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  • Tres generaciones detrás del mostrador: la familia que sirve café desde hace 50 años y ahora lo despacha en un puesto de diarios

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 07/07/2025 04:33

    Manolo, Valentina y Sebastián Muñoz: tres generaciones en el rubro gastronómico (Fotos: Maximiliano Luna) “¿Pero la gente dónde se va a sentar, Sebastián?”. Manolo preguntó con genuina curiosidad. Casi con genuina indignación. Detrás de su pregunta había más de medio siglo de experiencia en ese mundo construido justo entre las tradiciones y las nuevas tendencias que es la gastronomía. Su hijo, Sebastián Muñoz, acababa de contarle el proyecto que estaba a punto de poner en marcha: un café montado en un puesto de diarios y revistas. Un café al paso, en plena vereda, para agarrar el vaso y seguir viaje. Manolo preguntó porque eso que su hijo le contaba iba a contracorriente de lo que le había dado de comer a él casi desde que se bajó del barco que lo trajo de Galicia, y después a toda la familia que formó con Rosa, la tucumana a la que sacó a bailar en una cantina de La Boca una noche de la primavera de 1970 y de la que nunca más se separó. En los bares y cantinas que trabajó, incluso en el que fue dueño durante casi cuarenta años, Manolo vio cómo los clientes se convertían, con el correr del tiempo, en clientela estable e incluso en la fase superior de todo eso: los vio volverse parroquianos. “Ahora hay otros hábitos de consumo. Todos vivimos más apurados así que el café se compra y se lleva mientras caminás, y el vaso es casi un objeto que se va exhibiendo, incluso que se postea en redes sociales. Estar en un puesto que está en plena vereda, en el que ni siquiera tenés que entrar para comprar ese café que te querés llevar… estoy convencido de que esto va a funcionar”, le cuenta ahora Sebastián a Infobae en la esquina de avenida Cabildo y Mendoza, en Belgrano, donde funciona su emprendimiento. Sebastián el hijo de Manolo y el papá de Valentina, que tiene 18 años y cursa el CBC de Psicología en la UBA, y de Simón, que tiene 7 y está en segundo grado. El 25 de abril abrió Impresso, uno de los siete puestos de diarios porteños que se convirtieron en cafeterías al paso en el último año. No es algo que se haya inventado en Buenos Aires: París, Barcelona, Amsterdam, Nueva York y Madrid son algunas de las ciudades que buscaron reinventar esos lugares en los que bajó la demanda de diarios y revistas de papel pero están ubicados en lugares estratégicos por los que van y vienen miles de peatones todos los días. Manolo nació en Galicia y a los 19 años se instaló en Buenos Aires. Enseguida se dedicó al rubro gastronómico y tuvo un bar durante cuarenta años Ahora que Sebastián abrió el café y que Valentina es una de las cinco personas -incluído su papá- que trabajan en el puesto de la esquina de avenida Cabildo y Mendoza, los Muñoz ya van por la tercera generación que sirve café a los argentinos. Desde que Manolo, que tiene 81 años y vive en La Paternal como su hijo, empezó a dedicarse a la gastronomía pasaron más de sesenta años. La posta ya había empezado a pasar a su hijo cuando, en sus veranos adolescentes y para “hacerse un manguito”, Sebastián sumaba su fuerza de trabajo a Bambi, el bar que Manolo tenía junto a otros tres socios a la vuelta de donde ahora funciona Impresso. Ahora la que “junta su primera platita” es Valentina, que trabaja en el puesto que abrió Sebastián en horarios compatibles con su primer año en el mundo universitario. “Para mí es un orgullo ser parte de esta herencia que empezó con mi abuelo y que ahora tiene a mi papá teniendo su café y a mí empezando a trabajar. Es lindo heredar de ellos esto de la gastronomía pero sobre todo yo admiro de los dos que siempre fueron, y mi papá sigue siendo, muy trabajadores”, cuenta Valentina, que se emociona cada vez que escucha a su abuelo contar sus años de trabajo y que tienen tatuado “Te quiero mucho, abuelo” en gallego en uno de sus brazos. Sebastián pensó hace algunos años en vender café y alguna medialuna o algo por el estilo al paso, en un puesto de diarios. Lo pensó cuando trabajó como canillita en la esquina en la que ahora montó su emprendimiento. “Fernando, el chico del puesto, me dio laburo en un momento en el que yo no tenía. Y en ese momento yo veía que la gente pasaba, compraba el diario y me parecía que no podía fallar vender café ahí mismo. Pero no estaba habilitado”, recuerda. Sebastián pensó en vender café cuando trabajó en un puesto de diarios, pero en ese momento no estaba habilitado. Abrió su puesto hace más de dos meses, es el séptimo que hay en Buenos Aires (Fotos: Maximiliano Luna) Eso cambió hace un tiempo, cuando la caída de la circulación de diarios y revistas de papel invitó a esos puestos a buscar otro destino. Sebastián había hecho sus primeras armas en el mundo de la gastronomía en el Bambi, el bar de su papá. “Pero en 2012 cerramos porque la dueña del local lo vendió para que construyeran un edificio. Y yo siempre había trabajado bajo el ala de mi viejo”, cuenta él. Trabajó como gerente en restoranes pero se fue: “Me pedían que tratara a los trabajadores de una forma que no me gustaba. Muy distinta a como yo veía a mi viejo tratar a los que trabajaban para él”, le dice a Infobae. Manolo, al lado suyo, suma: “Es que a los trabajadores hay que tenerlos bien para que quieran seguir trabajando con vos y para que vivan dignamente”. Sebastián pasó unos meses en el puesto de diarios de Fernando, ese al que volvió hace algo más de dos meses para reconvertirlo, y después trabajó en una empresa de catering. “Aprendí mucho de recursos humanos ahí. Pero la pandemia fue letal para las empresas de catering. Intentamos vendiendo viandas pero costó mucho recuperarse, creo que nunca se volvió a los números previos al Covid. Y además yo ya quería armar algo propio”, cuenta Sebastián, que también se emociona cada vez que Manolo abre el baúl de los recuerdos. Eso “propio” es un café montado en un puesto de diarios en el que, a partir de esa pregunta que hizo Manolo, hay lugar para que se sienten hasta tres personas en una especie de barrita a un costado de la estructura metálica ploteada con el logo de Impresso que diseñó Alejandro, un amigo de Sebastián. Una estructura metálica pintada del verde que distingue a los puestos de las veredas porteñas. En este, aunque el enorme grueso de la venta tiene que ver con la cafetería, todavía se venden algunos diarios y revistas. “Fueron cerrando muchos puestos en la zona, así que mucha gente se entera de que acá vendemos el diario y lo viene a buscar. No se venden como hace veinte años, pero se venden. Y las revistas quedan hermosas, no se me ocurre una manera de que quede más lindo el exhibidor debajo del mostrador en el que servimos el café”, cuenta Sebastián. Valentina salía del jardín de infantes y se iba al bar de su abuelo. Ahora atiende el puesto de café de especialidad que abrió su papá mientras cursa el CBC Manolo no sólo le preguntó dónde iban a sentarse los clientes. También le dio otros dos consejos que su hijo tomó: que, a pesar de que el café de especialidad se sirve habitualmente “a temperatura barista”, es decir, a entre 65º y 70º, consulte a cada cliente si lo prefiere así o más caliente; y que compre un café de buena calidad. “Le va a salir más caro pero es el único que va a hacer que los clientes vuelvan”, explica Manolo. “El 70% ya elige el café de especialidad con la temperatura que eso implica, pero todavía queda un 30% que lo prefiere bien caliente, como lo hacía mi viejo en el Bambi. Sobre todo los días de tanto frío que estamos pasando”, cuenta Sebastián, que cree que la elección por el café de especialidad va a ser cada vez mayor entre los porteños. “Pero aunque casi todos prefieran la temperatura barista, no hay nadie que no agradezca que preguntes cómo lo prefieren”, suma, dándole la razón a Manolo. El mostrador del café está constantemente en actividad: llega un cliente, se lleva su vaso, aparece el siguiente, y más de uno se tienta con algún laminado para acompañar la infusión. El puesto está abierto de lunes a sábados y fue un proyecto que Sebastián Muñoz empezó a pergeñar cuando vio que eso que años atrás creía una buena idea -vender café al paso en un puesto de diarios- ahora estaba permitido en Buenos Aires. Lo supo cuando encontró a Canillita en redes sociales: es el primero de todos los puestos que se adaptó a esta tendencia que ya existe en otras grandes ciudades del mundo, y funciona sobre la calle Junín a la altura de la Facultad de Medicina. Canillita ya abrió un segundo puesto frente a la Facultad de Derecho y proyectan la tercera inauguración. “Yo soy bastante miedoso, doy muchas vueltas para tomar decisiones. Pero con esto estaba seguro. Primero le propuse a Fernando, que manejaba antes el puesto, que seamos socios. Me dijo que sí pero después se bajó porque ya llevaba muchos años trabajando en la misma esquina y quería cambiar de aire. Así que me mandé solo porque estaba convencido de que iba a funcionar”, cuenta Sebastián. Para abrir el puesto, se endeudó con tres bancos y con Manolo, y financió la estructura metálica que diseñó el mismo y que reemplazó la parada de diarios que había en Cabildo y Mendoza. El 70% de los clientes eligen el café "a temperatura barista" (Fotos: Maximiliano Luna) “Abrimos el 25 de abril. El primer mes fue muy tensionante, el segundo pude afrontar las deudas que correspondían y no tuve que salir a pedir más plata. Me dijeron los colegas que es una buena situación para estar recién arrancando”, dice Sebastián, que aprendió a lavar copas, preparar café y administrar un bar de la mano de su papá, al que la Argentina, como a tantos otros gallegos, volcó al rubro que ahora ocupa incluso a Valentina. Manolo no fantaseaba con un destino gastronómico. Nacido y criado en Ribadeo, un pueblo de Galicia sobre el Mar Cantábrico en el que toda la comunidad vivía de lo que cultivaba y de lo que intercambiaba con sus vecinos, soñaba con viajar con uno de sus mejores amigos por Francia, Alemania e Inglaterra, y trabajar allí. Pero el destino le cruzó a una prima que se había instalado en Buenos Aires y se había casado con el dueño de una zapatería centenaria que funcionaba en la esplendorosa avenida Corrientes: recién despuntaba la década del 60. “Me dijeron que me viniera para Buenos Aires, que ya tenía trabajo asegurado. Yo había nacido en una aldea y Buenos Aires era una ciudad gigantesca, eso era muy atractivo”, se acuerda Manolo. Se tomó un barco y cruzó el océano en 17 días. Aumentó cinco kilos en el viaje: era de los pocos que no se descomponía a la hora de comer, así que a veces no sólo comía lo suyo sino lo de algún otro pasajero. Llegó a Buenos Aires un sábado de 1963 y el lunes de esa semana empezó a trabajar en un almacén de sus tíos, en Villa Devoto. Después trabajó en un bar de Plaza Italia y en una pizzería de avenida Santa Fe y Pueyrredón. Sacó a bailar a Rosa en 1970, una noche de franco en la pizzería, y fue dueño del bar Bambi desde 1973. Valentina y un tatuaje que resume la unión familiar: "Te quiero mucho, abuelo" escrito en gallego, la lengua materna de Manolo Valentina, la nieta que ahora ensaya sus primeras armas en lo de satisfacer al cliente preguntando sobre la temperatura del café, se quedaba dormida en las sillas de ese bar cuando su abuela la llevaba después del jardín de infantes. Se emociona casi a la par de su papá, que ahora es también su jefe y al que escucha decir: “Mi viejo me dio varios consejos para este proyecto pero lo que más aprendí de él y de mi mamá fue la honestidad, la importancia de tratar bien a los que trabajan con vos y la fuerza para trabajar siempre”. “Cuando me tomo el colectivo para ir a la facultad a unas cuadras de acá veo a los clientes con el vaso de Impresso y me emociona”, cuenta Valentina. Dice que al puesto van “sobre todo jóvenes que prefieren el café de especialidad, pero también gente más grande que está de paso y se quiere sacar el frío o comer algo rico”. La esquina de Belgrano que hasta hace algún tiempo olía a tinta ahora tiene aroma a café. Manolo tiene reservada una de las tres banquetas para cuando quiera darse una vuelta por ese café tan distinto al que alguna vez manejó. Ya casi no cocina para otros, algo que hizo durante un tiempo tras el cierre de su bar. Pero para las Fiestas despunta el vicio: entre los vecinos y los conocidos se corrió el rumor sobre lo rico que le queda el matambre casero. Así que cocina unos diez para quienes se lo encarguen, y dice que puede competirle a cualquiera. Ya no pregunta dónde se va a sentar la gente en este puesto que ahora es una cafetería: ve el despacho constante de vasos y laminados y se convence de que así funcionan las cosas ahora que su hijo y su nieta son los Muñoz que están detrás del mostrador.

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