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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 23/08/2025 04:32
Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti “Lo mejor de los hombres —tú lo sabes, Vanzetti— no es su cuerpo, que cualquier asesino carboniza. De ser así —también tú lo sabes, Sacco— sería más noble y piadoso ser verdugo que anarquista. Lo mejor de los hombres es su coraje y su fe; aquel es manto que arropa a los que tiemblan; esta es sandalia para los pies llagados. Hoy, las almas proletarias están calientes y erguidas gracias a lo que vosotros, moribundos, les donasteis: audacia, esperanza. ¡Os saludamos en vuestra final victoria, hermanos! Desde la CÁMARA DE LA MUERTE, eso —fe y coraje— irradiasteis a los hombres de toda idea y toda raza, Sacco y Vanzetti”. Así comenzaba la despedida a Sacco y Vanzetti —titulada “A Sacco y Vanzetti, nuestro saludo”—, escrita por el dramaturgo, periodista y anarquista argentino, Rodolfo González Pacheco, y publicada en el periódico anarquista La Antorcha que él editaba, el 10 de agosto de 1927. En muchas partes del mundo, y en Argentina de modo muy intenso, los trabajadores, los anarquistas, y los trabajadores anarquistas aún más, ondearon banderas, pintaron consignas, escribieron proclamas, y alzaron puños reclamando la libertad de los italianos condenados a muerte. La historia de Sacco y Vanzetti, los anarquistas italianos condenados a la silla eléctrica por un delito en el que no estaban involucrados, pasó a la historia; y ellos se transformaron, para muchos, en un símbolo de resistencia y lucha Sacco Nicola Sacco nació el 23 de abril de 1891 en Torre Maggiore, región de Apuia, Italia. Emigró a los Estados Unidos en 1908, como lo hacían —y aún lo hacen— quienes se desarraigan y buscan una nueva patria: con la ilusión de encontrar un mejor porvenir. Era mecánico, pero en Milford, estado de Massachusetts, donde se radicó, comenzó a trabajar como operario en una fábrica de calzados. En aquella ciudad conoció a Rosina, con quien se casó y tuvo dos hijos: Dante e Inés. No se definía como anarquista antes de llegar a Norteamérica. Fue después de ver por él mismo y hacer cuerpo las duras condiciones en las que vivían los trabajadores y trabajadoras en los Estados Unidos que decidió sumarse a las filas de quienes buscaban otro modo de vivir, aunque para alcanzarlo debieran volar por el aire el existente. Así lo recordó él mismo antes de su ejecución: “Yo me lancé en cuerpo y alma a la pelea; me hice el organizador de mitines y conferencias; pertenecí durante poco tiempo a la Federación Socialista Italiana. Poco después, deseando más aire, no queriendo perderme en las luchas estériles que debían alcanzar su apogeo con la exaltación de una unidad obrera, fui dirigido por un ardor y voluntad de acción hacia las agrupaciones libertarias, hasta el día nefasto en que las manos impúdicas de los esbirros me capturaron y me designaron a las represalias del enemigo…”. Vanzetti Bartolomeo Vanzetti nació el 11 de junio de 1888 en Villafalleto, región de Piamonte, Italia. En 1908 —igual que Sacco, con apenas tres años más que él (Sacco tenía 17 y Vanzetti, 20)— emigró a los Estados Unidos en búsqueda de trabajo y mejores condiciones de vida. Vanzetti era panadero, pero al llegar hizo lo que suelen hacer los migrantes apenas pisan una nueva tierra: buscar cualquier —o casi cualquier— tipo de empleo. Pasó por diferentes ciudades, por oficios varios que tenían algo en común: la precariedad de las condiciones laborales. Para intentar enraizar en Plymouth, estado de Massachusetts, se puso a trabajar en forma autónoma como vendedor de pescado. Entonces ya traía acumulada una aguda militancia sindical que lo había enviado directo a las llamadas “listas negras”. Si bien había cruzado el océano con algunas ideas formadas sobre las diferencias de clase y la lucha social, como Sacco, Vanzetti terminó por identificarse con el anarquismo en la nueva tierra. Ahí comenzó su activismo en los sindicatos que defendían esas ideas y estaban adheridos a la Industrial Workers of the World (Trabajadores Industriales del Mundo) (IWW, por sus siglas en inglés), una organización sindical que promueve la democracia laboral y la autogestión obrera, y nació en Estados Unidos en 1905, poco antes de que Sacco y Vanzetti llagaran. También como Sacco, Vanzetti escribió sobre su experiencia: “Aprendí a amar y a simpatizar con aquellos que como yo estaban resueltos a aceptar un salario mísero con tal que conservara el cuerpo y dejara en salvo el espíritu. Aprendí que la conciencia de clase no era frase inventada por los propagandistas, sino que representaba una fuerza vital, real, y que aquellos que comprenden su significado no son ya simples bestias de carga, sino seres humanos”. “Comprendí que bajo el nombre de Dios, de la Ley, de la Patria o de la Libertad, de las más puras abstracciones y de los más elevados ideales, se han cometido y se cometen los crímenes más horrendos…”. La causa de Sacco y Vanzetti fue recreada y narrada en diferentes manifestaciones culturales, como la obra de teatro "Sacco y Vanzetti. Dramaturgia sumaria de documentos sobre el caso", de Mauricio Kartun, que se estrenó en 1992. (Foto: Teatro Nacional Cervantes) Sacco y Vanzetti Sacco y Vanzetti se conocieron —como los activistas que eran— en una huelga, por 1917. Con todas las cosas en común que tenían, su amistad fue casi instantánea. En esos días, los dos ya eran galleanistas, seguidores de Luigi Galleani, un famoso anarquista italiano que desde su propio periódico anarcocomunista, Cronaca Sovversiva, convocaba a quienes formaban sus filas, a la acción: concretamente, a la revolución violenta. De hecho, Galleani también publicó un manual para la fabricación de bombas, sin eufemismos —La Salute è in voi!—, ampliamente difundido entre sus seguidores. El contexto en el que Sacco y Vanzetti decidieron unirse a este grupo no es menos importante que lo que pasó después. El siglo XX se había estrenado hacía menos de dos décadas, pero la vorágine con la que irrumpía en el mundo impactaba a través de las fronteras y agrietaba todos los suelos. En Estados Unidos había manifestaciones que repudiaban el ingreso del país a la Primera Guerra Mundial; y el eco de la Revolución Rusa se expandía entre los trabajadores del globo —también en los del país norteamericano— y provocaba un crecimiento vertiginoso en la actividad sindical. En este marco, Estados Unidos atravesó lo que dio en llamar “el primer temor rojo”, un período caracterizado por el pánico a la viralidad de las ideas comunistas y anarquistas, consideradas foráneas, infiltradas en su tierra por los extranjeros y destinadas a acabar con lo que para los estadounidenses —o al menos para buena parte de ellos— representaban los valores tradicionales de su sociedad —cualquier semejanza con lo sucedido en las dictaduras latinoamericanas de casi fin de siglo no es pura coincidencia—. Esta efervescencia y ese pavor sirvieron de impulso para el lanzamiento de una intensa campaña de persecución a quienes se enlistaban tras esas ideas, con el objetivo de acabar o al menos menguar la actividad sindical creciente —y cada vez más fructífera— y terminar con la propaganda revolucionaria que se había fortalecido. El punto máximo de ese clima de tensión ocurrió entre 1919 y 1920. En abril de 1919, un grupo de anarquistas, comandado por el italiano Luigi Galleani, puso bombas por todo el país. El objetivo eran figuras destacadas del establishment político y económico de los Estados Unidos como J. P. Morgan Jr., John D. Rockefeller, Oliver Wendell Holmes (juez del Tribunal Supremo), Alexander Mitchell Palmer (fiscal general) y funcionarios de inmigración. Algunos de ellos habían firmado la ley antisedición —que penalizaba la incitación pública a la rebelión contra el Gobierno— y la Ley de Inmigraciones del año 1918, conocida como “ley de exclusión de anarquistas extranjeros ” —tal como define su apodo, una norma para expulsar de los Estados Unidos a los extranjeros anarquistas, comunistas o de ideología similar—, o habían enviado a anarquistas galleanistas a prisión. Ninguno de ellos murió en la acción coordinada. Sí murieron un sereno, una mujer que caminaba por la calle y Carlo Valdinoci, un galleanista muy cercano al propio Galleani, y exeditor de Cronaca Sovversiva. Si bien Palmer y su familia no se vieron afectados, quedaron muy impactados por la explosión. No era la primera vez que el fiscal era blanco de un atentado con cartas bomba y no quiso esperar para ver si la próxima le atinaban. Por lo que luego de estos ataques, a los instrumentos legales que utilizaba el Gobierno para perseguir y coartar la actividad sindical y política de los trabajadores extranjeros, el fiscal sumó otra estrategia: activó lo que se conoció como “las redadas de Palmer”. Una persecución salvaje en la que, entre noviembre de 1919 y enero de 1920, el Departamento de Justicia de los Estados Unidos deportó a cientos de inmigrantes y encarceló a más de cinco mil ciudadanos haciendo caso omiso de sus derechos constitucionales. Estas redadas, como la Ley de Inmigraciones —que tuvo como destinatarios preferenciales, dentro de la actividad sindical, a los miembros de la IWW—, buscaban detener y echar al exilio las ideas anarquistas y comunistas, debido al temor rojo que se expandía por Estados Unidos como una mancha de petróleo en el mar. En este contexto los protagonistas de esta historia, extranjeros, anarquistas, activistas sindicales de la IWW y trabajadores conmovidos y comprometidos con la emancipación de las clases explotadas, es decir, dos arquetipos de todo aquello que aborrecían las clases acomodadas norteamericanas, encontraban en los galleanistas un espacio donde volcar sus ideas y llevarlas a la acción. Aunque Sacco y Vanzetti nunca ocuparon puestos jerárquicos en la organización, participaban de la logística y sabían bien de explosivos. Cuando en 1919 los anarquistas italianos estaban a la cabeza en la lista de los enemigos peligrosos del Gobierno, y Galleani y sus principales hombres fueron deportados, Sacco y Vanzetti aprovecharon su poca exposición y se ocultaron. Así evitaron la prisión la mayoría de los galleanistas que quedaron en suelo norteamericano: dejando de actuar, haciéndolo en secreto o escondiéndose. Así la evitarían también Sacco y Vanzetti. Por poco tiempo. En los años 70 se estrenó una famosa película basada en el caso, dirigida por Giuliano Montaldo, cineasta, guionista y actor italiano Presuntos culpables por anarquistas e italianos: la acusación El 5 de mayo de 1920, en una de las “Palmer raids” (“redadas de Palmer”), Sacco y Vanzetti fueron arrestados. Días antes, el 15 de abril, en la ciudad de South Braintree, estado de Massachusetts, un empleado —Frederick Parmenter— y un sereno —Alessandro Berardelli— de la Slater and Morrill shoe factory, una fábrica de calzados, habían sido asesinados a balazos luego del robo de 15.776 dólares con 51 centavos, destinados a los salarios de los trabajadores. El crimen sacudió y encolerizó a los vecinos de la ciudad. A su vez, el 3 de abril, la policía había detenido a otro militante anarquista italiano de peso: Andrea Salcedo. Después de torturarlo y pasar varios días en prisión, Salcedo cayó del décimo cuarto piso del edificio de la policía de Nueva York. La versión oficial fue que se había suicidado. Pero sus compañeros de activismo, afuera, no dudaban de que lo habían arrojado. Y el perfil bajo que estaban intentando mantener algunos para no ser deportados se tiñó con la sangre del militante muerto que provocó que los anarquistas italianos se organizaran para reclamar por su vida o, más bien, por su muerte. Cuando Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti fueron arrestados, la noche del 5 de mayo, estaban organizando campañas de denuncias por el asesinato de Andrea Salcedo. Lo curioso —si cabe el término para una Justicia que actuaba más por xenofobia e influencia del antianarquismo y anticomunismo del momento que por pruebas certeras— es que cuando los llevaron a la comisaría y los interrogaron no se les imputó ningún delito, más bien los increparon por sus actividades sindicales y políticas. Pero dos días después de su detención, el fiscal del distrito tuvo la amabilidad de informarles que se los acusaba de los asesinatos de South Braintree. En un santiamén, la prensa se encargó de que la noticia corriera como hilo de pólvora con fuerte hincapié en que los presuntos culpables eran anarquistas e italianos. A partir de ese momento el procesamiento de Sacco y Vanzetti se convirtió en un espectáculo orquestado por el Gobierno de los Estados Unidos para enviar un mensaje claro y contundente a la sociedad, específicamente a los inmigrantes y activistas sindicales, compañeros de ideas y de lucha de los acusados: el que no sabemos si las hizo o no las hizo, las paga igual por anarquista, por inmigrante o por las dos. Mientras Sacco y Vanzetti transitaban un proceso judicial nefasto, con instancias de apelación ignoradas, durante siete años de prisión, en todo el mundo los trabajadores y activistas de izquierda se lanzaban a las calles clamando por su libertad “El derecho es lo que dicen los jueces”: el juicio Sacco y Vanzetti estuvieron presos durante más de siete años. El juicio en el que se debía comprobar o descartar si efectivamente habían sido los autores del crimen fue una pantomima: estuvo sembrado de irregularidades, pruebas distorsionadas, inventadas y un sinfín de caminos tomados por la fiscalía que conducían —una y otra vez— a la actividad sindical y anarquista de los acusados. No le importó al tribunal la declaración de Vanzetti, que aseguró había estado vendiendo pescado en el momento en que la fábrica de calzado era robada. Ni la de los testigos que confirmaron que lo vieron vender. Tampoco le importó que Sacco hubiera estado en Boston, intentando obtener un nuevo pasaporte en el consulado italiano, y que el empleado que lo recibió enviara esa confirmación por escrito. Ni que contara que luego había almorzado con amigos allí y esos amigos confirmaran su versión. Por el contrario, la fiscalía desestimó estos testimonios: aseguró que no podía establecerse la visita de Sacco al consulado y quitó valor a las palabras de sus amigos sentenciando que eran anarquistas. Tampoco le importó al tribunal que las balas homicidas no coincidieran con el arma de Sacco, ni con la de Vanzetti. En la corte, dos expertos de la fiscalía juraron que una de las balas letales encontradas cerca de Berardelli, el sereno, coincidía con las disparadas por el arma de Sacco, la que probaron en el juicio. No importó que dos expertos de la defensa dijeran que eso no era cierto —años después, los abogados defensores sugerirían que la bala mortal que utilizaron para compararla con la del arma de Sacco había sido sustituida por la fiscalía, advirtiendo que la parte acusadora aseguraba que solo una bala coincidía y los testigos juraron haber visto cómo uno de los asaltantes vaciaba su cargador en Berardelli, el sereno. Razón por la cual todas las balas debían coincidir. O ninguna. No les importó que todas las balas encontradas en la escena del crimen eran calibre 32, mientras Vanzetti empuñaba una 38. La fiscalía aseguró que Vanzetti le había sacado el arma al guardia asesinado. Nadie declaró haber visto a alguien sacarle el arma ni nada parecido, aunque el guardia que cargaba con el dinero de los jornales estaba oportunamente desarmado cuando lo hallaron muerto. Al jurado le cerró la explicación de la fiscalía y la compró sin más. Tampoco importó que la gorra que hallaron allí, y aseguraban pertenecía a Sacco —las pruebas de las que se jactaba la fiscalía— le quedara chica al momento en que se la probaron. Katzmann, el fiscal asignado, insistió en que le iba perfecta y se refirió en lo que siguió a la gorra como suya. Para que nadie dudara. Al jurado le llevó solo tres horas, interrumpidas para cenar, llegar al veredicto: culpables. Sus integrantes aseguraron que el hecho de que fueran inmigrantes y anarquistas no había influido en la decisión. El asesinato, en Massachusetts, era un crimen capital. Era 14 de julio de 1921 y Sacco y Vanzetti estaban destinados a la silla eléctrica. Las instancias de apelación, a las que recurriría la defensa durante los seis años siguientes, llegaron hasta la Suprema Corte de Justicia de los Estados Unidos. Serían obsoletas. La institución se negaría a revisar el caso, aunque afuera, los trabajadores del mundo clamaran por la libertad de Sacco y Vanzetti. Al Máximo Tribunal del país del norte no le importó que el juicio fuera una farsa. Ni que tres testigos clave de la fiscalía admitieran haber sido obligados a identificar a Sacco en la escena del crimen. Ni que en 1924 se descubriera que, efectivamente, alguien había cambiado el tambor del arma de Sacco por el de una Colt automática idéntica a la utilizada en el homicidio para que coincidiera en la comparación. Ni que en 1925 Celestino Medeiros, un convicto portugués miembro de una banda que había robado zapatos de algunas fábricas en Massachusetts, incluyendo en la que ocurrieron los asesinatos, dijera haber cometido el crimen —aunque al ser interrogado se desdijo, seis años después se lo confesó, según trascendió, a un abogado de Nueva York—. Entre los integrantes de la Suprema Corte estaba el célebre Oliver Wendell Holmes, conocido por su famosa premisa: “el derecho es lo que dicen los jueces”. Vaya si lo comprobaron Sacco y Vanzetti. The Boston Daily Globe, un diario de Boston, Massachusetts, anunciaba la muerte en la silla eléctrica de los anarquistas italianos y del portugués, Madeiros Sacco y Vanzetti, fronteras afuera En todo el mundo el juicio y el destino de los italianos era seguido con atención —y buena dosis de incredulidad—. Y luego de la condena no tardó en propagarse, como una onda expansiva internacional, el repudio: trabajadores de diferentes partes del globo se volcaron a las calles para manifestarse en contra y pedir su liberación con huelgas masivas, mientras se agotaban las instancias de apelación. Hicieron de la causa del pescador y el zapatero la propia, proclamaron su libertad con puño alzado. Sacco y Vanzetti se transformaron en bandera, en consigna, en símbolo de lucha. El fiscal y el juez Webster Thayer fueron señalados por su comportamiento corrupto. Demasiado no pareció afectarles. En 1927 las protestas multitudinarias ya habían sacudido las calles de Nueva York, Londres, Ámsterdam, Tokio, París, Ginebra, Berlín, Milán, Barcelona, Lisboa, Ciudad del Cabo, Sídney, México, Montevideo, Buenos Aires. En algunas ciudades también hubo atentados. Buenos Aires, donde el anarquismo tenía una presencia destacada, fue una de ellas. Ahí —acá— la solidaridad para con Sacco y Vanzetti no sólo se expresó con paros generales, y manifestaciones extensísimas sino también con ataques con explosivos ejecutados por Severino Di Giovanni, el famoso anarquista italiano radicado en el país. Algunos de sus blancos fueron la embajada de Estados Unidos, la estatua de George Washington, la sede de la compañía Ford. Y hubo más. En ciudades como Mendoza y Rosario la causa también caló hondo y hubo cierre de comercios, de escuelas, protestas que duraron una semana entera y que no menguaron en su convocatoria. En este suelo austral, como en otros tantos de otros puntos cardinales, se publicaron cientos de notas, columnas y periódicos completos dedicados a seguir los acontecimientos que se sucedían en el proceso judicial. Referentes de la cultura internacional como H. G. Wells, Bernard Shaw, Albert Einstein, Miguel de Unamuno y Marie Curie, entre otros, también se pronunciaron a favor de los sentenciados. En Massachusetts hubo un diluvio de telegramas pidiendo el indulto para Sacco y Vanzetti. Fue ahí cuando el entonces gobernador, Alvan Tufts Fuller, creó una comisión que trabajó a destajo para revisar el caso, pero terminó por confirmar el veredicto. Monumento a Sacco y Vanzetti en Carrara, Italia La condena El 23 de agosto de 1927, después de negarse a recibir a un sacerdote, Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti caminaron tranquilos y con la frente en alto a su encuentro con la muerte. En sus instantes finales de vida Vanzetti agradeció a los guardias por haber sido amables en el trato y se despidió con un apretón de manos. También leyó una declaración en la que aseguraba su inocencia y luego dijo: “Deseo perdonar a algunas personas por lo que me están haciendo ahora a mí”. En la silla eléctrica, en la prisión de Charlestown, mientras el mundo, afuera, seguía intentando, impotente, salvarlos, miró a los presentes y gritó: “Viva la anarquía”. Las últimas palabras de Sacco, también fueron “¡Viva la anarquía!” y "Addio, mia madre“. Antes de que llegara su destino, que a esas alturas sabían inexorable, Sacco y Vanzetti le enviaron una carta de agradecimiento a los trabajadores argentinos por su solidaridad: “Nosotros deseamos decir a los compañeros, a los amigos, al pueblo argentino, que sabemos cuán grande, sublime y heroica es su solidaridad hacia nosotros. Sabemos que habéis dado el pan y el reposo vuestro, vuestra sangre y vuestra libertad por nosotros. Sabemos que hubo quien dio su vida por nosotros. Vuestra solidaridad generosa nos reafirma en la fe anárquica y humana. Vuestro sacrificio heroico, nos hace sangrar el corazón, mas nos sostiene el ánimo dándonos la certeza de una victoria final del proletariado. Nosotros saludamos a quien lucha por nosotros; a quien está preso por nosotros; a quien ha muerto por nosotros. Compañeros: amigos, Pueblo de la Argentina: nosotros morimos con vosotros en el corazón”. También habían enviado cartas a sus familias y seres queridos y volcado sus sentires y pensamientos en diferentes declaraciones. En una de ellas, Vanzetti escribió: “Abarqué el concepto de fraternidad y amor universal. Sostuve que cualquier cosa que beneficie o perjudique al hombre, beneficia o perjudica el conjunto de la especie humana. Sentí mi libertad y mi felicidad en la libertad y la felicidad de todos. Admití que la equidad en los actos, en los derechos y deberes es la única moral en que puede fundamentarse una sociedad humana… Yo soy y seré hasta el último momento (a menos que descubra mi error) comunista anárquico, porque siento que el comunismo es la forma del contrato social más humana, porque sé que solamente en la libertad podría surgir el hombre a su noble y armoniosa integridad”. Sacco también escribió: “Mi crimen, el único crimen, del que estoy orgulloso, es el de haber soñado una vida mejor, hecha de fraternidad, de ayuda mutua; de ser, en una palabra, anarquista, y por ese crimen tengo el orgullo de terminar entre las manos del verdugo”. Al cumplirse 50 años de su ejecución, en 1977, el gobernador de Massachusetts, Michael Dukakis, admitió que la condena y ejecución de Sacco y Vanzetti había sido injusta y que “cualquier desgracia debería ser para siempre borrada de sus nombres”. Su verdad, medio siglo más tarde, hizo poco sentido en el consciente colectivo de los trabajadores y todos aquellos que se habían involucrado con la causa, para quienes nunca había existido un ápice de duda: Sacco y Vanzetti eran inocentes.
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