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Parana » AnalisisDigital
Fecha: 25/07/2025 00:37
Algunos de los hechos que aquí se cuentan sucedieron tal como se relatan. Otros, no. Algunos nombres fueron modificados; otros no, por razones poco claras. Toda similitud con la realidad se debe a que, a veces, la realidad supera a la ficción. Capítulo 1: Castelgandolfo Y entonces ella pensó: "¿Por qué sigo inmolando mi deseo en el altar del deseo ajeno? ¿Por qué no abandono las ollas de Egipto y me lanzo de una vez por todas al desierto? Allí voy a encontrar el mar, el hambre,la sed, la ira de Dios. Pero es la única manera de encontrarmecon la libertad. Y con una visión mejorada de Aquél que reveló su nombre en Éxodo 3,14". En ese momento se abrieron las puertas. Y, una vez que sus ojos se adaptaron a la luz del sol, ella pudo salir. (El escape de la hermana Rosaura -abril de 2015) Aquella tarde de agosto, el Santo Padre discutía con uno de sus allegados, un tal cardenal Bertoli, sobre el destino más apropiado que debería dársele a Castelgandolfo. Lo acalorada que se había puesto esa charla —que derivó en una discusión— estaba en consonancia con lo horriblemente caluroso de ese típico día de verano en Roma. Desde hacía tres años, cada verano se repetía la misma escena, como si se tratara de un rito litúrgico. Bertoli, que había sido convocado por Francisco para pedirle consejo, insistía en que el Papa pasara al menos algunos días de sus vacaciones estivales en ese palacio renacentista que había sido usado por los papas desde hacía más de trescientos años. Los pobladores de aquella zona estaban enfadados con el nuevo Pontífice que, haciendo honor al poverello de Asís, no sólo había elegido el nombre de Francisco, sino que también había renunciado a pasar los veranos en Castelgandolfo. A causa de esto, muchos de los lugareños ya no tenían de qué vivir desde que había mermado la actividad turística en aquella zona. Francisco les había prometido ir al menos una vez al año para rezar el Ángelus cada 15 de agosto. Pero lo hizo sólo en 2013, el primer año de su pontificado, para nunca más aparecer por aquellos lugares. Y ahora hablaba de ceder aquel palacio —que algunos llamaban “el Balmoral del Papa”— al Estado italiano, para así terminar de una vez por todas con lo que fueron alguna vez los Estados Pontificios, de los cuales Castelgandolfo era el último resabio. —¿Cederlo al Estado italiano, Su Santidad? Espere al menos a que ya no esté vivo su… predecesor —dijo Bertoli, sin estar muy seguro de cómo llamar al papa emérito Benedicto. —¿Y si lo convertimos en un centro de refugiados? —¿O en un museo? Un museo atraería turistas. —Preferiría que sea un centro de refugiados… —retrucó Francisco. —Nos ganaría mucha antipatía, sin duda. —De parte de los lugareños. Pero piense en los refugiados, en los musulmanes. Tenemos que ganarnos la simpatía de ellos por el bien de la Iglesia. En cincuenta años, ellos serán mayoría en Europa. —Tal vez en treinta años, Santo Padre. Pero no crea que vayan a ser misericordiosos con los pocos católicos que queden entonces en el continente sólo porque Su Santidad ahora se muestre compasivo. —Está bien —dijo Francisco, en un intento de llegar a una solución—. Creo que convertirlo en un museo es una idea razonable. Al menos hasta que la Iglesia vuelva a tener un solo papa —dijo entre risas. El aire acondicionado tímidamente trataba de luchar contra el calor en aquella sala de audiencias, pero no podía estando en 26 grados. Llevar la temperatura a 24 era un pecado para el Sumo Pontífice ya que esto, según él, dañaba al planeta. Una vez llegó a confesar entre sus pecados el haber puesto el aire acondicionado en 23 grados, y fue justamente Bertoli quien escuchó esa confesión. Por eso, aunque Francisco se encontraba empapado de sudor —a causa del exceso de tejido adiposo, que en el Pontífice había aumentado notablemente desde 2013, y de la sotana, a la cual él no terminaba de acostumbrarse—, Bertoli no se atrevía a sugerir bajar la temperatura. Bertoli también sentía algo de culpa por recordar el pecado que le confesara uno de sus penitentes. Décadas atrás, su profesor de Moral le había enseñado, en el seminario, que los pecados que te confiesan ni siquiera deben traerse a la propia memoria. Súbitamente, Bertoli tuvo la tentación de reírse al pensar en que aquel profesor suyo, que daba la clase en latín, no hubiese entendido en absoluto qué es un aire acondicionado o qué es el calentamiento global. Seguramente sí lo hubiese tranquilizado haciéndole notar que un encuentro con el Papa no es fácil de olvidar para nadie. Menos si ese Papa te confiesa sus pecados. Menos aún considerando la clase de pecados que Francisco confesaba, que se centraban en la ecología: haber gastado demasiada agua en la ducha, o no haber separado la basura entre orgánica e inorgánica. Cuando Bertoli y Francisco estaban a punto de despedirse, el padre Franzini, secretario personal del Papa, tocó tres veces la puerta de la sala de audiencias y, sin esperar un “adelante” de alguno de ellos, entró. Allí encontró a Francisco y Bertoli con las caras enrojecidas y transpiradas. Francisco tenía una mancha de sudor marcada en el pecho que hacía juego con la cadena que sostenía su cruz pectoral de plata. —Santo Padre, hace mucho calor aquí —dijo Franzini con preocupación en la voz—. Debería encender el aire acondicionado. —Está encendido —dijo el Papa, con una expresión seria que ruborizó a su secretario—. ¿Qué te trae por aquí? —Sí, Santo Padre… —balbuceó el joven clérigo, como si tratara de recordar el motivo de su intromisión—. El señor Nuncio de Argentina está al teléfono. Allanaron un monasterio de monjas en su país. —¿Otro allanamiento? —dijo Francisco, incrédulo. —A un monasterio de monjas —repitió Franzini para completar la frase—. Pero este no es por dinero escondido o algo así. Es un monasterio de carmelitas descalzas. El Papa conocía perfectamente qué es un monasterio de carmelitas descalzas. No desperdiciaba ocasión para decir que su santa favorita era Teresa de Lisieux, una carmelita francesa que vivió a fines del siglo XIX. En Buenos Aires, donde había sido obispo, hay cuatro monasterios de carmelitas. Allí aprendió que hay dos clases de esos monasterios: las “del 90”, más conservadoras, y las “del 91”, más modernas. Es por esto que la frase “monasterio de carmelitas descalzas” no le decía mucho. —¿Un monasterio en qué ciudad? —preguntó Francisco mientras se acercaba a la puerta para salir. —Nagoya… o Nogoyá. No recuerdo bien el nombre. —Nogoyá… —dijo el Papa con seguridad, como si aquel nombre le despertara algún recuerdo—. ¿Y qué es lo que buscaban? ¿Cuál fue el motivo del allanamiento? —Santo Padre, el señor Nuncio podrá explicarle mejor. Lo único que vi en las noticias antes de que él llamara es que se secuestraron cilicios, flagelos y algunos libros. Y mordazas. —Son “del 90” —balbuceó el Papa, mientras aceleraba el paso—. Vamos. Capítulo 2: La llamada del Nuncio En la sala contigua a la sala de audiencias el teléfono esperaba descolgado. Muchos le habían sugerido cambiar esos viejos aparatos por celulares modernos, pero Francisco no lo hacía aludiendo a que eso haría enojar al ala conservadora en la Iglesia. En broma decía que esos teléfonos antiguos darían un poco de gusto a los lefrevristas y el cisma con ellos (que se separaron de Roma por no aceptar el Concilio Vaticano II) podría resolverse con ese gesto. En realidad, no quería terminar el cisma. Los lefevristas era un buen lugar a donde la gente que quería celebrar la misa en latín y practicar su catolicismo como antes del Concilio podía ir a refugiarse. No quería terminar el cisma ni sofocar a los cismáticos. De hecho, les había hecho algunas concesiones. En Buenos Aires, siendo cardenal y primado de Argentina, había reconocido ante la secretaría de Culto que la Fraternidad Sacerdotal San Pio X (que agrupa a los lefevristas) formaban parte de la Iglesia Católica. Así ellos no tendrían que inscribirse en el registro de cultos con otro nombre, lo que les hubiese causado una herida en su conciencia ya que ellos se reconocen a sí mismos como la verdadera Iglesia Católica, en oposición a la Iglesia Conciliar, o Iglesia de Juan XXIII (que fue quien convocó el Concilio Vaticano II). Como papa también les hizo otras concesiones, como reconocer como válidas sus confesiones o casamientos, a la vez que planeaba prohibir las misas en latín que aún celebraban algunos grupos tradicionalistas en la Iglesia “conciliar”, obligando a estos fieles a escapar a la Sociedad San Pio X. Tal vez en un futuro, cuando todos los tradicionalistas estuviesen aglutinados con los lefevristas, sería más fácil terminar con ellos. Lo cierto era que los viejos teléfonos no eran en realidad un gesto hacia los lefevristas. A estos aparatos no los cambió porque antes de atender un llamado importante, Francisco siempre trataba de recolectar la mayor cantidad de información posible, aunque esto signifique hacer esperar a alguien. Eran una buena excusa para ganar tiempo. — Disculpe la demora, Señor Nuncio. El Vaticano es bastante amplio, verá… ¿Podría darme detalles de este allanamiento? Sólo supe que se secuestraron mordazas, cilicios y flagelos. Y que es un monasterio de carmelitas descalzas “del 90”. Hubo unos segundos de silencio antes que el nuncio pronunciara algo. —Buenos días su Santidad, o buenas tardes para Ud. Veo que está bastante informado. Francisco miró la sala donde se encontraba. Su secretario estaba acompañando al cardenal Bertoli a la salida del Palacio Apostólico. Nadie escuchaba su conversación. —Vi algo en las noticias antes que Usted me llame, Monseñor. Estaba a punto de llamarlo cuando recibí su llamado. Sé que el Carmelo de Nogoyá es “del 90”. Es todo lo que sé. —Es más o menos lo que puedo decirle hasta ahora. Dos ex novicias de ese monasterio dieron una entrevista a un diario local acusando a la superiora de torturarlas antes de que ellas pudiesen escapar. A esto lo sé por lo que me dijo la priora misma de ese convento, Isabel Toledo, que ya me ha llamado alrededor de quince veces pero sin dar más detalles. El obispo de Paraná, donde está ese monasterio, Monseñor Juan Alberto Puiggari… —Puiggari,— repitió Francisco, recordando el trato distante que había tenido con él durante sus años como presidente de la Conferencia Episcopal Argentina. Puiggari era un joven obispo de Barrio Norte, él de Flores. Puiggari era sobrino de un militar que participó en el golpe de estado de 1955. Bergoglio, en cambio, era un gran peronista, aunque haya intentado ocultarlo detrás de expresiones de antipatía hacia los presidentes Kirchner. —¿qué dijo Puiggari? —Solamente me dijo que está buscando buenos abogados por cualquier eventualidad y que debemos protestar por una intromisión semejante en un monasterio de clausura que es territorio de la Santa Sede. —¿Territorio de la Santa Sede? — dijo Francisco con sorpresa. –La Santa Sede tiene territorio en Roma y en las nunciaturas, que son las embajadas… Y en Castelgandolfo… por ahora. Me parece que no estoy entendiendo. —Ni yo tampoco, su Santidad, para serle franco. La priora está muy ansiosa y el obispo está muy ocupado con la prensa y con familiares de las monjas de ese monasterio. Pero se comprometió a llamarme ni bien pueda para acordar pasos a seguir, y vuelvo a llamarlo a Ud. ¿le parece? —Entendido. Nos estamos comunicando. —Hasta luego. Sin pronunciar respuesta, el Papa colgó a la vez que miraba a Franzini, su secretario, que esperaba en la puerta de la sala. De a poco recordó donde se hallaba: en un palacio, en Roma. No en Argentina. Volvió a ser el papa Francisco. —Por favor avíseme ni bien vuelva a llamar el Nuncio. —Muy bien, Santo Padre. Mientras Franzini tomaba su celular para hacer una llamada, Francisco entró en la sala de audiencias donde momentos atrás había estado hablando con Bertoli. Se sentó en su sillón blanco. Miró por unos segundos el control remoto del aire acondicionado, sintiendo la fuerte tentación de tomarlo entre sus manos y dar un poco de alivio a su cuerpo. Recordó entonces las palabras de su maestro de novicios en los inicios de su vida religiosa: “La mejor forma de luchar contra una tentación es buscar un objeto similar al que apunta la tentación pero que sea lícito, y usando la fuerza que esta tentación nos ofrece, ir hacia ese objeto lícito. Éste es un proceso que hoy algunos llaman ‘sublimación”. Entonces Francisco estiró la mano y tomó el control remoto del equipo de música y dio “play” al único disco compacto que allí había, que era de Astor Piazolla. Empezó a sonar “Adiós nonino”. Con su mano izquierda abrió uno de los cajones de su escritorio y tomó un libro que se había propuesto leer durante sus vacaciones. Era una biografía de Teresa de Lisieux que un amigo suyo de Buenos Aires había publicado dos meses atrás. Tenía interés en leerlo pues él lo había prologado con sendos elogios por los “nuevos matices que sobre Teresa de Lisieux podemos descubrir en estas páginas”. Lo cierto es que no había leído ni siquiera una página. Al prólogo lo escribió su secretario, quien le afirmó que había leído el libro en una tarde. Por suerte, con el correr del tiempo ya eran menos los amigos que le regalaban sus libros o que le pedían que los prologara. Al comienzo de su pontificado se sintió realmente abrumado. Tantos libros nuevos, tantos amigos nuevos. Personas que le aseguraban que lo conocían por su estadía en Córdoba, otros que le aseguraban que fueron sus ex alumnos en Santa Fe, o que trabajaron en el Colegio Máximo mientras él era superior provincial de los jesuitas de Argentina. En el equipo de música comenzó a sonar una versión instrumental de “Muerte del ángel”. Miró la tapa del libro. El título “La sonrisa de Teresa” no le decía nada. “Otra biografía igual a las anteriores”, pensó. Abrió el libro al azar. En la página cincuenta y nueve un subtítulo decía “Capítulo 4: Celina, la asesora de imagen”. Comenzó a leer llevado por la curiosidad. Teresa de Lisieux es la santa. Algunos dicen que no fue por sus méritos morales que llegó a los altares sino por las dotes artísticas de su hermana Celina, que entró al mismo monasterio carmelita de Teresa cuatro años después que ella. No entró sola. Llevó consigo sus lápices y hojas, con los cuales era muy hábil, para dibujar a su hermana. Y llevó también su cámara de fotos, lo cual era algo novedoso para un convento carmelita a fines del siglo XIX. En los seis años que pasaron juntas en el Carmelo, Celine tomó un total de 41 fotos de su hermana. Fue gracias a esta cámara que hoy conocemos el rostro de Teresa, y su enigmática sonrisa… Su lectura fue interrumpida por tres golpes en la puerta y la inmediata entrada en la sala del padre Franzini. —Llamada desde Argentina, Santo Padre. El Señor Nuncio espera al teléfono. — dijo Franzini, mientras Francisco guardaba el libro en el cajón. No entendió bien lo que le estaban diciendo, por lo que tomó el control remoto del equipo de música y bajó el volumen. —Disculpe, padre Franzini, ¿podría repetir lo que dijo? —El Nuncio de Argentina. Al teléfono. —En seguida voy. — respondió el Papa. Apagó el aire acondicionado, el equipo de música, se levantó de su silla y se dirigió a la sala contigua, donde el Señor Nuncio lo aguardaba al teléfono. Capítulo 3: E-mail desde Argentina Nunca supe que escondían sus ojos detrás de aquellos oscuros cristales, con su apretada sonrisa y sus arcaicos modales. Pero más triste que no haberla conocido —por la intriga que toda historia humana me genera—, más triste que eso es pensar que tal vezni ella supo quién era. Y por eso más agradecida tiene que estar aquella exiliada hija suya que se libró del único destino que allí le esperaba: el ser sólo una imagen sagrada. (Coplas por la muerte de María de los Ángeles - julio de 2012) Con una hoja impresa en mano, Franzini se acercó al Papa, que seguía hablando por teléfono después de casi una hora. Todo lo que alcanzaba a oír eran las intervenciones de Francisco, seguidas de un murmullo ininteligible que venía del otro lado de la línea. “...Sí, deponer a la priora Toledo y alejarla del monasterio... ¡porque está interfiriendo con la investigación! ...Y un informe detallado sobre su actuación respecto a lo sucedido... Sí, a Monseñor Puiggari... Estamos en contacto, señor Nuncio. Hasta mañana”. Y colgó. Con sorpresa miró a su secretario, que de inmediato se excusó por haber escuchado parte de la conversación. —Disculpe, Santo Padre, era urgente que leyera esto —dijo, mientras le tendía un e-mail impreso—. Llegó recién. Lo escribieron las ex carmelitas denunciantes.Con una mirada entre seria y triste, el Papa tomó la hoja y comenzó a leer. Paraná, 25 de agosto de 2016 Querido Santo Padre: Para cuando le lleguen estas líneas, ya será demasiado tarde. Ya habrá ocurrido el allanamiento, y le llegarán toda clase de comentarios sobre mí y sobre Rosaura, la otra denunciante. Quiero asegurarle que, antes de recurrir a la justicia y al “cuarto poder”, hicimos todo lo posible por arreglar las cosas en familia. Tuve un total de tres audiencias con Monseñor Puiggari: en abril de 2013, ni bien salí del monasterio; en marzo de 2014; y en mayo de 2015, después de que Rosaura logró escapar. Ella me acompañó a esa tercera audiencia. En la primera, él me recibió cordialmente. Me sentí contenida después de todo lo vivido con la priora Toledo, que ejerció sobre mí un poder abusivo y humillante. Pensé que Monseñor haría algo. Los cuadros de su despacho —fotografías suyas con distintos papas, bulas en latín donde apenas se distinguían su nombre y el de Juan Pablo II o el de Benedicto XVI— me daban a entender que tenía poder. Y la amabilidad con la que me trató me dio la confianza de que actuaría. En la segunda audiencia, el clima era otro, más tenso. Me acababa de enterar de que una novicia —a quien conocí, pero con la que no tuve más contacto— iba a hacer sus votos solemnes, y que había ingresado una nueva postulante. Le expresé mi preocupación. Me respondió que no podía hacer nada, que no estaba al tanto de la nueva incorporación, y que no podía negarle los votos a una hermana que los pedía “libremente”. Le dije que ahí dentro no hay libertad mientras Toledo tenga poder. Me fui muy frustrada. Empecé a pensar que tal vez no tenía tanto poder como aparentaba. La tercera audiencia fue tras el escape de Rosaura. Ella me pidió que la acompañara. Un día antes de ir al palacio episcopal, un sacerdote en confianza nos contó cómo Puiggari se rió de mí. Dijo que las monjas exageramos, que tendemos a dramatizar, sobre todo las de clausura, y que todo se solucionaría cuando yo pidiera el indulto. En esa tercera audiencia, le dijimos que sabíamos qué opina sobre las religiosas. Y que quizás no tenga todo el poder necesario para intervenir, pero lo que más nos duele es que no tenga la voluntad. Le dijimos también que no iríamos a la prensa ni a la justicia para evitar el escándalo. Pero días después, el mismo sacerdote del que ya hablé —citando a San Gregorio Magno— nos dijo: “Hay que evitar el escándalo. Pero si el escándalo se produce por la verdad, antes que ocultar la verdad, debemos tolerar el escándalo. ”Santo Padre: el momento de la corrección fraterna ya pasó. Fui sola. Fui con otra hermana. Ahora es el tiempo de tratar como pagano a ese mercenario que deja que los lobos devoren a las ovejas que le fueron confiadas. Entré al Carmelo hace diecisiete años, llena de ilusiones. Mientras vivía la madre María de los Ángeles, la anterior priora… esos años fueron un verdadero cielo. Pero, tras su muerte, y con el ascenso de Toledo, el monasterio se transformó poco a poco en un purgatorio, que terminó siendo un infierno. Fue ella, la priora Toledo, quien volvió el Carmelo inhabitable. Bajo su gobierno, las únicas opciones eran escapar, doblegarse… o morir. Lo repito, Santo Padre: fuimos al Carmelo a buscar el rostro de Dios… y nos encontramos en el mismo infierno. Con dolor, Hermana María Teresa (monja profesa de Carmelo en Nogoyá) Capítulo 4: Vultum Dei Quaerere El Papa permaneció en silencio. Con la hoja aún en la mano, dejó que sus ojos se posaran una vez más en las últimas líneas de la carta, que ya había leído tres veces. “Fuimos al Carmelo a buscar el rostro de Dios… y nos encontramos en el mismo infierno. ”Repitió en voz baja, como si masticara una plegaria rota: —Buscar el rostro de Dios... Y luego, más quedo aún, la misma frase pero en latín: —Vultum Dei quaerere... Franzini no dijo nada. Se mantuvo de pie, esperando. A lo lejos, el sonido de las campanas de San Pedro anunciaba el final del día. El Papa apoyó la carta sobre el escritorio y se incorporó con esfuerzo. —Voy a escribir un documento —dijo—. Algo sobre los conventos, sobre el riesgo del poder cuando se encierran. Los monasterios autónomos necesitan vínculos reales con el resto de la Iglesia. Las carmelitas que siguen las constituciones “del 90” ... necesitan ser acompañadas. Y acompañarse entre ellas, crear asociaciones de monasterios, federarse… ¿Me ayudarías? Franzini asintió y se sentó frente a la computadora. Encendió la lámpara. —¿Título? —preguntó, ya listo para teclear. El Papa miró por la ventana del Palacio Apostólico, donde las sombras se alargaban sobre las cúpulas romanas. —Vultum Dei quaerere. Así. En latín. Quizás no llegue a ver en vida cambios en este tipo de monasterios. Pero quiero de alguna manera hacerle saber a María Teresa que su correo, que habla de buscar el rostro de Dios, ha llegado a mis manos. Epílogo Padre Nuestro que estás en el Cielo, cuyo anticipo en el Carmelo encuentro: Santificado sea tu nombre y sea conocido por todos los hombres. Venga a nosotros tu reino, por su propagación lucho con empeño. Hágase tu voluntad en mí y en los demás, en la tierra, en el cielo, afuera y en el Carmelo. Danos hoy nuestro pan de cada día, el pan del cielo que se da en la misa. Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden. Con ellos en paz quedé antes de venir a verte. No nos dejes caer en la tentación. Y si el enemigo me encierra y la muerte anda cerca, sé vos la llave que al alma libera. Líbranos del mal. Amén. (Para María Teresa, en la víspera de su entrada al Carmelo - agosto de 1999) Toledo fue condenada en 2019 a tres años de prisión por privación ilegítima de la libertad agravada en dos casos. Cumplió su condena y quedó en libertad el 25 de agosto de 2024, exactamente ocho años después del allanamiento. Monseñor Puiggari, cuya responsabilidad en el caso fue señalada por su prolongada inacción, gestionó la defensa de Toledo con dos de los abogados más prestigiosos del país. Si bien no consiguieron la absolución de la ex priora de Nogoyá, sí lograron lo esencial para él: que su nombre no fuera vinculado como responsable en el juicio. Se mantuvo al frente de la Arquidiócesis de Paraná, donde se encuentra el Carmelo de Nogoyá, hasta que su renuncia fue aceptada en abril de 2025. Un mes después, un nuevo Romano Pontífice sucedió a Francisco. Se comprometió a hacer cumplir las directrices de Vultum Dei Quaerere. Quizás en su pontificado se concreten los cambios que Francisco no alcanzó a ver. El Carmelo de Nogoyá, que en 2013 contaba con veintiún monjas, tiene ahora sólo doce. Algunas se trasladaron a otros monasterios, otras solicitaron el indulto. Tras el allanamiento, el monasterio no volvió a recibir nuevas postulantes. María Teresa y Rosaura continúan con sus vidas, aunque las cicatrices de lo vivido permanecen como parte de su ADN. (*) hermano de una excarmelita de Nogoyá.
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