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  • Niños criados por pantallas: todavía podemos decir que no

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 30/07/2025 06:50

    Chicos pegados a las pantallas.. y grandes también. (Imagen Ilustrativa Infobae) Hace un tiempo un amigo me contó una situación que me hizo reflexionar. En la plaza, una niña le pedía a su madre que le sacara una foto. Luego de que la mujer le apuntara con el teléfono celular, la niña siguió con su juego. Mi amigo destacó el detalle de que ella no pidió que le mostraran la imagen. Seguramente ese no era el propósito de su pedido. Tal vez nunca pida ver la foto o, para cuando regrese a la casa, ya habrá olvidado que existe. Entonces, ¿qué pidió la niña cuando pidió que la madre le saque la foto? ¿Qué le pidió a su madre? Que la mirase. Esto es lo que cabe reflexionar, a partir de esta pequeña anécdota: ¿qué lugar ocupan las pantallas como mediadores de la mirada parental? Yo soy de una época en que el primer hijo tenía un álbum de fotos, del segundo había muchas menos y del tercero o del cuarto había imágenes solo si estaba en alguna situación grupal. Siempre que hablamos de pantallas nos preocupa el uso que hacen los niños y jóvenes, pero ¿somos conscientes de que el problema empieza mucho antes y los trasciende? El tipo de escena que relaté al comienzo es típico. Hoy los niños se crían bajo una mirada digital, que registra sus movimientos en tiempo real. Las pantallas, omnipresentes. (Imagen Ilustrativa Infobae) A Fredric Jameson se le atribuye la idea de que es más fácil pensar el fin del mundo en lugar del fin del capitalismo. Con las pantallas ocurre lo mismo. Creo que fue hace alrededor de una década que tuve mi primer Smartphone (para poder usar WhatsApp). Hoy me cuesta imaginar cómo era la vida antes. La revolución tecnológica en que se enmarca el uso de las pantallas es imposible que se detenga, porque ya no podemos imaginar alternativas. Hoy vivimos en un mundo en el que nuestros hijos adolescentes interactuarán con naturalidad con la inteligencia artificial, incluso delegándole algunas de sus facultades mentales. Estamos en vísperas del nacimiento de un nuevo sujeto, al que algunos llaman “post-humano”. Por eso quiero comentar un libro que me pareció muy bueno y sobre todo útil, de “utilidad pública” me atrevería a decir. Adictos a las pantallas, de Sabine Duflo, es un ensayo lúcido y con los pies en la tierra para pensar los problemas que traen la pantalla desde el punto de vista de la crianza y el acompañamiento filial. El subtítulo del libro es elocuente y fija un tono: “Los riesgos de la tecnología digital en niños y adolescentes”. Para quienes somos padres, las pantallas se volvieron un problema que nos interpela en lo cotidiano. Vivimos regulando el tiempo en que nuestros hijos las usan; no queremos prohibir, pero tampoco sabemos qué opciones reales y duraderas ofrecer; también nos sentimos muy solos como para tener un criterio realista. Bill Gates puede decir que sus hijos no usan pantallas, pero él puede dar por descontado que ellos irán a las mejores universidades del mundo. No queremos escuchar a celebrities con todos los recursos económicos y sociales que nos aleccionen sobre los beneficios que trae la desconexión, cuando detrás de él hay empleados, secretarios y demás que les facilitan ese goce exclusivo. Hoy en día la desconexión es un lujo. Y, si somos honestos, nosotros también padecemos la misma adicción que nuestros hijos. Por eso comenté la escena del comienzo y me interesa presentar este libro escrito por una psicóloga clínica especialista en psicopatología, con amplia trayectoria en el tema y que, además, en 2018 se convirtió en miembro del comité de expertos de la ARCOM (Autoridad francesa de regulación de la comunicación audiovisual y digital). Decir adicción Antes de ir a algunas cuestiones puntuales, una precisión. Quizá parezca excesivo que se hable de adicción cuando se trata de pantallas. Es cierto que si por adicción entendemos un goce toxicómano, no parece que se pueda hablar de una adicción propiamente dicha; pero sí cabe usar el término si nos referimos a una dependencia extrema que implica la constitución de una personalidad alterada en función del uso de este “objeto” no sustancial. Bill Gates: sus hijos no tenían permitido usar pantallas. (Vanity Fair) Por otro lado, también vale el término “adicción” si nos referimos a la toxicidad que traen las pantallas. Seguramente pocos recuerdan que hace no mucho tiempo era posible fumar no solo en aviones o en transportes de larga distancia, sino también en hospitales. Hoy estamos acostumbrados a los espacios “Libres de Humo”. Tal vez con el tiempo sea necesario contar con espacios “Libres de pantallas”. Esto último ocurrirá cuando dejemos de ver la cuestión en términos de una regulación parental y seamos conscientes a nivel colectivo del daño que implican para la subjetividad cuando su uso es indiscriminado. No va a ser fácil, porque eso también incide en el modo en que pensamos muchas otras cuestiones; por ejemplo, ya nadie se priva de enviar un mensaje de trabajo un fin de semana –actitud que en otro momento hubiera sido considerada una falta de respeto. En una genealogía bien documentada e ilustrada con historiales clínicos, Duflo realiza una periodización de riesgos: De 0 a 5 años, el riesgo es la aparición de comportamientos de tipo autista. ¡Atención! No es que la autora dice que las pantallas producen el autismo. No. Más bien plantea que el uso temprano de las pantallas colabora con un déficit de la subjetivación que se expresa con sintomatología semejante a la que se comprueba en el autismo. Esto es importante porque la detección temprana puede revertir estos síntomas y, para el caso, corroborar que aquello que se manifestaba como un posible autismo (incluso con un diagnóstico) no era tal. De 5 a 10 años, el riesgo es la aparición de trastornos masivos de la atención. En este punto, por ejemplo, podríamos preguntar: ¿qué sujeto produce ver videos breves unos detrás de otros, sin estructura narrativa, en una época en que lo esperable sería que se despliegue el gusto por las historias y los cuentos cada vez más extensos? Vale aquí detenerse en una reflexión acerca de cómo el autismo y el TDA se diagnostican cada vez más en esta época sin pensar las condiciones sociohistóricas en que se manifiestan –es decir, como si solo fueran una cuestión neurobiológica, sin tener presente lo que los modos de vida implican para el desarrollo de ciertas condiciones. De 10 a 15 años, el riesgo es la aparición de trastornos del ánimo. Aquí la cuestión es cómo las pantallas suplantan el desarrollo normal de la pubertad y a la introspección propia del adolescente le imponen una fachada de exposición sin una construcción de intimidad, que se traduce en desafíos y tendencias por las que incluso algunos llegan a perder la vida. No olvidemos que es un drama de nuestra época que cada tanto alguien muera por querer capturar un evento que ya no podrá publicar en la red. Pienso en algo que he constatado en diferentes ocasiones. La situación de jóvenes que mantienen una interacción con el teléfono en la mano, mientras ven un video. Puede ser algo trivial, que quizá ya vieron miles de veces, como los goles de Messi, pero fijar la mirada en el video les permite hablar. Pantallas: cómo poner un límite. (Imagen Ilustrativa Infobae) Como psicoterapeuta, me pasó alguna vez de pedirle a un joven que no use el teléfono en la sesión y el resultado fue un mutismo incómodo. En ese momento pensé que esa mirada que se sostenía en la pantalla era un equivalente de la fantasía. Si algo caracteriza a la experiencia adolescente es el mayor usufructo de esta instancia psíquica. De ahí que en otra época fuese común decir que el joven estaba “en la luna de Valencia”. Hoy la pantalla es un sustituto de la fantasía, como si esta ya no pudiera realizarse en una interioridad, sino que precisase una materialidad inflexible y literal. Pensar las pantallas no es pensar el complemento o un capítulo más sobre la adolescencia, sino que tematizar esta última en la sociedad actual es dar cuenta de cómo por efecto de las tecnologías ya no existe la adolescencia –como “edad del pavo” y de resignificación de la identidad sexual– tal como la conocíamos. Escrito para padres y profesionales, este libro viene con varios consejos prácticos para actuar de manera concreta. Por ejemplo, me gustaron especialmente los cuatro “noes” que propone: 1. No por la mañana; 2. No durante las comidas; 3. No antes de dormir; 4. No en la habitación del niño. ¿Cuántos somos los padres que estamos cansados de ver a nuestros hijos acostados y con el brazo extendido con una pantalla en la mano? Si como sociedad el nuevo discurso común fuera sostener estos cuatro noes, algunas cuestiones serían más sencillas. Por supuesto que cuando hablamos de pantallas, el énfasis especial está puesto en los smartphones. Estos no representan una continuidad con el televisor y la computadora. En principio, la tele y la compu son objetos que requieren un esfuerzo de adaptación, desde lo postural y desde la concentración. Esto implica que después de un rato cansan. Por eso hasta hay quienes ponen la tele para dormirse. Pero nadie se duerme con el teléfono. Este último es un objeto subjetivo, una especie de suplemento para el cuerpo, una extensión que lo prolonga. El teléfono es parte de la mano y no produce cansancio, sino que la alienación es extrema. Por eso, si los niños quieren ver un dibujo animado, mejor que sea en el televisor o en la compu, para que llegado el momento sientan la fricción espacial. Del teléfono es imposible despegarse, acompaña hasta para ir al baño. Y otro consejo relevante: que los niños vean contenidos basados en narraciones (como series o películas) dado que estos moldean su capacidad discursiva, que es fundamental para que puedan relatar acontecimientos y emociones. Hubo una época no muy lejana en la que la película por excelencia fue El Rey León –un drama heroico que podría reconducirse hasta la tragedia shakesperiana del príncipe Hamlet– mientras que hoy la última estrella en el cielo de las producciones audiovisuales es Intensamente, una película para reconocer y diferenciar afectos –propia de una época en que la alexitimia -la incapacidad de reconocer emociones- es un diagnóstico en ascenso. Escribí sobre este libro porque realmente me pareció que es una intervención valiosa y de orientación para padres y educadores, porque lo que más necesitamos hoy son consensos que nos permitan encarar el problema de la toxicidad de las pantallas desde una perspectiva global y científica, de modo que no sea una cuestión de crianza de cada familia. Por favor, leamos a Sabine Duflo.

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