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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 21/07/2025 06:48
El acostumbramiento a estos niveles de agresividad en la conversación digital puede explicarse por su origen en la virtualidad (Imagen ilustrativa Infobae) Actualmente, no se puede concebir ninguna instancia de la vida pública sin la intermediación de las redes sociales. Desde la comunicación gubernamental, pasando por una demanda que visibiliza un usuario anónimo y luego se amplifica en los dichos de un diputado nacional, hasta la organización de una movilización que surgió de X, hace mucho que la influencia de las redes, principalmente su “registro de comunicación”, se expandió por fuera de las pantallas hasta alcanzar otras instancias de la conversación pública que, tradicionalmente, estuvieron separadas de la lógica de estas plataformas. Brevemente, referirse al registro de las redes sociales es, con otras palabras, plantear los significados, los códigos de humor e ironía; las etiquetas, entre otras “formas”, que se construyen y reproducen diariamente dentro de estas plataformas; pero, principalmente, es referirse a un tipo de polarización muy radicalizada y particularmente violenta que responde a la lógica de micro-burbujas que proponen estos espacios: una versión exacerbada de la histórica rivalidad “ellos contra nosotros”. Cuando interactuamos bajo estos términos, especialmente en temas de interés público, el costo del agravio y la descalificación es muy bajo, casi nulo, lo que acostumbró a niveles de agresividad que sólo eran sostenibles, o entendibles, mientras se mantuvieran “dentro de la pantalla”. El acostumbramiento a estos niveles de agresividad en la conversación digital puede explicarse por su origen en la virtualidad, especialmente, a partir de dos características de este universo: la cultura del anonimato; y, principalmente, la desinhibición que produce el distanciamiento físico como garantía de impunidad para agredir o humillar a otra persona. En cualquier otro contexto, mantener ese tono frente a otra persona tendría consecuencias que se retroalimentarían hasta un enfrentamiento, o directamente bloquearían cualquier diálogo para evitar incomodidades. En este sentido, es que la virtualidad siempre promovió la posibilidad de interactuar con más violencia de la que, en otros ámbitos, sería tolerable. Quienes interactúan dentro del entorno de las redes sociales utilizan prácticas compartidas como el meme, el baiteo, el doxeo, el troleo, etc.; en las que, muchas veces, el sentido de lo que se dice responde a una micro-conversación difícil de extrapolar a otros contextos. Asimismo, las burbujas o pequeñas comunidades crean una dinámica orgánica que valida, renueva y mantiene activo ese registro; que, en la conversación pública, ciertamente se fue exacerbando con los años. Ahora bien, ¿qué sucedería si esa manera de interactuar traspasaba la pantalla, alcanzando otros entornos más tradicionales? ¿Qué sucedería, por ejemplo, si en una marcha de jubilados se utilizaran etiquetas como “domados”, “kukas”, “degenerados fiscales” para referirse a los presentes? ¿O, también, cómo reaccionarían en una discusión de sobremesa otras personas al escuchar otras agresiones personales como si fuera un intercambio en X? Así, lo que durante años se concibió escindido de otras instancias del debate público (“lo que sucedía en las redes”) comenzó a influir en cómo muchos dirigentes empiezan a mostrarse hacia la sociedad y sus adversarios (la repentina e impostada vehemencia); y, además, en cómo muchas personas jóvenes se politizaron en la cotidianidad adoptando un registro mucho más hostil y radicalizado contra quienes, entienden, son parte del problema del país. De las redes a la calle y a la mesa. Esta transición expone una observación que Eugenia Mitchelstein y Pablo Boczkowski abordan en su libro “El entorno digital” (2022, Siglo XXI) sobre la imposibilidad de escindir las interacciones e implicancias del entorno digital sobre otros aspectos y entornos de la vida. Siguiendo esa premisa, y aplicado a este caso, no debería sorprender que la conversación pública digital se extienda por fuera de la pantalla. Lo que sí debería llamar la atención es la velocidad en la que crece la tensión entre el registro que proponen las redes y el que actualmente prevalece en el debate público, un fenómeno que genera más desconcierto que adaptación. Considerando estas últimas posibilidades es que debemos pensar los desafíos que la transición de la conversación pública está mostrando, y que ya ha tenido consecuencias indeseables, por ejemplo, durante las movilizaciones por la Ley de Financiamiento Universitario en 2024 que involucró un episodio con el streamer Fran Fijap. Ese caso reflejó, mejor que cualquier observación que podamos hacer, la tensión entre las connotaciones y significados que tenían las preguntas del streamer, en un tono característico de su estilo en redes, y las respuestas de quienes se manifestaban con mayor o menor criterio (personas adultas en su mayoría), que respondieron desconcertados, para que, luego, una minoría violenta (de más jóvenes) reaccionara agrediendo y corriendo al joven streamer. Finalmente, la transición hacia una conversación pública más influenciada por la mediación de las redes sociales, que involucra como protagonista hasta al propio presidente de la Nación, invita a preguntarnos, mientras más rápido avance, si se trata de un fenómeno de época, transitorio y propio de una minoría intensa que las redes exacerban; o, lo que es más probable, se trata del comienzo de un fenómeno comunicacional en el que deberemos aprender a convivir con este registro de conversación más hostil y sus implicancias.
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