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    El devastador “efecto Trump”: se hunden las acciones argentinas y se dispara el riesgo país

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  • Corazón a corazón; es como se cambia el mundo

    Concordia » El Heraldo

    Fecha: 07/07/2025 14:42

    El arbitrario y desolado planeta, adherido a la custodia del ser humano, requiere de nuestras pulsaciones conjuntas, no para abrir las puertas del abismo, sino para llamar a la solidaridad y a la auténtica justicia palpitante. Desde luego, urge reconstruir la confianza ciudadana y universalizarla en todos los abecedarios internos del ser humano, para reconstruir en este mundo más que fronteras y frentes, moradas abiertas a la vida y a la verdad. Sin duda, nuestro distintivo corazón innato, necesita una regeneración, un cambio de posiciones y posturas, más auténticas con nosotros mismos y con los demás. Para empezar, insistiré en que tenemos que aprender a reprendernos, que es otra forma de quererse, y otra manera de avanzar en comunión para fraternizarnos. Precisamente, nuestra gran asignatura pendiente radica en respetarnos, en no destruir los vínculos que nos abrazan. Para ello, hay que decir adiós definitivamente a las guerras, destronar de nosotros las desigualdades, el consumismo y el uso antihumano de la tecnología. Urge, por consiguiente, abrir la peor de las prisiones: la de un corazón cerrado y endurecido. Hay que tomar nuevos aires, abrirse y no desfallecer ante los obstáculos, que además siempre los hubo, relanzarse con la sensibilidad, para poder fecundar los sueños y hacerlos realidad. No olvidemos que somos peregrinos de un orbe que debe de armonizarse, juntando latidos de proximidad, compasión y ternura. Nadie puede quedar excluido del poema viviente al que pertenece, por tanto, juntemos miradas y acariciemos labios. Tenemos que desarmarnos de lo terrenal, del poderío interesado y activar la palabra como pulso de entendimiento. La compraventa del dinero todo lo corrompe y lo envicia, decreciendo la ilusión en nosotros mismos. Esta conmoción intrínseca se expresa con toda su fuerza en el grito de esas gentes que huyen de las absurdas contiendas, a la espera de otras atmósferas más comprensivas e igualitarias, sustentadas en los derechos humanos. Al fin y al cabo, todos hemos de rendir cuentas, por cuestión de imperativo moral y de justicia global. La obra de este buen hacer y mejor obrar será la tranquilidad y la seguridad para siempre. En un orbe en el que los más frágiles son los primeros en sufrir los efectos devastadores de una injusta dominación, la protección es cuestión de humanidad. Seamos humanitarios, pasemos a la realidad, vivamos la vocación como entes pensantes. Escuchemos a la mente, pero también dejemos hablar al corazón. Ser protectores de nuestra particular existencia virtuosa, como pieza clave, sobre todo a la hora de promover la convivencia entre análogos y sentar las bases de una concordia, es fundamental para acrecentar los espacios cívicos. Personalmente, estoy convencido de que el problema no está tanto en la bomba atómica como en el típico hogar familiar; es decir, en las propias entretelas. Nos merecemos, pues, una esencia más espiritual que mundana, que nos sirva de apoyo en todo momento. Esto nos invita a reflexionar, a tratar de ahondar en la dimensión comunitaria de consolar siempre, al menos para nosotros salir consolados. En efecto, uno tiene que ser como el aire para que los demás respiren; un manantial de alivio que fraternice, con un afecto firme, constante e invariable, que siempre está ahí para responder, con una sonrisa placentera y una mirada tranquilizadora. No olvidemos jamás, que la fuente existencial reside en el alma, en el esfuerzo de acompañar viviendo y dejando vivir; hasta el extremo, de que ningún poder humano, puede apoderarse del sagrario impenetrable de la libertad del sentimiento. Por desgracia, hoy sólo vemos hacia el horizonte de la posesión, del tener y del poder. Nos mueve este sistema degradante; y no, escuchamos lo que brota de las entrañas. La confusión nos está adormeciendo nuestro inconfundible sentido natural, el amor de amar amor, lo que somos: ¡amor!

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