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» Diario Cordoba
Fecha: 06/07/2025 03:56
De nuevo, en la liturgia de la Iglesia, los domingos del tiempo ordinario, que nos van ofreciendo «pasajes y paisajes» de la vida pública de Jesús. Hoy, el envío de 72 discípulos que, conforme a esta simbología numérica, quiere decir que se trata de una misión universal de los discípulos de Cristo, como embajadores suyos, a toda la tierra. Y les da instrucciones para el camino: «Ir ligeros de equipaje», sabiendo que la seguridad no brota de las cosas, sino de la fuerza que da el envío; en segundo lugar, «anunciar la paz», dejándose cuidar por quienes los acojan. Van a dar, pero también a recibir, porque marchan como necesitados y no como autosuficientes. Se presentarán inermes y proclamarán que el reino de Dios ha llegado. Se expondrán al rechazo, pero, incluso en ese caso, seguirían afirmando que el reino ha llegado. Son enviados como «ovejas en medio de lobos», queriendo acentuar así la gran dificultad de la misión que se les encomienda. Hoy sigue realizándose solemnemente el «envío» de los misioneros, subrayando también que todos los cristianos son «enviados especiales» de Dios al mundo. Somos colaboradores del maestro en el anuncio del reino por medio de las obras y de las palabras. Todos llevamos esta responsabilidad sobre nuestros hombros. Tenemos el deber urgente de ofrecer la verdad del Evangelio con claridad, precisión y sencillez. Toda la civilización europea está impregnada de cristianismo. Pero, por un extraño fenómeno, Occidente parece querer renegar de su identidad, como un adolescente en crisis que no acepta ni su nombre ni sus raíces. Europa intenta en vano convencerse de que no viene de ningún sitio, que se ha construido sin recibir la aportación fecunda y decisiva del cristianismo. Esta actitud resulta patética, inmadura y suicida a los ojos del resto del mundo. ¡Avergonzarse de lo que se es constituye un síntoma de enfermedad mental! La mínima expresión de fe en el ámbito público se percibe como una trasgresión. Europa solo será ella misma si se reconoce cristiana. La laicidad puede ser buena cosa, si no se prohíbe la expresión pública y social de la fe. El respeto de todos no nos obliga a amputarnos nuestra fe cuando estamos en sociedad. ¡La auténtica laicidad nunca es «laicismo agresivo»! Quien acoge a Jesús en su corazón y lo sigue, no de palabra, sino con hechos, es su testigo allí donde se halle: en casa, en la oficina, en la calle, en el trabajo. Todo lo que somos, todo lo que hacemos, incluidas nuestras capacidades y energías para anunciar el Evangelio, son dones de Dios. No obstante, en pleno centro del desierto espiritual de la sociedad contemporánea, vemos formarse «oasis» que reúnen a familias en torno a parroquias vivas y monasterios fervientes. Estos cristianos se esfuerzan, sin complejos, por vivir con generosidad una vida exigente. Me gustaría evocar dos frases relacionadas con esta hora. La primera es del cardenal Robert Sarah, contemplando la «apostasía silenciosa» que nos invade: «Europa agoniza y el tiempo apremia. Europa es estéril. Un mundo sin Dios y sin valores morales y religiosos es una ilusión letal. Este disfrute materialista es agónico. Estamos asistiendo impotentes al tránsito de una era humana, a una era animal». Y la segunda es la terrible «profecía» de Albert Camus: «El bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás. Puede permanecer durante decenios dormido en los muebles, en la ropa, que espera pacientemente en las alcobas, en las bodegas, en las maletas, los pañuelos y los papeles, y que puede llegar un día en que la peste, para desgracia y enseñanza de los hombres, despierte a sus ratas y las mande a morir en una ciudad dichosa». Por eso, ante la actitud de un Occidente que no ha querido creer en el amor como fuente de vida y felicidad, el mundo necesita más que nunca los «enviados especiales» de Dios. Recordando los versos de Carlos Bousoño: «Decidme, / ayudadme a pasar por este río, / por este largo río». *Sacerdote y periodista
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