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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 18/08/2025 08:41
Un participante del experimento de Milgram reacciona con frustración y levanta una silla durante la prueba, evidenciando el alto nivel de tensión y estrés generado por el estudio sobre obediencia (Créditos: Archivos y manuscritos de la Universidad de Yale) Algunos de los experimentos psicológicos más influyentes de la historia serían imposibles de realizar bajo los estándares éticos actuales. La BBC revisó tres estudios emblemáticos cuyas metodologías, aunque fundamentales para el desarrollo de la psicología, hoy serían inaceptables por el daño potencial a los participantes y por afectar la protección de los derechos humanos. Durante el siglo XX, la psicología, al igual que otras ciencias, adoptó un marco ético cada vez más estricto. Las normas actuales exigen que los riesgos sean proporcionales a los beneficios esperados, garantizan la participación voluntaria y con consentimiento informado, y establecen protección especial para grupos vulnerables, como los niños. Además, el uso de engaño en los experimentos se encuentra regulado de manera estricta o prohibido por varios códigos deontológicos. Estas medidas de protección no siempre existieron. Paradójicamente, algunos experimentos que hoy serían impensables por contradecir los estándares actuales son considerados referentes clave de la psicología, ya que permitieron comprender aspectos complejos, y a veces inquietantes, del comportamiento humano. La BBC seleccionó tres de los más conocidos para ilustrar cómo contribuyeron tanto al conocimiento científico como a la evolución de la ética en la investigación. 1. Experimento de Milgram: la obediencia ante la autoridad Generador de descargas eléctricas utilizado en el experimento de Milgram, diseñado para evaluar la obediencia a la autoridad, con niveles que iban desde leves hasta supuestamente letales (Créditos: Archivos y manuscritos de la Universidad de Yale) El primero, realizado en 1963 por Stanley Milgram en la Universidad de Yale (Estados Unidos), buscaba determinar hasta dónde podía llegar una persona común al obedecer órdenes que contradecían su conciencia. Inspirado por los juicios de Nuremberg tras la Segunda Guerra Mundial, Milgram quiso averiguar si la obediencia ciega era exclusiva de los criminales de guerra nazis o si cualquier individuo podía cometer actos atroces bajo presión. El experimento de Milgram reveló la facilidad con la que personas comunes obedecen órdenes dañinas bajo presión de autoridad (Créditos: Archivos y manuscritos de la Universidad de Yale) Para ello, reclutó a 40 voluntarios estadounidenses, haciéndoles creer que participaban en un estudio sobre memoria y aprendizaje. Los participantes, asignados al azar como “profesores” o “estudiantes”, debían aplicar descargas eléctricas de intensidad creciente a los “estudiantes” cada vez que cometían errores. Aunque las descargas eran falsas, los “profesores” escuchaban gritos de dolor pregrabados. La comunidad científica resultó sorprendida: el 65% de los participantes administró la descarga máxima de 450 voltios, marcada como “PELIGRO: choque severo”. Milgram concluyó que las personas suelen percibirse como instrumentos de la voluntad ajena, evitando asumir la responsabilidad de sus actos. Un voluntario del experimento de Milgram aplica supuestas descargas eléctricas a otra persona, siguiendo instrucciones de un investigador, en un estudio sobre la obediencia a la autoridad realizado en 1963 “Lo que he aprendido de mi experimento es que no hace falta que una persona sea malvada para que participe en un sistema malvado: la gente ordinaria puede ser fácilmente integrada en sistemas malévolos”, afirmó Stanley Milgram en entrevista con BBC. Según este medio, el dilema ético de este estudio radicaría en el intenso estrés psicológico al que se sometió a los voluntarios, algo que hoy sería inadmisible. Lo realmente inadmisible es que tanta gente obedezca órdenes inmorales sin rebelarse, algo que puso en evidencia este experimento. 2. Prisión de Stanford: el poder de los roles El segundo caso, conocido como el experimento de la prisión de Stanford, fue dirigido en 1971 por Philip Zimbardo en la Universidad de Stanford. El objetivo era analizar cómo la percepción de poder puede transformar la conducta. Los participantes, jóvenes remunerados, fueron asignados aleatoriamente como “prisioneros” o “guardias” y ubicados en un entorno que simulaba una prisión en el sótano del departamento de Psicología. Participantes del experimento de la prisión de Stanford en 1971, donde voluntarios asumieron los roles de prisioneros y guardias, revelando el impacto psicológico de las jerarquías y la autoridad (Crédito: Captura de Video) Los “guardias” debían mantener el orden sin usar violencia física, mientras que los “prisioneros” fueron sometidos a procedimientos humillantes, como ser vendados y desnudados antes de vestirles el uniforme carcelario. Rápidamente, los “guardias” comenzaron a ejercer medidas autoritarias y a ejercer tortura psicológica, mientras que los “prisioneros” en muchos casos aceptaron pasivamente el abuso o colaboraron con la opresión. Zimbardo, quien asumió el papel de director de la prisión, permitió que el experimento continuara a pesar del sufrimiento evidente y luego reconoció haber perdido la perspectiva como científico y psicólogo. Un participante del experimento de la prisión de Stanford es vendado durante su ingreso simulado, parte de un estudio que evidenció los efectos del poder y el abuso en entornos controlados (Crédito: Captura de Video) El estudio, planeado para durar dos semanas, se suspendió a los seis días debido a la intensidad de la violencia psicológica, tras la salida de dos “prisioneros”. Este experimento demostró el impacto de los sistemas y las situaciones en el comportamiento de personas consideradas “buenas” y evidenció la necesidad de límites éticos en la investigación. 3. El pequeño Albert: condicionamiento del miedo en la infancia El tercer experimento se realizó en 1920 en el hospital universitario Johns Hopkins de Maryland y tuvo como protagonista a un bebé de nueve meses conocido como “el pequeño Albert”. Bajo la dirección de John B. Watson y su asistente Rosalie Rayner, se buscaba demostrar que el miedo podía ser condicionado en un niño emocionalmente estable. Escena del experimento del pequeño Albert, en el que un bebé fue expuesto a estímulos para inducir mied (Captura de video) Usando el modelo de condicionamiento clásico, los investigadores expusieron a Albert a diferentes animales y objetos, sin provocar temor. Después, cada vez que Albert tocaba alguno de ellos, los investigadores producían un fuerte ruido golpeando una barra, provocando miedo. Tras varias repeticiones, Albert comenzó a llorar y mostrar ansiedad solo con la presencia de la rata, que pasó de ser un estímulo neutro a uno condicionado. La identidad y destino de Albert se ocultaron durante décadas, y aunque Watson indicó que era posible eliminar el miedo inducido, no llegó a hacerlo, por lo que probablemente el niño conservó esa fobia. La ausencia de regulación ética en este experimento es especialmente inquietante: se utilizó a un menor sin protección ni seguimiento posterior. El pequeño Albert durante el experimento de 1920, en el que fue condicionado para temer a ciertos animales, un estudio que hoy sería inaceptable por su falta de protección y seguimiento ético (Captura de video) Estos tres experimentos, analizados por BBC, ampliaron el conocimiento sobre la obediencia, el poder y el miedo, pero también impulsaron la creación de normas éticas más estrictas en la investigación psicológica. En la actualidad, la protección de los participantes y la prohibición de provocar daño son principios innegociables en la ciencia, estableciendo un límite que la experimentación no puede franquear.
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