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  • El perverso programa Aktion T4 de Hitler, el plan para exterminar a las personas con discapacidad y así “purificar la raza”

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 18/08/2025 04:59

    Niños del hospital Schönbrunn que tomó un fotógrafo de las SS La luz de invierno alemán apenas atravesaba la ventana esmerilada del hospital de Hadamar. Detrás de esas puertas de hierro frías, durante años, el régimen nazi ejecutó en secreto uno de sus crímenes más sistemáticos y menos conocidos. El programa Aktion T4, que planificó y llevó a cabo el asesinato industrializado de decenas de miles de personas con discapacidad en Alemania, bajo la justificación de “purificar la raza”. Nadie en el pueblo que lleva el mismo nombre que el hospital habla en voz alta de los micros grises de ventanas tapadas que llegan en mitad de la madrugada e ingresan al estacionamiento del edificio. Dos soldados nazis abren las puertas en silencio y la caravana ingresa. Pese al silencio, el hedor agrio que se escapa de la chimenea no da tregua. Nadie se atreve a preguntar por los niños desaparecidos ni por los familiares que no regresan. Los registros del hospital ofrecen únicamente una palabra aséptica: “transferencia” al lado de cada nombre. Una directriz firmada en lo oculto La historia oficial del Aktion T4 comienza con un documento de apenas tres párrafos, fechado el 1 de septiembre de 1939 y firmado por Adolf Hitler. La orden, redactada en papel membretado de la Cancillería del Reich, autorizaba a los médicos designados “a concederles la muerte misericordiosa a los pacientes considerados incurables, según el discernimiento humano más crítico”. Ningún sello oficial, solo una rúbrica apurada. La decisión de iniciar el programa coincidió, no por azar, con la fecha de inicio de la invasión a Polonia por parte del nazismo. Autobús Gekrat que usaba el Aktion T4 La directriz no se hizo pública. Solo unos pocos miembros del círculo íntimo de Hitler —especialmente el jefe de su Cancillería, Philipp Bouhler, y el médico personal del Führer, Karl Brandt— conocían el verdadero alcance de la orden. Pero la sombra se extendía rápido. Lo que comenzó con la muerte de un solo infante —el niño Gerhard Kretschmar, nacido con graves discapacidades y asesinado tras la insistencia de sus padres y la autorización directa de Hitler— pronto se transformó en un programa estatal. “No quedó ni una palabra para decirse” En el comedor de una institución para niños con discapacidad intelectual en Leipzig, la hermana Annegret recuerda la mañana en que los hombres con abrigos de cuero y portapapeles llegaron para hacer preguntas. —¿Cuántos niños no caminan? —preguntó uno, sin mirar a los ojos. La directora balbuceó una cifra. El hombre escribió algo y cerró el cuaderno. No cruzó palabra con ninguno de los pequeños, que jugaban ajenos junto a una estufa. —¿Tiene usted registros médicos completos? —insistió otro. —Sí, por supuesto. Los actualizamos a diario —respondió ella. Traslado de enfermos mentales durante el programa Aktion T4 de los nazis Al día siguiente desaparecieron tres niños. Nadie supo nunca el paradero de Albert, Frieda y Otto. Más tarde, las enfermeras encontraron sus camas hechas, los efectos personales guardados en cajas, y un recibo para los padres donde se mencionaba una “neumonía súbita”. La opacidad y la frialdad del proceso formaron parte del método. Las familias recibían pocas o ningunas explicaciones y, cuando preguntaban, recibían cartas pre-fabricadas con causas de muerte inverosímiles: “insuficiencia cardíaca”, “pleuresía”, aunque la autopsia estuviese prohibida y el cuerpo, incinerado sin aviso. Eugenesia y legitimación médica No hay en la historia del siglo XX una colaboración tan letal entre medicina y Estado como la que se selló en el corazón del Tercer Reich. Médicos, psiquiatras y asistentes sociales oficiaron de jueces y verdugos. Casi todos los hospitales psiquiátricos y centros de atención médica del país recibieron cuestionarios desde Berlín, pidiendo información sobre sus residentes. Se requería la edad, diagnóstico y antecedentes familiares de cada paciente discapacitado. El procedimiento no requería exámenes presenciales. Un tribunal de médicos anónimos, en decenas de oficinas camufladas, evaluaba los formularios y decidía con cruces y anotaciones quién merecía vivir y quién debía morir. Las sentencias selladas enviaban a miles al último viaje al hospital de Hadamar. Esta fotografía se usó para la propaganda nazi con la siguiente leyenda este enfermo mental cuesta 2 mil marcos por año al Estado La maquinaria nazi usó micros adaptados cuyo diseño incluía accesorios que impedían la vista hacia el interior. Viajaba el rumor de que los cristales ennegrecidos ocultaban gritos o convulsiones. Algunos conductores —no todos cómplices conscientes al principio— silenciaron después lo que vieron. “La medicina fue puesta al servicio del asesinato”, señalaría después un testigo durante los juicios de Núremberg. El lenguaje oficial suavizaba la monstruosidad: “eutanasia”, “asistencia final”, “actos de compasión”. La fábrica de la muerte Seis instalaciones principales jalonaban el mapa de Alemania: Bernburg, Brandenburg, Grafeneck, Hadamar, Hartheim y Sonnenstein. Cada una perfeccionó técnicas de exterminio que, según los documentos de la época, sirvieron de laboratorio para el Holocausto. Entre 1940 y 1941, cerca de 70.000 personas fueron asesinadas en cámaras de gas especialmente diseñadas, empleando monóxido de carbono puro. Los visitantes esporádicos no veían cuerpos ni sangre. Las fachadas permanecían limpias y los jardines, intactos. “La muerte tenía muchas puertas”, diría un sobreviviente años más tarde. A los recién llegados se les prometía un examen médico. Los llevaban descalzos, en fila, hacia una habitación blanca. El gas comenzaba poco después de cerrar la puerta. Propaganda nazi del Aktion T4, programa para eliminar incurables, tarados, débiles, ancianos y niños deformes. Según la publicidad Dios estaba de acuerdo: "porque Dios no puede querer que los enfermos y lisiados engendren nuevos enfermos y lisiados Uno de los médicos responsables, al ser interrogado tras la guerra, describió sin compasión: —No duraba mucho. Algunos niños lloraban. Las mujeres, a veces, gritaban nombres de sus hijos. En minutos todo terminaba. Pero los gritos resonaban en mi cabeza mucho después. El procedimiento se repetía a diario, mecánicamente. Los registros clínicos, corregidos después de la muerte, aseguraban que las defunciones coincidieran con “causas naturales”. La “purificación” en nombre de la raza La justificación ideológica jamás se ocultó entre los funcionarios. Textos oficiales, discursos y carteles de propaganda pintaban a los discapacitados como una “carga genética” para el pueblo alemán. Películas como “Ich klage an” (“Yo acuso”) circularon en cines, sembrando la idea de la eutanasia como un “deber nacional”. El léxico de la época hablaba de “vida indigna de ser vivida”, un concepto surgido años antes entre académicos y convertido en política de Estado. “Un paciente incurable cuesta 60.000 reichsmarks”, rezaba uno de los posters, mostrando la silueta de un hombre deforme sostenido por una masa productiva. El Estado exhibía así los costos económicos como coartada ética para el genocidio silencioso. El plan de Hitler de eliminar a los discapacitados adelantó el Holocausto nazi Una comunidad paralizada por el miedo En un pueblo de la región de Hesse, la comunidad dejó de hablar a la familia Bärwald cuando su hija Lena, con síndrome de Down, fue trasladada por la policía sanitaria. Nadie volvió a mencionar su nombre. Las cartas enviadas a la dirección del hospital en Hadamar no recibieron respuesta. —Nos prohibieron preguntar —dice la tía de la nena, la única que guardó un retrato de Lena en el fondo de un cajón. Caminando por las calles del pueblo, cada sonido de frenos, cada bocina distante, disparaba el terror entre quienes aún temían por otros hijos. Las madres dormían con la ropa puesta: “Por si nos despiertan de noche y nos la arrebatan”, susurraba una vecina. La sociedad civil, atrapada entre la propaganda estatal y la amenaza de castigo, se inclinó por el silencio o la complicidad. Solo unas pocas voces —algunas religiosas, otras de médicos disidentes— intentaron advertir, pero su protesta fue sofocada. En los pasillos del Ministerio del Interior, un documento recorría la cadena de mando nazi. Las órdenes vienen de más arriba, insisten los burócratas. “No podemos negarnos: cumplir las directrices es nuestra obligación administrativa”, reza un memo. —No es mi función matar —dice un médico anónimo. —Pero tampoco puedo salvarlos. El engranaje administrativo ahogaba cualquier atisbo de compasión. La máquina estatal se alimentaba de obediencia y silencio. Autorización de Hitler para el Aktion t4 El secreto a voces y el final en la penumbra El olor de los crematorios y el aumento repentino de urnas enviadas por correo a las familias terminaron por levantar sospechas. Las protestas comenzaron entre clérigos católicos y protestantes, algunos de los cuales denunciaron desde los púlpitos la “bárbara eutanasia”. En agosto de 1941, el obispo de Münster, Clemens August Graf von Galen, pronunció un sermón que llegó a oídos de miles de alemanes: “Estos pobres enfermos inocentes están siendo asesinados a sangre fría, y nosotros hemos guardado silencio. ¡No lo hagamos más!” La presión pública, sumada a la inquietud de las altas esferas, llevó a Hitler a suspender “oficialmente” el programa T4 ese mismo año. Pero los asesinatos continuaron de forma clandestina durante el resto de la guerra. En instituciones, hospitales y hogares, el matar por hambre, sobredosis de medicamentos o abandono siguió acumulando víctimas. Historias que resisten Los archivos del Holocausto recogen una cifra estimada de víctimas de al menos 250.000 personas asesinadas por el Aktion T4 y los programas satélite de eutanasia. Nadie sabe la cantidad exacta. Los nombres, en su mayoría, se perdieron bajo el peso de la burocracia, los registros falsificados y las incineraciones sin nombre. Revista Neues Volk de la Oficina de Políticas Raciales del Partido Nacionalsocialista. Decía esta persona que padece una enfermedad mental hereditaria, cuesta 60 mil marcos de por vida. Camarada, es tu dinero también Heinrich, un adolescente epiléptico de la región de Sajonia, escribió a su hermana una semana antes de su traslado: “No tengas miedo por mí. Dicen que este sitio es tranquilo, que pronto podré volver a casa. ¿Tú crees que papá y mamá me extrañarán mucho?” La carta se conserva con la esquina quemada, como si el incendio de la guerra hubiera querido borrar también las palabras. En los juicios de Núremberg, médicos y funcionarios intentaron excusar sus actos alegando obediencia debida o “misericordia”. La sentencia fue clara: “Asesinato, bajo cualquier disfraz, sigue siendo asesinato”. Décadas después, la memoria del Aktion T4 permanece envuelta en bruma para la mayoría de los alemanes. Memoriales discretos, placas desperdigadas, testimonios recogidos en museos. Pero la herida persiste, actual. Ruth, sobreviviente del hospital de Bernburg, declararía años más tarde: “Yo era una niña, no una cifra ni un diagnóstico. Nadie escucha los sueños de quienes no pueden hablar”.

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