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  • La urgente necesidad de una política de Estado sobre crimen organizado, mercados ilegales y violencia

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 23/07/2025 04:50

    El rasgo medular del nuevo sistema de enjuiciamiento acusatorio es la concentración del poder persecutorio en el Ministerio Público Fiscal (Pexels) La esperada conclusión del proceso de implementación del sistema acusatorio en el ámbito federal impone a todo el arco político democrático la definición de una política clara y consistente para la persecución del crimen organizado, como única manera de enfrentar seriamente su creciente incidencia en los mercados ilegales y la violencia criminal. En el ámbito jurídico ya se encuentra resuelta la discusión acerca de que del nuevo paradigma resultará un sistema de justicia más eficiente. Dejaremos definitivamente atrás el modelo inquisitivo –aun atenuado-, donde las facultades de investigar y decidir recaen en un mismo órgano –juez instructor-, y adoptaremos un sistema de justicia federal penal acorde a los lineamientos que traza la Constitución Nacional. Fuera de toda duda, el modelo constitucional indicado es aquel que distingue las funciones de investigar y acusar, en cabeza de un fiscal, de la tarea de juzgar, propia de los jueces o tribunales. La matriz que abandonamos nos fue legada por las instituciones coloniales, las estructuras de justicia de los primeros años de la organización nacional y, fundamentalmente, con la implementación del régimen procesal nacional establecido en la ley 2.372, vigente desde el 1 de enero de 1889. Este código de procedimientos en materia penal fue inspirado en el clásico modelo inquisitivo español que ya en España no se encontraba vigente cuando lo adoptamos en estas tierras (por ello se dijo que “nació viejo y caduco”). El inquisitivo “puro” rigió en la justicia federal hasta la implementación del modelo “mixto” de la ley 23.984, vigente desde el 4 de septiembre de 1992. Este sistema mantuvo al “juez instructor” en una versión atenuada e incorporó el juicio oral y público en la justicia nacional. Esto último implicó, en aquel momento, un notable cambio en el paradigma entonces vigente. Recién con la publicación de la ley 27.063 el 10 de diciembre de 2014, nuestro país adoptó el modelo acusatorio, bilateral y contradictorio para el enjuiciamiento penal en el ámbito federal. El análisis de los más de 10 años que hasta ahora ha demorado su definitiva puesta en marcha, obviamente, resulta ajeno al objeto de estas líneas. Pero sí podemos afirmar que cuando este nuevo régimen procesal termine de implementarse en todas las jurisdicciones de la República, por primera vez la justicia federal penal funcionará acorde a los postulados de la Constitución originaria de 1853. Solo resta agregar que la mayoría de los estados provinciales se han adelantado al Estado Federal en la adopción del modelo acusatorio: al momento rige en 19 de los estados locales. Fue pionera la provincia de Buenos Aires, donde se encuentra vigente desde 1998. Los resultados del viejo sistema de enjuiciamiento penal en materia de “crimen organizado” distan, a la vista, de ser satisfactorios. Ahora bien, las objetivas ventajas del sistema acusatorio claramente pueden malograrse si, en la oportunidad de su definitiva implementación, el arco político democrático no define una política clara y consistente para su persecución. Según la Convención de Palermo del año 2000, el “grupo delictivo organizado” es un conjunto estructurado de tres o más personas, que existe durante un cierto período de tiempo y que actúa concertadamente con el propósito de cometer uno o más delitos graves con miras a obtener, directa o indirectamente, un beneficio económico o material. La República Argentina incorporó este instrumento por ley 25.632 del 2002, y su aprobación tuvo directa incidencia en muchas normas penales dictadas a partir de entonces. Obviamente, la problemática del “crimen organizado” es un fenómeno mucho más amplio que su caracterización desde el mundo jurídico. Posee complejas aristas de naturaleza política, social, económica y aun financiera, dada la centralidad de la finalidad económica y material de estos emprendimientos criminales. Pero, más allá de las distintas miradas sobre el mismo, es un hecho que la criminalidad organizada afecta directamente a la población en su derecho a vivir en una sociedad segura -afectando las relaciones sociales-, y compromete la actividad misma del Estado como impulsor y garante del bien común. En la Argentina está verificada la actividad de organizaciones criminales transnacionales de importancia -“carteles” -, aunque no de forma predominante sobre nuestro territorio. También lo está la actividad de múltiples organizaciones locales, algunas con eventuales conexiones internacionales, principalmente con organizaciones similares de países limítrofes. Estas organizaciones locales se dedican al tráfico de mercaderías ilícitas que distribuyen en los mercados ilegales de los centros urbanos. Lo común en ambas tipologías –las grandes organizaciones internacionales y las locales– es su gran capacidad económica y logística, y su disposición para generar altos niveles de violencia. En el caso de las grandes organizaciones, en nuestro ámbito el uso de la violencia generalmente está dirigido a resolver enfrentamientos internos, sancionar delaciones o infidelidades y castigar acuerdos incumplidos. Cuando se trata de los grupos locales, la violencia está usualmente enfocada a resolver disputas territoriales entre distintas organizaciones por el control de los mercados ilegales. En lo que hace al afianzamiento de las capacidades económicas y logísticas en los mercados ilegales territoriales, los grupos locales integran en sus estructuras a grupos vulnerables, fundamentalmente jóvenes estigmatizados por las urgencias económicas y materiales, la incertidumbre social, la carencia de proyectos de vida y el abandono del Estado en sus funciones esenciales. La concentración de esfuerzos destinados identificar y enjuiciar a los estamentos superiores de las organizaciones -y al aseguramiento de los beneficios económicos de su actividad ilegal- deberá ser efectivamente una práctica sistemática, consistente y perdurable en el tiempo. Una política seria y responsable en este punto no puede reducirse a una mera declamación de objetivos, ni a resultados aislados o esporádicos producto de esfuerzos investigativos individuales. Esto debe ser un punto de partida medular si realmente se pretende la mitigación de los efectos corrosivos del “crimen organizado” sobre la sociedad, principalmente en los sectores más vulnerables. En cuanto a las modalidades delictivas predominantes, podemos aquí señalar al narcotráfico, la trata de personas, el tráfico de armas, el contrabando y el lavado de dinero. Aunque con menos presencia, hay que poner atención también al comercio ilegal de agroquímicos no genuinos y/o no autorizados en el país, por su impacto en el medio ambiente y la salud de los trabajadores rurales y los consumidores en general. Como se viene diciendo, el rasgo medular del nuevo sistema de enjuiciamiento acusatorio es la concentración del poder persecutorio en el Ministerio Público Fiscal. En este sistema, son los fiscales los titulares de la acción pública: inician y dirigen la investigación preparatoria; acusan ante los tribunales; y sostienen sus pretensiones a lo largo de toda la organización judicial nacional. Todo ello con una novedosa particularidad: los fiscales son titulares de la acción penal, pero con la facultad legal de disponer de ella. El “principio de oportunidad” que rige en este nuevo sistema les permite no impulsar el proceso o desistir del mismo en ciertos casos. Esto es -ni más ni menos-, la potestad funcional para, racionalmente, elegir en qué casos y en qué circunstancias concentrar los esfuerzos persecutorios. El nuevo código establece que, ante la insignificancia del hecho, una expectativa de sanción desproporcionada o innecesaria, una colaboración eficaz, o frente a la reparación del daño, el fiscal del caso puede no impulsar o incluso desistir de una persecución penal. Esto es la contracara del “principio de oficialidad” que rige el viejo sistema que dejamos, donde impera la hipocresía y el absurdo de perseguir todo hipotético delito del que se tuviera noticia. Lo cual sabemos que en la realidad no ocurre: por imposibilidad material o por una selección de hecho realizada discrecionalmente por actores del sistema no legitimados legalmente para ello. De esta capacidad de selección de los esfuerzos y los recursos asignados, lo razonable es esperar mayores e importantes resultados en los objetivos propuestos. Ahora bien, esta nueva matriz que hace claramente más racional e inteligente al sistema de investigación y enjuiciamiento penal, tiene una enorme dimensión política que no esta suficientemente expuesta y difundida. Posee, por tanto, una invalorada relación con la problemática del crimen organizado, los mercados ilegales y la violencia. Frente a la centralidad y las mayores capacidades que el Ministerio Público Fiscal tendrá con la implementación definitiva del sistema acusatorio, todo el arco político democrático debe debatir -más allá de lo normativo y con datos objetivos-, las características y circunstancias que hacen al fenómeno del crimen organizado en nuestro país, dentro del contexto internacional en que este se inscribe, cuáles serán las estrategias más eficaces para su enfrentamiento, qué sectores de la organización estatal deben confluir en el esfuerzo y cuales deberán ser los recursos asignados para que esta directriz no resulte una mera declaración de objetivos programáticos. Dado que el mandato constitucional es que el Ministerio Público promueva la actuación de la justicia en coordinación con las demás autoridades de la República –Art. 120 C.N.-, no resulta adecuado que los lineamientos de la política de persecución del crimen organizado se definan intramuros, como podría indicarlo la literalidad de la ley orgánica respectiva. Por el contrario, parece determinante, frente a este complejo fenómeno, integrar una mirada sobre la conducción política de las fuerzas de seguridad federales y el sistema de inteligencia criminal nacional. Además, no puede haber una política efectiva en esta temática tan compleja y, a la vez, dispersa en la amplia geografía del país, sin una participación específica y permanente de los ministerios públicos fiscales y las fuerzas policiales de los estados provinciales. Las provincias argentinas deben ser parte necesaria en la determinación de esta política, pues no puede prescindirse de su visión cercana y inmediata de los fenómenos puntuales que ocurren en la diversidad del territorio. Es claro, además, que más allá de la obligada intervención de la justicia federal en los casos complejos de crimen organizado, existe un sinnúmero de hechos criminales cometidos por estos grupos que son investigados por los sistemas provinciales. Y los estados no pueden responder en forma estanca. En cuanto se pone atención en la violencia generada por los grupos locales de crimen organizado en los barrios populares, se sabe que los primeros destinatarios de ella son los propios jóvenes vulnerables captados por estas organizaciones; pero también sus familias, vecinos, sacerdotes y militantes sociales, entre muchos otros. Es por ello que también los municipios -sobre todo de los conglomerados urbanos afectados por este flagelo- deben ser oídos e integrados en las definiciones que la problemática exige. Más allá de los marcos normativos y las prácticas institucionales de cooperación vigentes entre el Estado Federal y los estados provinciales -que vinculan a los ministerios públicos y las fuerzas de seguridad y policiales entre sí-, debe definirse una política pública concreta, consistente y perdurable en materia de crimen organizado, mercados ilegales y violencia, que haga converger a todos los segmentos estatales descriptos: el Estado Federal junto a las provincias. La cooperación existe, pero en casos concretos, muchas veces fruto de acciones individuales, no como una política sistemática sobre este complejo fenómeno. También hay que decir que los esfuerzos presupuestarios de la Nación y las provincias, o la utilidad de instrumentos legales para investigar delitos complejos -como la figura del “agente encubierto”, el “revelador”, la “entrega vigilada”, la “prórroga de jurisdicción”, etc.- brindarían mayores resultados si confluyeran en una política común y perdurable. En definitiva, el contexto que transitamos nos compele debatir la problemática del crimen organizado, los mercados ilegales y la violencia dentro el amplio arco político democrático con representación parlamentaria.

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