12/08/2025 07:30
12/08/2025 07:30
12/08/2025 07:30
12/08/2025 07:30
12/08/2025 07:30
12/08/2025 07:30
12/08/2025 07:30
12/08/2025 07:27
12/08/2025 07:26
12/08/2025 07:26
Buenos Aires » Infobae
Fecha: 12/08/2025 04:43
Francois y sus víctimas El terror invadía la ciudad de Poughkeepsie, en 1998, aunque no había pistas que seguir, ni escena del crimen, ni un cuerpo que delatara qué ocurrió. Durante dos largos años, el aire en una modesta casa del norte del estado de Nueva York estuvo impregnado de un hedor insoportable. Aunque todos a su alrededor hablaban del olor nauseabundo, nadie imaginaba a qué se debía. Kendall Francois, un hombre corpulento, callado, exmilitar, que trabajaba en una escuela y estudiaba en la universidad, escondía algo monstruoso. Fueron ocho mujeres desaparecidas, casi todas trabajadoras sexuales, todas invisibles para una sociedad que apenas registró su ausencia y le restó importancia a cada denuncia de desaparición. Sus cuerpos estaban ahí, descomponiéndose lentamente enterrados en bolsas plásticas dentro de la misma casa donde vivía con sus padres y hermana menor. Nadie lo denunció. Nadie sospechó de él, hasta que una sobreviviente pudo dar algunas pistas. Apodado “El Apestoso” por quienes notaban su olor hediondo (más allá de lo higiénico), Francois fue detenido en septiembre de 1998. La policía, guiada por los testimonios de prostitutas que debieron padecer su violencia, allanó la vivienda y se encontró con el horror. Durante el allanamiento en la casa de Francois (captura) El tipo de bajo perfil, pero con hedor que provocaron burlas Antes de convertirse en uno de los asesinos en serie más siniestros de la historia criminal reciente de Estados Unidos, Kendall Francois parecía llevar una vida normal. Nació en 1971, en Poughkeepsie, Nueva York, y fue el segundo de cuatro hermanos de una familia afroamericana de origen haitiano. Su infancia transcurrió en un entorno familiar estable, con padres trabajadores y en los suburbios. Durante su adolescencia estudió en la escuela secundaria de Arlington y se integró con normalidad. Practicó lucha libre y fútbol americano, deportes en los que era bueno por su imponente físico: 1,92 metros de estatura y más de 145 kilos. Era algo intimidante. Pese a su corpulencia, no era conocido entonces por su agresividad, sino por su carácter reservado y distante. Al graduarse en 1989, se alistó en el Ejército, donde completó su entrenamiento básico en Fort Sill, Oklahoma. Allí estuvo durante cuatro años, pero su sobrepeso comenzó a afectar su desempeño, por lo que, finalmente, fue dado de baja por razones médicas. Esa salida le sacó a su vida el poco rumbo que, hasta entonces, tenía. Regreso en Nueva York e intentó reinsertarse socialmente. Se anotó en una escuela y estudió artes liberales. En esos años, también comenzó a trabajar como asistente escolar en la Escuela Intermedia Arlington, inicialmente como encargado por media jornada y, más tarde, como monitor estudiantil, entre abril de 1996 y enero de 1997. Aunque lo que lo destacó en ese ámbito escolar fue comportamiento fuera de lugar, nadie lo tomó como alarmas: tuvo denuncias internas por conducta inapropiada con las estudiantes. Algunos relatos contaban que hacía comentarios sexualizados, abrazaba y acariciaba el cabello de las chicas sin consentimiento. Pero no hubo cargos formales ni investigaciones. El clima dentro de la escuela se volvió incómodo y renunció, alegando que había conseguido empleo en una institución para niños con discapacidad intelectual. La escuela nunca confirmó su contratación. Otro rasgo en aquellos años fue su falta de higiene personal y su fuerte olor corporal: tanto alumnos como colegas comenzaron a llamarlo Stinky —El Apestoso—, apodo que más tarde cobraría un significado mucho más siniestro. Este periodo, entre los años posteriores a su baja militar y su retiro del entorno escolar, coincide con el inicio de su escalada criminal. Mientras su rutina diaria parecía la de un hombre más, en realidad, estaba gestando en silencio el horror que estaba por desatar. Kendall Francois El crimen que no fue y la caída del monstruo Cuando la desaparición de las ocho mujeres era un hecho, las alarmas se hicieron escuchar. Había comenzado una investigación policial que implicó la entrevista a cientos de personas y hasta realizaron búsquedas en helicópteros para localizar a las mujeres desaparecidas. No hubo resultado. El 1 de septiembre de 1998 un suceso cambió lo que hasta entonces era una enigmática historia. Aquel día por la mañana, los detectives de la policía Skip Money y Bob McCree repartían panfletos sobre la desaparición de Catina Newmaster, una joven de 25 años, que estaba desaparecida desde 25 de agosto de ese año. Cuando pararon para cargar combustible, se les acercó un hombre: les dijo que una mujer visiblemente alterada le acababa de decir que había sido agredida. Se acercaron a ella. La vieron fuera de sí por el susto y la terrible experiencia que acaba de sufrir: alguien había intentado matarla. Las marcas en su cuello despejaron cualquier tipo de dudas. La llevaron hasta la comisaría para que declarase de manera formal. Diane Franco contó que era prostituta y que unas horas antes, un hombre la había contratado y la llevó a su casa. Luego de tener sexo en la habitación de él, ella le pidió que le pagara. El hombre enfureció. La tomó del cuello y empezó a estrangularla. Pese a las pocas fuerzas que tenía, consiguió soltarse, le pidió que la dejara irse... La dejó. La llevaba hasta la estación de servicio donde la había contratado, pero, asustada y desconfiando de lo que él le haría, la mujer saltó del auto en movimiento. Aunque el hombre la buscó, se topó con los policías que repartían volantes de Catina y se fue. En la comisaría, Diane dio detalles claves. No solo sabía su nombre y que era un cliente habitual, sino que lo apodaban “El apestoso” y también sabía su dirección. A eso de las 14, los dos detectives llegaron a la casa de la familia Francois. Estaba allí y lo citaron en la comisaría. Declaró y aceptó que tuvo intimidad con la joven, que intentó asfixiarla y dijo que después se calmó y no lo hizo; por lo que optó por llevarla hasta donde se encontró con ella. Pese a su calma para hablar, al admitir que era un cliente habitual desde hacía años, se convirtió en sospechoso de las numerosas desapariciones de las demás mujeres, en la misma zona que él frecuentaba. Cuando creyó que con su declaración era suficiente, le informaron que allanarían su casa. Eso lo puso nervioso. Le mostraron fotografías de las mujeres desaparecidas desde 1996. Pasó lo inesperado. Uno de los lugares donde enterró a sus víctimas El allanamiento y la revelación espeluznante A ver aquellas fotografías, separó cuatro y dijo: “A estas las asesiné”. Separó otras tres fotos y agregó: “A estas no estoy seguro”. Quedó detenido y los detectives pidieron una orden para allanar la vivienda que compartía con sus padres. Al llegar, el 2 de septiembre por la noche, los recibió su padre, le comunicaron lo que estaba pasando y le pidieron a su madre y hermana que salieran de allí. Apenas cruzaron el umbral de la vivienda, el olor nauseabundo los golpeó como una pared invisible. Durante años, la familia había aceptado las excusas de Kendall: que era la basura acumulada, los mapaches que se colaban en el techo y morían allí, o algún problema con las cañerías. Nunca imaginaron la verdad. No sabían, o no querían saber, el horror con el que convivían. Mientras los padres y la hermana de Francois declaraban en la comisaría, el equipo de investigación comenzó a recorrer la vivienda en busca de indicios. Lo que encontraron superó cualquier conjetura previa: pensaron que había enterrado a algunas víctimas en el patio, pero para su sorpresa, no fue así. Comenzaron a recorrer la casa que estaba completamente desordenada, llena de ropa sucia, restos de comida y mucha basura, incluso gusanos. La familia había estado viviendo en ese lugar deplorable durante años, por eso (en parte) no les sorprendía el olor. En la casa no encontraron nada alarmante. Llegaron al sótano y allí había restos de sangre. Luego vieron bolsas de plástico de las que emanaba un olor vomitivo. Apenas las abrieron notaron que se trataban de restos humanos. La oscuridad de la noche y del lugar no colaboró y esperaron al amanecer para continuar. En el lúgubre sótano, repleto de moscas, encontraron los cuerpos de tres en diferentes estados de putrefacción. Siguiendo el olor, llegaron al ático de la casa: dentro de otras tres bolsas de plástico encontraron otros tres cuerpos enterrados. Uno de ellos casi esqueletizado. Al costado, en una caja grande de plástico, había otro cuerpo en licuefacción (proceso de descomposición de los tejidos blandos, donde pasan de un estado sólido o semisólido a un estado líquido). Era tal la descomposición que había tomado la forma de la caja... En el fondo de un pozo había otro esqueleto. Fueron tres días para dar con los ocho cuerpos en la casa y 21 días de trabajo para los forenses para identificar a las víctimas. Incluso, identificaron a una mujer cuya desaparición no fue denunciada, Audrey Pugliese, de 34 años, de New Rochelle, Nueva York. Fue acusado de ocho crímenes entre 1996 y 1998. Wendy Meyers, la primera víctima de Kendall Francois (captura) Los crímenes (femicidios) Aunque en ese momento, 1998, la figura de femicidio no existía, cada uno de los casos tienen las características para serlo: mató a cada mujer por odio hacia el género. Las tres primeras mujeres asesinadas compartían un perfil físico casi idéntico: tez blancas, delgadas y cabello oscuro. La primera fue Wendy Meyers, de 30 años, a quien recogió en un hotel de Valley Rest en la noche del 24 de octubre de 1996. El encuentro sexual terminó en estrangulamiento y ahogamiento en una bañera. Un mes después, el 29 de noviembre, asesinó a Gina Barone, de 29, en el interior de su auto. A los pocos días, su tercera víctima fue Catherine “Cathy” Marsh, quien además estaba embarazada. Los tres cuerpos fueron escondidos en el ático de la casa ubicada en el 99 de Fulton Avenue. La desaparición de Marsh no fue denunciada hasta el 7 de marzo de 1997, cuando Francois ya había asesinado a otras dos mujeres: Kathleen Hurley, de 47 años, y Mary Healey Giaccone, de 29. Esta última recién fue denunciada como desaparecida en noviembre de ese año. Para entonces, el asesino había establecido un patrón claro, tanto en la selección de sus víctimas como en el modus operandi. Lo que motivó las investigaciones no fueron las desapariciones de las mujeres, sino los comentarios entre las trabajadoras sexuales de Main Street, que decían que había un cliente de la zona que era violento durante los encuentros sexuales. Fue el detective Bill Siegrist, del Departamento de Policía de Poughkeepsie, quien comenzó a investigarlo junto a la Unidad de Recuperación Vecinal —la división antidrogas—. Pronto, el nombre de Kendall Francois comenzó a repetirse entre los testimonios. La denuncia de la mujer que sobrevivió a sus agresiones fue la clave. Recién entonces fue acusado de agresión en tercer grado y apenas estuvo 15 días detenido durante enero de 1998. En junio, asesinó a Sandra Jean French, de 51 años, denunciada como desaparecida el 12 de junio de ese año. Su auto fue encontrado a tres cuadras de la casa de Francois. Finalmente, el 26 de agosto, desapareció Catina Newmaster, de 25 años, vista por última vez en el centro de Poughkeepsie. Al igual que las demás, era de tez blanca, delgada y de cabello castaño. Al momento de ser arrestado Juicio, condena y una muerte en silencio El proceso judicial contra Kendall Francois se inició poco después de su arresto. El 9 de septiembre de 1998, se presentó ante el Tribunal del Condado de Dutchess y, sin inmutarse, se declaró inocente. Enfrentaba cargos por ocho asesinatos en primer grado, ocho en segundo grado y uno por intento de agresión. En la sala, mientras las familias de las víctimas lo abucheaban con indignación, él respondía con una sonrisa burlona. En diciembre de ese año, su defensa intentó llegar a un acuerdo de culpabilidad para evitar la pena de muerte. La propuesta desató una batalla legal que escaló hasta la Corte de Apelaciones de Estados Unidos, que finalmente permitió que Francois se declarara culpable. En todo momento, se mostró frío, distante y sin remordimientos por sus crímenes. En una de sus pocas declaraciones públicas, dijo: “Matar parecía más fácil que entablar una relación”. El 7 de agosto del año 2000, fue condenado a cadena perpetua sin posibilidad de libertad condicional, evitando la pena de muerte. Cumplió su sentencia en el Centro Correccional de Attica, primero, y luego en el de Wende, donde murió el 11 de septiembre de 2014, a los 43 años. La causa oficial fue una enfermedad relacionada con el VIH, un diagnóstico que ya había sido revelado durante su juicio.
Ver noticia original