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  • El día después del trabajo y el nuevo sentido de la vida

    Rio Negro » Adn Rio Negro

    Fecha: 03/08/2025 06:45

    (Por Martín Doñate*).- Vivimos una transición civilizatoria de velocidad inédita. Cada día, miles de puestos laborales desaparecen o se transforman. La robótica, la automatización, la inteligencia artificial (IA) y la digitalización masiva no solo están rediseñando la economía: están reconfigurando nuestra idea de humanidad. Lo verdaderamente disruptivo no es el desempleo en sí, sino la inempleabilidad estructural. No estamos ante una crisis cíclica del trabajo, sino frente a la posibilidad real de que una parte significativa de la humanidad carezca de rol económico productivo en el mundo que viene. Ya están naciendo generaciones que, cuando alcancen la edad para trabajar, habitarán un mundo donde gran parte de las tareas humanas estarán automatizadas. El sistema productivo tal como lo conocimos -basado en el empleo como mediación entre existencia y subsistencia- no los va a necesitar. Serán inempleables no por falta de mérito, sino por evolución tecnológica. Según McKinsey Global Institute, entre 400 y 800 millones de personas podrían ser desplazadas por la automatización hacia 2030. El 47 % de los empleos actuales corre riesgo de desaparición, según Frey y Osborne. En América Latina, la CEPAL advierte que el impacto será particularmente fuerte en sectores de baja calificación, intensificando la desigualdad estructural. Ante este escenario, se vuelve indispensable repensar no solo la economía, sino el contrato social, el rol del Estado y el sentido mismo de la vida humana. Un nuevo pacto social para un mundo sin pleno empleo En este nuevo paradigma, la Renta Básica Universal (RBU) deja de ser una idea utópica para convertirse en una necesidad concreta. No como dádiva, sino como piso de dignidad ante un modelo de producción que ya no podrá garantizar empleo pleno. Múltiples experiencias en países como Finlandia, India, Namibia o Estados Unidos demuestran que la RBU mejora el bienestar psicológico, disminuye la ansiedad y brinda seguridad económica. Además, muchos beneficiarios utilizan el tiempo libre para estudiar, crear, cuidar, emprender o participar en sus comunidades. Estudios recientes plantean que, si la automatización sigue multiplicando la productividad global, podría financiarse una renta básica del 11 % del PBI mundial únicamente con impuestos sobre los beneficios extraordinarios del capital de IA. No estamos ante un problema de producción, sino de distribución. Si las máquinas producen por nosotros, el debate ya no será cuánto trabajo generamos, sino cómo redistribuimos los frutos de un sistema automatizado sin dejar a millones afuera del acceso a una vida digna. La transformación tecnológica multiplica la capacidad productiva, pero también concentra el poder económico y cognitivo en manos del capital digital. En este nuevo paradigma, la distribución deja de ser solo un problema fiscal: se vuelve el núcleo político del siglo XXI. Y la acumulación ya no se mide solo en dinero, sino en datos, algoritmos, patentes y control de plataformas. Se trata de una nueva arquitectura del poder: ¿quién controla la inteligencia? ¿quién diseña el algoritmo? ¿quién gestiona la infraestructura energética, la nube, la conectividad? En esta etapa tecno-digital y cuántica, la acumulación de capacidades tecnológicas por parte de grandes actores privados globales amenaza con romper cualquier equilibrio. Frente a eso, la redistribución de tiempo, renta, conectividad, cultura y agencia se convierte en condición básica de la democracia futura. Los primeros efectos de esta transición ya son visibles. Un estudio reciente de Microsoft Research reveló que, de aquí a 2030, las profesiones más expuestas a la automatización incluyen: traductores, redactores, periodistas, editores, promotores de ventas, asistentes administrativos, analistas financieros, desarrolladores web, docentes universitarios de ciencias sociales y atención al cliente. Por el contrario, las ocupaciones menos vulnerables -al menos por ahora- son aquellas que requieren habilidades manuales, contacto humano o juicios éticos complejos: enfermeros, cuidadores, terapeutas, plomeros, electricistas, trabajadores de limpieza, operadores técnicos, personal de obra, personal sanitario y oficios relacionados con el cuerpo y la empatía. Según The Washington Post, ya en 2025, la IA automatizaba el 25 % de las tareas laborales en múltiples sectores. El impacto es especialmente fuerte en tareas repetitivas, administrativas o textuales. Esto no solo afecta el empleo: afecta la identidad. Profesiones que durante décadas ofrecieron sentido de pertenencia, reconocimiento y autoestima hoy se ven amenazadas por máquinas que -más rápido y sin descanso- producen lo mismo o mejor. Pero el desafío no se agota en lo económico. Está en juego algo más profundo: el sentido existencial del ser humano en una era donde el trabajo -que estructuró durante siglos nuestra identidad, nuestro tiempo, nuestro reconocimiento social- empieza a desdibujarse. Informes del Imagining the Digital Future Center de Elon University (2025) revelan que la principal preocupación de los expertos en IA no es el desempleo masivo, sino el vaciamiento del propósito humano. Cuando las máquinas crean, piensan, diseñan, analizan y hasta cuidan por nosotros, ¿qué nos queda? La filósofa Shannon Vallor advierte que el verdadero riesgo de la IA no está en una rebelión de robots, sino en la renuncia progresiva de la humanidad a su propia agencia moral y emocional. Si dejamos que los algoritmos decidan por nosotros, nos vamos vaciando de experiencia, de juicio y de empatía. El vacío existencial que puede generar esta transición no es un problema individual, ni exclusivo del campo psicológico o espiritual. Debe ser una prioridad de las políticas públicas, educativas, culturales y sanitarias de los estados. Porque sin propósito colectivo, no hay cohesión social ni futuro compartido. Argentina, el futuro y el derecho al buen vivir En este contexto global de transformación acelerada, Argentina llega con retraso y desventaja, pero también con historia, capacidades y reservas que no podemos subestimar. Mientras las potencias invierten de forma masiva en IA, automatización, robótica y biotecnología, nuestra matriz productiva sigue atada a exportaciones primarias, escasa inversión en I+D y una estructura industrial debilitada. Si no tomamos decisiones estratégicas, corremos el riesgo de quedar relegados a una nueva división internacional del trabajo, reprimarizados y dependientes, sin capacidad de disputar valor en la economía del conocimiento. Sin embargo, no partimos de cero. En distintos momentos de nuestra historia supimos liderar procesos de desarrollo científico y tecnológico con visión soberana: durante el primer peronismo, con la creación de sectores estratégicos industriales, la apuesta por la energía y la metalmecánica; entre 2003 y 2015, con la expansión universitaria, la recuperación del sistema científico nacional, las políticas de desarrollo satelital (ARSAT, INVAP), nuclear y energético, y con la Asignación Universal por Hijo, que anticipó en clave argentina una forma embrionaria de renta básica para garantizar derechos a quienes estaban fuera del mercado laboral. Lo que falta hoy no es talento ni conocimiento, sino un proyecto de país. Un modelo que vuelva a integrar ciencia, tecnología, inclusión y soberanía productiva. Si no decidimos rápido y con coraje, el mundo lo hará por nosotros. Estamos ante una oportunidad única para redefinir qué significa “vivir bien” en este siglo. Y esa oportunidad no será eterna. Quizás, entre los nuevos derechos del siglo XXI, emerja con fuerza el derecho al buen vivir. No entendido solo como bienestar material, sino como un modo digno, equilibrado y consciente de habitar el mundo. Ese derecho -todavía no formulado plenamente en el plano jurídico- deberá integrar aspectos que hasta ahora no eran concebidos como universales: el acceso a la conectividad, a una renta básica que garantice la existencia material, al tiempo libre, a la participación cultural, a una educación que despierte propósito, a la salud mental y espiritual, a la capacidad de elegir una vida con sentido. Pero mientras el mundo discute estos temas, en Argentina estamos atrapados en una urgencia que corre en sentido contrario. Una agenda distorsionada por el ajuste, la precarización, la concentración y el retroceso deliberado de lo público y lo colectivo. Si no generamos las condiciones para pensar y actuar en torno a esta nueva realidad -si no damos este debate con responsabilidad, visión y decisión- el destino puede ser mucho más dramático de lo que imaginamos. No porque el futuro sea inevitable, sino porque se construye o se padece. Quienes creemos en la política como herramienta de transformación, quienes todavía sostenemos el optimismo activo de que la realidad puede ser creada colectivamente, tenemos la responsabilidad de sembrar esta conciencia. De dar pasos concretos, cada uno desde el lugar que ocupa, para instalar esta agenda como prioridad política, institucional, educativa y cultural. Porque, aunque el sistema nos empuje a la fragmentación, a la competencia feroz, a la soledad organizada, lo cierto es que lo individual no se va a salvar si no es a través de lo colectivo. La humanidad que merezca ser vivida -y disfrutada- con mayor conciencia, justicia y libertad, será aquella que haya tenido el coraje de repensarse en común, y de construir nuevas formas de convivencia donde el futuro no sea una amenaza, sino una posibilidad compartida. *Senador por Río Negro, Partido Justicialista.

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