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» Clarin
Fecha: 11/08/2025 10:37
Todo empezó con una selfi, una madre con una misión y cinco amas de casa entrometidas. La selfi era de un hombre al que no conocía. Todas las mañanas, se tomaba una foto en el asiento del conductor de su auto en California y se la enviaba a su madre en Israel. Era un acto diario de devoción, una prueba de que estaba sano y feliz. Un día, ella compartió su fotografía en un grupo de WhatsApp de amigas. Desde allí, pasó por una serie de tías entusiastas antes de llegar a mi bandeja de entrada en San Francisco, cortesía de mi “mamá honoraria” (una amiga de la familia desde hace mucho tiempo que nunca pierde una oportunidad de ser casamentera). El asunto del mensaje era: “Lleva poco tiempo en San Francisco. ¿Quieres quedar con él para tomar algo?”. Adjunta había una fotografía de un hombre calvo de unos 30 años, bien afeitado, con una gran sonrisa, lentes de sol tipo aviador y una camisa rosa perfectamente planchada, aunque un poco demasiado brillante. Parecía alguien que se esforzaba por cuidar su aspecto. Me intrigó. Para mí, a mis 27 años, las citas se habían convertido en algo entre un mecanismo de defensa y una fuente de inspiración para escribir. Me había registrado en varios sitios web que prometían ayudarme a encontrar “al hombre de mi vida” y documentaba mis citas desastrosas en un blog llamado NotMrRight. Claro, pensé, saldré a tomar algo con él. ¿Qué tenía que perder? Incluso las citas malas tenían valor. En el peor de los casos, sería contenido nuevo para mi blog. En nuestra primera cita, compartimos burrata, historias familiares incómodas y sonrisas coquetas. Me gustaba su confianza. A él le gustaba mi sarcasmo. Me envió un mensaje antes de que llegara a mi departamento, una dulce confirmación de que habíamos conectado. La segunda cita fue dos días después. Me invitó a la fiesta de cumpleaños de un amigo suyo, donde conocí y charlé con su círculo más íntimo de amigos. En nuestra tercera cita, dimos un paseo después de cenar y, en algún momento entre una risa compartida y él poniéndome el brazo sobre los hombros, me dijo, con naturalidad: “Oye, quiero ser completamente sincero: mi visa expira en febrero y tendré que irme del país”. Me detuve. “¿Quieres decir irte y no volver?”. Solo nos conocíamos desde hacía dos semanas. Yo tenía planes para viajar a Nepal durante casi todo el mes de enero. Eso significaba que teníamos siete semanas para averiguar qué era o qué no era lo nuestro. De repente, cada palabra, cada gesto y cada conversación se verían condicionados por una fecha límite que yo no había pedido. Ambos habíamos tenido relaciones a distancia anteriormente y no estábamos deseando volver a vivirlo. A él no le gustaba hablar por teléfono y a mí no se me daba muy bien esperar. No queríamos mudarnos al extranjero ni hacer planes para un futuro en el que no estuviéramos totalmente interesados. La realidad se impuso: o nos comprometíamos o lo dejábamos. ¿Qué pasa cuando unas madres judías entrometidas te organizan una cita a ciegas? Llamadas diarias de todas partes: “¿Se están enamorando?”, “¿Cuánto tiempo falta para que lo deporten?”, “¿Qué vas a hacer?”. Ni siquiera habíamos charlado de qué tan en serio iba nuestra relación y la gente ya estaba hablando de visas y bodas. Decidimos intentar que todo siguiera con normalidad y no pensar en el futuro, pero era casi imposible. Mi mente se llenó de escenarios posibles: él se va y yo me arrepiento para siempre; nos casamos y me arrepiento aún más rápido; o, contra todo pronóstico, vivimos felices para siempre. Siempre pensé que sabría en un instante cuándo había encontrado a la persona con la que quería casarme, mi instinto gritaría: “¡Es él!”. Pero con él no sentía esa claridad. En un momento era el alma de la fiesta, un encanto, y yo estaba enganchada a sus historias sobre viajes y dificultades con la inmigración. Y al momento siguiente, era demasiado obstinado y terco, y quería que él y su ego se largaran. Alrededor de la quinta semana, empecé a ponerlo a prueba, tratando cada día como un pequeño experimento. Quería comprender, tener alguna idea de cómo podría acabar todo aquello. Empecé con cosas pequeñas, en el restaurante pedía algo que sabía que no me gustaría para ver si él se ofrecía a cambiármelo con su plato. No dudó. Lo llevé de compras, aunque es lo que menos me gusta hacer, y él no se inmutó, solo empujó el carrito y me pasó bocadillos como si estuviera guiando a un niño pequeño en medio de una rabieta. Fui más allá, conduje mal para ver cuántos comentarios hacía, y acabé teniendo que apodarlo “pequeño ayudante” después de que declarara con orgullo que me había salvado de atropellar a un peatón y de chocar contra un camión de bomberos estacionado. Yo seguía presionando, buscando señales, tratando de averiguar quién era, cómo manejaba el estrés. Cómo me manejaba a mí. A la sexta semana, sentí que estaba perdiendo el control. Hice listas de pros y contras, hablé de mis opciones con todos mis conocidos y recibí una mezcla de consejos que solo me llevaron a una mayor confusión. Me imaginé a mí misma dentro de 20 años contando esta historia y sin saber si era romántica o imprudente. En el pasado, me había enamorado rápidamente, confundiendo la intensidad con la compatibilidad. Pero esta vez era consciente de cada paso. Quería datos. Quería señales. En cambio, solo tenía preguntas: ¿Podía confiar en él? ¿Podía confiar en mí misma? ¿Y si todo esto era un juego para conseguir la green card? ¿Y si estaba siendo ingenua? No habíamos hablado de casarnos como solución a su situación legal, y nunca me imaginé recibiendo una propuesta de matrimonio impulsada por una fecha límite del gobierno. Pero era imposible ignorar el tictac del reloj, que cada vez sonaba más fuerte. Me decía a mí misma: “No tienes que hacer nada”. Pero también: “El tiempo se acaba”. Aun así, él me gustaba mucho. Cuando discutíamos, era por poco tiempo. Cuando no estábamos de acuerdo, él me escuchaba. Y cuanto más veía rasgos que admiraba en él, menos atención prestaba a los que me molestaban. En lugar de centrarme en su tendencia a señalar los defectos de los demás, decidí fijarme en todo lo que hacía por quienes lo rodeaban. En lugar de molestarme porque nunca planeaba nada, apreciaba su entusiasmo por todos los planes que yo hacía. Encajábamos cómodamente y casi a la perfección en la vida del otro. Al final de nuestra octava semana, después de un romántico fin de semana en Monterrey, California, regresamos al pequeño departamento que compartía con cuatro compañeros. Él rebuscó en su valija y sacó una pequeña caja. “Es un anillo de promesa”, dijo con una sonrisa. “¿No es así como lo llaman los estadounidenses?”. Me reí. “¿Una promesa de qué?”. Él sonrió. “Ok, pero en serio, creo que te gustará”. Y me gustó. Dije que sí. No porque estuviera segura, sino porque confiaba en él más que en el miedo. Y porque se había acabado el tiempo. Nueve semanas después de aquella primera cita, fuimos ante el funcionario del ayuntamiento y lo hicimos oficial. Después de firmar, le dijo al funcionario: “¿Tengo 30 días para devolver este contrato si no funciona?”. Me reí, pero con pena, y me dí cuenta de que me había comprometido a soportar toda la vida sus chistes malos. Al mismo tiempo, también sabía que siempre me darían risa. El estrés de tener una fecha límite para el amor hizo que esas semanas fueran las más agotadoras, pero también las más gratificantes. Pusieron al descubierto lo bueno, lo malo y los miedos que creía haber superado. Pero resulta que la presión también puede servir para aclarar las cosas. Me vi obligada a enfrentarme a miedos que había tenido toda la vida. El miedo al juicio de mis amigos y mi familia, el miedo a precipitarme para tapar viejas heridas, el miedo a elegir a alguien por un profundo sentimiento de inseguridad que me hacía temer acabar sola. Ahora creo que un poco de presión adicional puede ser el empujón que necesitamos para tomar las grandes decisiones de nuestra vida. Nos casamos no porque fuéramos perfectos juntos, sino porque la vida no espera a que estés listo. Nueve semanas nunca iban a ser suficientes para estar segura de este hombre de sonrisa abierta y personalidad peculiar. Doce años y tres hijos después, ya no escribo historias sobre citas desastrosas. Escribo sobre las dudas de la maternidad, la gracia desordenada, las victorias silenciosas y el tipo de amor que crece después del salto, cuando elegirte el uno al otro se convierte en la vida que construyes.
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