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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 23/07/2025 04:49
Las guerras, el genocidio, los estados fallidos y las amenazas de futuras invasiones galopan libremente por todo el mundo (Imagen ilustrativa Infobae) En algún café de París, a fines de la década del 30, quizá en La Coupole de Montparnasse, donde las mesas albergaban no solo a Picasso, Simone de Beauvoir, Sartre, Malraux y Edith Piaf, sino también a nuestros latinoamericanos Arturo Uslar Pietri, Miguel Ángel Asturias y Alejo Carpentier, César Vallejo observaba el mundo desmoronarse. Entre cafés y páginas de periódicos plagadas de noticias ominosas, el poeta peruano veía lo que tal vez otros no: el nacimiento del horror. Europa se vestía de uniforme militar, la pobreza avanzaba sin barreras, y el fascismo aumentaba derramando sangre. En ese contexto, Vallejo escribió el poema Los nueve monstruos, donde, desde su permanente desasosiego, nos narró las tragedias de una Europa que golpeaba las puertas de la Segunda Guerra Mundial: “El dolor crece en el mundo a cada rato, crece a treinta minutos por segundo, paso a paso… Jamás hubo tanto dolor en el pecho, en la solapa, en la cartera, en el vaso, en la carnicería...”. Hoy, casi un siglo después, los monstruos de Vallejo caminan nuevamente entre nosotros, y no solo en Europa. El mundo entero está al borde del abismo. La década del 30 estuvo marcada por un retroceso global de las democracias liberales. Los regímenes fascistas consolidaron su poder mediante la propaganda, el nacionalismo y la violencia. El aislacionismo de Estados Unidos impulsó el fracaso de la Sociedad de Naciones, organismo predecesor de las Naciones Unidas, dejando sin respuesta efectiva las ofensivas expansionistas. En 1931, Japón invadió Manchuria; en 1935, Italia ocupó Etiopía; en 1938, Alemania ocupó primero los Sudetes y luego toda Checoslovaquia. Mientras el mundo se debatía si el orden internacional podía sobrevivir, estalló la Segunda Guerra Mundial, derrumbando el orden internacional. Todo esto ocurría en un contexto en el que millones de personas sufrían las consecuencias de la Gran Depresión: desempleo masivo, hambre y una sensación de desesperanza que fue caldo de cultivo para el autoritarismo. Hoy, enfrentamos una situación inquietantemente parecida. El Rule of Law Index, el índice sobre la salud del Estado de derecho en el mundo, continua en descenso. Según el Pew Research Center, en un grupo de países el nivel de satisfacción con la democracia ha caído al nivel más bajo de los últimos ocho años, pasando de un 49% a solo un 35% en 2025. El Latinobarómetro también ubica el apoyo a la democracia en uno de los niveles más bajos desde que se comenzó a medir. En África, luego de décadas de esfuerzos democratizadores, los golpes de Estado han vuelto: desde 2020, al menos seis países han sufrido rupturas del orden constitucional. Asimismo, las Naciones Unidas y otros organismos internacionales están siendo debilitados y deslegitimados, como ocurrió con la Sociedad de Naciones antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial. Las guerras, el genocidio, los estados fallidos y las amenazas de futuras invasiones galopan libremente por todo el mundo. Los mecanismos colectivos para la paz y los derechos humanos, sub-financiados o saboteados por un número significativo de naciones, pierden eficacia. Muchos países con economías de altos ingresos reducen la ayuda exterior y redirigen sus recursos hacia seguridad y defensa. También estamos recorriendo el mismo camino en lo económico. Tras la pandemia y múltiples crisis económicas, se profundiza la desigualdad y la inflación golpea a las clases medias. La automatización y la inteligencia artificial generan desempleo y miedo. El informe “La Ley del más Rico”, de la organización Oxfam, alerta que “desde 2020, el 1% más rico ha acaparado casi dos tercios de la nueva riqueza generada globalmente, es decir, aproximadamente un 63%. En 2024, en una encuesta del Pew Research Center, un 57% de ciudadanos en 36 países consideraron que sus hijos vivirán peor que ellos, mientras que un 54 % consideró que la desigualdad económica es un “problema muy serio”. Al igual que en los años 30, el malestar social es capitalizado por líderes autoritarios que ofrecen incumplibles soluciones simples a problemas complejos. En aquella época, la culpa de las crisis la tenían los judíos, los comunistas y los migrantes. Hoy, nuevamente, esos tres grupos, más los musulmanes, son señalados como los responsables de las crisis por líderes populistas del mundo entero. Asimismo, se ataca a las instituciones que pueden ponerle un freno al poder hegemónico del populismo: periodistas, legisladores, universidades, sociedad civil y jueces. En todos los continentes, la retórica del odio ha vuelto a ocupar el centro del poder. En materia de comunicación, en la década del 30, la propaganda fue una de las principales armas de los regímenes totalitarios. La Alemania nazi transformó los medios en una máquina de manipulación masiva. En la Unión Soviética, el Partido Comunista borraba literalmente a las personas de las fotografías y destruía películas, para obtener un control absoluto de la narrativa política, social y cultural. La “guerra cultural” estaba en el centro de la escena política. Hoy, el fenómeno se ha sofisticado, pero es igual de peligroso. La desinformación se propaga sin freno, amplificada por algoritmos que priorizan la viralidad y las ganancias sobre la veracidad. Las mentiras generadas por la inteligencia artificial superan en velocidad a cualquier esfuerzo por refutarlas. En Escocia, aparecieron biografías falsas de políticos justo antes de las elecciones. En Estados Unidos, se enviaron mensajes automatizados suplantando la voz de senadores. En Europa del Este, campañas rusas inundan las redes sociales con noticias falsas sobre Ucrania. En Argentina, días antes de las elecciones en la Ciudad de Buenos Aires se difundió un discurso falso del líder del partido de la oposición, mientras que las autoridades y gran parte del periodismo lo minimizaron, ignorando su potencial desinformativo. La verdad se ha vuelto relativa y los hechos son etiquetados como ideología. En el centro de esta manipulación se encuentran la búsqueda y el mantenimiento del poder, también, mediante la “guerra cultural”. En resumen, somos testigos directos de la reedición de los mecanismos que permitieron el ascenso del totalitarismo en los años 30, solo que hoy se presentan con nuevas herramientas y formas. Igual de inquietante es la normalización progresiva de la violencia verbal y física. Lo que ayer era impensable, hoy se discute, se justifica y se acepta como necesario para lograr un cambio, sin importar que ese cambio sea el camino al cadalso. Millones de personas, tal vez muchas de ellas con buenas intenciones, observan estos procesos sin querer reconocer su gravedad. Como advirtió Hannah Arendt al reflexionar sobre el juicio al criminal nazi Eichmann, uno de los principales organizadores de la deportación de judíos hacia los campos de extermino, “el problema con Eichmann fue precisamente que muchos eran como él, y que esos muchos no eran ni pervertidos ni sádicos, sino que eran, y todavía son, terrible y espantosamente normales. Desde el punto de vista de nuestras instituciones jurídicas y de nuestros estándares morales de juicio, esa normalidad era mucho más aterradora que todas las atrocidades juntas”. Esa mayoría silenciosa que, en busca de una panacea inexistente, acepta, tolera o incluso perdona el autoritarismo y la violencia física o verbal, es precisamente lo que permite que el horror avance envuelto en normalidad. El autoritarismo no necesita apoyo masivo, sólo requiere indiferencia masiva. El mal no es solo el odio fanático, sino también la incapacidad de pensar en términos éticos, la obediencia automática y la indiferencia frente al sufrimiento del otro. Ante el avance del autoritarismo, el silencio es consentimiento. En el mundo actual, la acción contra el autoritarismo es una obligación moral. Las consecuencias de no actuar serán más devastadoras que en las décadas del 30 y el 40. Vivimos en un mundo donde el uso de armas nucleares está más cerca de convertirse en realidad que en seguir siendo una disuasión; donde la inteligencia artificial puede ser usada para controlar y reprimir poblaciones enteras; donde el colapso climático ya no es un escenario futuro, sino una realidad cotidiana, porque hay líderes que consideran que el calentamiento global es un invento de la izquierda; donde millones de personas se ven forzadas a migrar por guerras, hambre o desastres naturales, sin protección real. No se trata de culpabilizar a quienes no actúan, sino de recordar que la indiferencia es una elección voluntaria que tendrá graves consecuencias. Debemos defender la verdad, reconstruir la confianza y restaurar la cooperación internacional. Debemos alzar la voz por jueces, periodistas, universidades, migrantes, minorías y todos aquellos que piensan distinto. Debemos respaldar a las instituciones internacionales, no sólo con palabras, sino con recursos. Hegel, según recuerda Marx, dijo que los grandes hechos y personajes históricos tienden a repetirse. Marx agregó que lo hacen “una vez como tragedia y otra como farsa”. Pero hoy esa secuencia ya no alcanza para describir lo que enfrentamos. No estamos ante una simple repetición grotesca: estamos ante una tragedia potenciada, más veloz, más global, más peligrosa, que, si no es detenida a tiempo, podría no dejar lugar a una tercera versión de la historia. “No sé con qué armas se luchará la Tercera Guerra Mundial, pero la Cuarta será con palos y piedras”, nos interpela el genio de Einstein, subrayando la gravedad del camino que estamos recorriendo y la urgencia de ponerle fin. Este artículo no busca convocar al pánico, aunque sería más que justificable. Es un llamado a comprender que la historia nos ofrece advertencias y opciones. El camino que estamos recorriendo no es inevitable y tampoco lo era la Segunda Guerra Mundial. Las puertas de la guerra las abrieron principalmente la irresponsabilidad de líderes, y mayorías indiferentes que eligieron no actuar frente a la normalización del horror. Aún estamos a tiempo de abandonar el camino que nos está conduciendo hacia una tercera larga noche de la humanidad. El poder de resistir el autoritarismo y evitar que los monstruos vuelvan a arrastrarnos al abismo depende de nosotros y del triunfo de la razón por sobre la irracionalidad y el fanatismo. Desde las calles de Montparnasse, César Vallejo respondió con poesía al imperativo moral de actuar frente al horror a su alrededor. En Los nueve monstruos, luego de narrar una larga lista de tragedias que anticipaban la Segunda Guerra Mundial, y batallando contra su profundo desasosiego, nos deja acción con esperanza. Hay, hermanos, ¡muchísimo por hacer!
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