivía en un hogar para personas mayores, donde recibía todos los cuidados que requería. El 15 de agosto, celebró sus 106 años con familiares y amigos. “Sólo nos quedan palabras de agradecimiento por su entrega, su solidaridad y el amor con el que buscó a los nietos y nietas hasta el final”, le rindieron homenaje desde Abuelas. Su nieta Mariana le despidió en redes con una foto de ambas y un breve texto: “Para mí sos eterna”. Su nieto Guillermo compartió una imagen de ambos. “Más allá de la tristeza que siento, me alivia pensar que después de 46 años vuelve a encontrarse con mi mamá y con su gran amor, mi abuelo Benjamín”, escribió. La última despedida a Rosita será este domingo en Loyola 1139 desde las 9 de la mañana. A las 12, partirá hacia el cementerio de La Tablada. Como ella sabía, la búsqueda de esos bebés robados no se detendrá. Serán los nietos, las nietas y otros que se sumen a la tarea a la que ella dedicó la mitad de su vida. Serán miles quienes seguirán reclamando Verdad y Justicia.
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