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  • De Descartes al algoritmo: cuándo lo digital determina nuestra existencia

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 30/07/2025 06:45

    La propia existencia, antes que un hecho inherente al ser, ahora parece condicionada por el feed, los “likes” y la aprobación ajena (Imagen ilustrativa Infobae) La frase de René Descartes “Pienso, luego existo” (Cogito, ergo sum) marcó un hito en la filosofía occidental. En el siglo XVII, en un contexto de profunda duda sobre el conocimiento y la realidad, Descartes buscó una verdad indudable. La encontró en el acto mismo de dudar: si dudo, pienso; y si pienso, necesariamente existo como una entidad pensante. Esta afirmación no era una mera secuencia temporal (“primero pienso, luego existo”), sino una verdad evidente e irrefutable que establecía la existencia del yo a partir de la conciencia de la propia actividad mental (Descartes, 1637). Sus implicancias modernas son vastas: el “Pienso, luego existo” nos ancla en la subjetividad individual, en la primacía de la experiencia interna, la reflexión y la autonomía del pensamiento como fundamento de nuestra existencia. Nos invita a buscar la certeza dentro de nosotros mismos, más allá de las apariencias o las validaciones externas. Sin embargo, en la lógica digital actual, esa certeza parece desplazarse hacia fuera. El “yo pienso, luego existo” ha sido sustituido por un “pienso que existo si otros me ven”, donde la identidad queda supeditada a la mirada ajena y a la visibilidad mediada por pantallas. Esta mutación filosófica revela un cambio radical: la fuente de la certeza sobre nuestro ser ya no se encuentra en la reflexión interna, sino en un proceso de espejamiento permanente en la mirada del Otro digital. Allí donde Descartes proponía un refugio interior para la autonomía del pensamiento, el sujeto contemporáneo entrega ese refugio a los mecanismos de aprobación externa. La vida online ha pasado de ser un complemento a una exigencia. No se trata ya de usar las redes y lo digital como herramienta extraordinaria e imprescindible para conectarse, informarse, opinar responsablemente, controlar y participar de lo público, formarse o divertirse, sino de estar en ellas para sentirse parte, para tener una identidad, para existir, y poder obtener así esa dosis de visibilidad que muchos confunden con la relevancia. La propia existencia, antes que un hecho inherente al ser, ahora parece condicionada por el feed, los “likes” y la aprobación ajena. ¿Cuántas veces nos encontramos planeando una experiencia no por el disfrute genuino, sino por la foto que generará, por el “contenido” que podremos subir? La autenticidad se diluye en una necesidad de la performance exitosa, constante, e infinita. La paradoja de la conexión y el vacío del sujeto Esta necesidad de estar y mostrarse permanentemente, de ser un avatar más que un individuo, nos lleva a una paradoja perversa. Creemos que estamos más conectados que nunca, pero a menudo lo que experimentamos es un profundo vacío existencial. La construcción del yo se terceriza: ya no se define por lo que somos o sentimos, sino por cómo somos percibidos en un algoritmo. El pensamiento crítico, la introspección silenciosa, el aburrimiento creativo, esos pilares de la subjetividad cartesiana son reemplazados por la urgencia de la notificación, el scroll infinito y la comparación y necesidad de validación constante por el Otro. El peligro radica en esta dependencia desubjetivante; cuando nuestra identidad y bienestar emocional penden de un hilo virtual, nos volvemos vulnerables a las fluctuaciones del mundo digital. La ansiedad por no pertenecer, el miedo a perderse algo (FOMO, “Fear of Missing Out”), la presión por mantener una fachada perfecta, son solo algunas de las consecuencias de vivir bajo el dictado de la conectividad obligatoria. Autores contemporáneos como Byung-Chul Han advierten que en la sociedad de la transparencia y la autoexposición permanente, la libertad se confunde con la obligación de mostrarse (Han, 2012). De manera similar, Shoshana Zuboff (2019) describe cómo el “capitalismo de vigilancia” convierte nuestros comportamientos en datos, configurando deseos y elecciones a través de sistemas algorítmicos invisibles. El “Deseo del Otro” digital: la sumisión a modelos impuestos La desubjetivación a la que nos empuja esta era digital se manifiesta de manera paradigmática en la máxima de Jacques Lacan: “El deseo es el deseo del Otro”. Para Lacan, el deseo humano no es una pulsión biológica directa, sino que se constituye en el campo del lenguaje y está fundamentalmente mediado por el Otro (el gran Otro, que representa el orden simbólico, la cultura, las expectativas sociales). Deseamos lo que el Otro desea, o deseamos ser lo que el Otro desea que seamos, buscando en su mirada y su reconocimiento una completud que siempre se nos escapa (Lacan, 1960). En el universo digital, esta idea adquiere una ejecución perversa y masiva. No solo nuestra existencia parece subordinada a la presencia en línea, sino que nuestra propia forma de ser, de mostrarnos, de hablar y de consumir se moldea para satisfacer un “deseo del Otro digital”. Ya no se trata solo de estar, sino de estar de determinada forma, de encajar en los modelos de éxito, belleza, felicidad o rebeldía que el algoritmo, las tendencias virales y la masa anónima de usuarios -a la que “creo libremente” que quiero pertenecer- nos imponen. Más que una simple “validación externa”, lo que está en juego es un fenómeno de alienación subjetiva: el yo se constituye en función de expectativas externas, perdiendo contacto con su propio deseo. Lacan advertía que el deseo se articula en el campo del Otro; sin embargo, en la era digital, ese Otro ya no es un conjunto de relaciones simbólicas singulares, sino una masa anónima amplificada por algoritmos, que dicta tendencias, gustos y valores sin rostro ni responsabilidad. La alienación es así más profunda: el sujeto no solo busca la aprobación de un Otro concreto, sino de un Otro virtual y omnipresente que nunca se satisface, que siempre pide más, infinitamente. Un botón de muestra: la solidaridad bajo el lente de la cámara Esta lógica de “si no estoy en redes, no existo” se filtra y distorsiona incluso las acciones más nobles de la condición humana. Ya lo señalamos en nuestro anterior artículo “El acto solidario sin escenificar: la forma plena de estar con el otro”, donde afirmamos que la solidaridad, que por esencia debería ser un acto puro de entrega y conexión humana, parece hoy constituirse plenamente no cuando se realiza, sino cuando se publica. La ayuda al prójimo, el gesto desinteresado, la empatía en acción, parecen requerir de un registro fotográfico o un video para ser “válidos, para existir, para constituirse como tal”. Así, la persona es “solidaria” solo y solo si su acto es escenificado y compartido, obteniendo a cambio likes y comentarios. Lo que antes era un valor intrínseco de la acción, ahora se convierte en una performance con fines de validación externa. Este es un ejemplo paradigmático de cómo la necesidad de “estar en redes” erosiona la genuinidad de nuestras acciones, transformando la profunda satisfacción de ayudar en una búsqueda superficial de aplausos virtuales. La falsa libertad que el algoritmo nos propone e, inconscientemente, impone Esta profunda transformación de nuestra existencia en la era digital resuena con lo desarrollado en el artículo “El algoritmo, el ‘vos podés solo’: la ilusión de la falsa libertad”. Allí, señalamos cómo la promesa de autonomía y empoderamiento individual, tan celebrada en el discurso contemporáneo, puede convertirse en una trampa orquestada por la lógica algorítmica. Nos hace creer que somos los arquitectos absolutos de nuestro destino –“somos libres”–, mientras sutilmente nos encadena a un sistema encapsulado de validación externa que nos aprisiona sin saberlo. Pero hay un paso más allá en esta trama. Una vez que aceptamos que “para existir, debemos estar en redes”, entramos a un universo digital con reglas poco sabidas, donde nuestra libertad se ve aún más comprometida, ya que en este entorno la desinformación y las narrativas distorsionadas operan bajo un manto de aparente neutralidad. Ya no se trata solo de la autoexposición para la validación, sino de cómo la propia información que recibimos y la percepción de la realidad pueden ser manipuladas por intereses ocultos o dinámicas algorítmicas que desconocemos. Además, el algoritmo no solo condiciona cómo nos mostramos, sino también cómo vemos el mundo. Las redes no son una ventana abierta a la diversidad, sino un espejo que refleja lo que ya pensamos, sentimos o creemos, alimentando constantemente nuestros propios filtros. Lo que parecía una conexión con el afuera, se transforma en un bucle cerrado de reafirmación: vemos solo aquello con lo que ya estamos de acuerdo, lo que nos gusta, lo que confirma nuestras ideas. Así opera el sesgo de confirmación, amplificado por las plataformas digitales, que nos encierran en burbujas de contenido a medida. Este recorte de la realidad no solo empobrece nuestra mirada, sino que debilita el pensamiento crítico, la apertura al disenso y la capacidad de cuestionarnos. Nos volvemos consumidores pasivos de versiones recortadas del mundo, donde todo lo demás –lo diferente, lo incómodo, lo desafiante– queda silenciado o directamente invisible. El riesgo no es solo informativo, sino existencial: si solo vemos lo que queremos ver, dejamos de vernos por completo. Creemos falsa e ingenuamente que “somos libres ahí”. Psicoeducar: el antídoto para recuperar el “Cogito, ergo sum” –“Pienso, luego existo”- Ante esta creciente vulnerabilidad y la sutil erosión de nuestra subjetividad en la era digital, la clave es psicoeducar en todos los campos como un antídoto necesario para prevenir malestares. La psicoeducación no debe reducirse a una mera transmisión de información sobre los riesgos de la hiperconexión, debe incluir el desarrollo de habilidades críticas: enseñar a identificar los sesgos algorítmicos, a cuestionar la validez de la información recibida, a reconocer cuándo una acción nace de un deseo propio o de la presión del “Otro digital”. Esto implica intervenir responsablemente -educando- desde la infancia, promoviendo espacios de reflexión, creatividad y pensamiento crítico en la escuela, y formando a padres y educadores para acompañar estos procesos. Asimismo, las políticas públicas pueden jugar un rol clave al exigir transparencia algorítmica y fomentar campañas de alfabetización digital que devuelvan poder al ciudadano como sujeto autónomo y reflexivo. Solo armados con este conocimiento podremos recuperar el timón de nuestra existencia. Tendremos alguna chance de realmente “ser”. La línea entre la realidad y la simulación digital es cada vez más delgada. Si no desarrollamos una conciencia crítica sobre cómo las redes moldean nuestra identidad, corremos el riesgo de perder nuestra autonomía. La psicoeducación no es solo una herramienta académica, sino un camino para recuperar nuestra subjetividad y construir una sociedad más consciente. En nuestro país, donde las redes, y lo digital, son un espacio clave para el debate político y social, este desafío deviene en urgente y, por ende, necesario en una sociedad que decidió vivir en democracia, para mejorarla y robustecerla. Volvamos a pensar, a dudar, a existir desde nuestro interior, no desde el eco de un algoritmo digital. Porque, como tal vez diría hoy Descartes, nuestra existencia no depende de ser vistos, sino de ser pensantes. Referencias Bibliográficas Descartes, R. (1637). Discurso del método. Feliú, M. (2025). El algoritmo, el “vos podés solo”: la ilusión de la falsa libertad. Infobae. Feliú, M. (2025). El acto solidario sin escenificar: la forma plena de estar con el otro. Infobae. Feliú, M. (2025). Cuando la verdad es mentira. Infobae. Feliú, M. (2024). Psicoeducar en todos los campos: un antídoto necesario para prevenir malestares. Infobae. Han, B-C. (2012). La sociedad de la transparencia. Herder. Lacan, J. (1960). Subversión del sujeto y dialéctica del deseo en el inconsciente freudiano. En Escritos 2. Siglo XXI Editores. Zuboff, S. (2019). La era del Capitalismo de Vigilancia. PublicAffairs.

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