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  • El increíble caso de la argentina que se salvó luego de una caída de cuatro pisos – MisionesOpina

    » Misionesopina

    Fecha: 03/07/2025 21:20

    Fue una noche de septiembre de 2015. Hacía calor y era la primera que Magdalena Lana dormía en el campus de la universidad de Lexington, en Estados Unidos. El edificio era antiguo y las ventanas amplias y bajas. A falta de un aire acondicionado, abrió la que estaba junto a su cama, dejó el mosquitero puesto y se fue a dormir. Cuando se despertó, estaba intubada en una sala de terapia intensiva. Tenía la cara desfigurada, la mandíbula rota, la rodilla izquierda destrozada y fracturas en ambos pies. Solo en el rostro, los médicos contaron más de veinte huesos afectados, aunque admitieron que era imposible determinar el número exacto. Al principio creyó que estaba soñando. “Despertate, Maggie, despertate”, se repetía mientras intentaba entender qué había ocurrido. Quiso mover las piernas, pero no pudo. “Esto es mentira, esto no puede estar pasando”, pensó. Cuando pudo preguntar, su compañera de cuarto le dijo: “Te caíste de un cuarto piso”. Del otro lado de la cama, un médico la observaba: —¿Voy a poder caminar? —No sabemos. —¿Voy a poder tener hijos? —Creemos que sí. Pero ahora vas a entrar a tu próxima cirugía: te vamos a operar la rodilla izquierda. Para ese entonces, Magdalena ya había pasado dos veces por el quirófano. Su familia, en tanto, volaba de urgencia al hospital donde estaba internada en Richmond. De Mar del Plata a Estados Unidos Maggie, como la llaman cariñosamente, tiene 29 años y es la del medio de tres hermanas. Nació en la ciudad de Mar del Plata en 1995 y, cinco años después, se mudó con su familia a San Diego, Estados Unidos, por el trabajo de su padre. En 2005 regresó a la Argentina, terminó el secundario en el colegio Trinity y, a los 18, decidió volver a Estados Unidos para estudiar Medicina. Se instaló en Virginia, donde cursó el primer año de la carrera y jugó al hockey en el equipo universitario. Hasta el momento del accidente, se definía a sí misma como una “rebelde”. “Siempre me sentí diferente a mi familia y fue fácil meterme en ese rol. Si había un examen no estudiaba, total después me iba bien. Si tenía que correr en las olimpíadas colegiales, no entrenaba porque me sentía invencible. Capaz terminaba vomitando al final de la carrera, pero no me importaba. Hacía lo que quería y, por lo general, me salía bien”, le cuenta a Infobae, desde Beverly Hills, Los Ángeles, donde está haciendo la residencia de Neurología en el Centro Médico Cedars-Sinai. En 2015, ya adaptada a la vida en el exterior, Maggie se preparaba para su segundo año de cursada. A diferencia del anterior, se había hecho amigas americanas y su roommate —compañera de cuarto— iba a ser una de ellas. “Todavía no habíamos convivido porque yo recién llegaba de vacaciones. Tampoco conocía el lugar: era todo nuevo para mí”, dice. Aquella noche, antes de acostarse, abrió el ventanal. “Hacía mucho calor y en la habitación no había aire acondicionado”, cuenta. A pesar de que la ventana estaba pegada a la cama —más abajo incluso que el colchón— no pensó que podía ser un riesgo. “La abrí y me fui a dormir con el mosquitero puesto”, relata. Lo que pasó después logró reconstruirlo a partir de relatos de terceros. No se acuerda de la caída, ni del impacto, ni de cómo llegó al hospital. Cree que rodó dormida hacia un costado y atravesó la ventana abierta durante la madrugada. Un estudiante que estaba en la cocina del edificio escuchó sus quejidos, salió a ver qué ocurría y la encontró tendida en el asfalto. De inmediato llamó a la policía. Cuando los oficiales llegaron, vieron el mosquitero desprendido y dedujeron lo ocurrido. Minutos más tarde, una ambulancia la trasladó de urgencia a una clínica, pero luego fue derivada en helicóptero a un centro de mayor complejidad en Roanoke. El lugar donde cayó Maggie “Me quiero quedar en la nube” Después de tres cirugías (una en el rostro, una en el pie y otra en la rodilla) y dos días en terapia intensiva, Maggie fue trasladada a terapia intermedia. Allí la estabilizaron y comenzó a recibir medicación para el dolor. Hoy describe esos días como un estado de ensoñación. “Me quiero quedar en la nube, no quiero volver a la realidad, porque cada vez que me despierto siento tanto dolor, que no puedo vivir así”, escribió meses más tarde en un intento de diario que no logró continuar. La llegada de su familia, el mismo día del accidente, la conmovió. “Cuando salí de la última operación, mi roommate se había ido y ellos todavía no habían llegado. Creo que lo primero que les dije fue: ‘Gracias por venir’. Y mis papás, desesperados, me decían: ‘¿Cómo no íbamos a venir?’. Que hayan tenido que viajar, que me hayan visto sufrir y, por supuesto, que hayan sufrido ellos también, fue una culpa que cargué por años”, dice. Mientras estuvo internada, cada mañana, un médico se acercaba a tocarle los dedos del pie derecho, que estaba inmovilizado con un yeso: “Los dos primeros días no sentí nada. Al siguiente me tocó y le dije: ‘Creo que sentí algo’. Después empecé a moverlos. Eran movimientos mínimos, casi milímetros, pero fue un alivio. Imaginate que durante tres días no sabía si iba a volver a caminar. Fue desesperante”. Con cada pequeño avance, Maggie empezaba a pensar en lo que venía después. Fiel a su carácter obstinado, se fijó un nuevo objetivo: regresar a la universidad. Para hacerlo necesitaba demostrar que podía manejarse con autonomía en una silla de ruedas. La institución —que enseguida hizo colocar rejas en todas las ventanas— además le exigía asistir durante una semana completa a un centro de rehabilitación, con tres horas diarias de kinesiología. “Cuando estaba en terapia intermedia, me trajeron una silla de ruedas e hicimos una prueba. Como tenía la rodilla izquierda operada y el pie derecho enyesado, para desplazarme a otro lado tenía que apoyar el pie izquierdo. El tema era que me dolía muchísimo. Tanto era el dolor, que pedí una radiografía. Ahí descubrieron que también lo tenía fracturado”, cuenta. Aunque el panorama era delicado, Maggie no quiso postergar el semestre. “Soy muy cabeza dura. No quería atrasarme ni seis meses”, dice. Así que, seis días después de aquella madrugada fatídica, recibió el alta médica y se fue de la clínica en silla de ruedas, con una bota ortopédica en un pie, un yeso en el otro, lista para ingresar al centro de rehabilitación y seguir estudiando. Maggie pasó un mes en silla de ruedas Convivir con el dolor En menos de dos semanas, Maggie logró volver a clases. “Me ayudó mucho todo el amor y el apoyo que recibí de mi familia y mis amigos. También mi forma de ser: cuando tengo un objetivo claro, bloqueo el resto y voy para adelante”, dice. La medicación también ayudó: tomaba 60 miligramos diarios de Oxicodina. “Hoy lo pienso y me parece un montón. Para que te des una idea: ahora le doy esa dosis a pacientes oncológicos. Pero en ese momento, yo estaba con tanto dolor que ni siquiera me dopaba. Al contrario: me sentía un poco más enfocada que si estaba toda dolorida”. A los pocos días, la universidad le prohibió tomar narcóticos. “Hicieron todo lo posible para que me fuera. Pero como yo quería quedarme, los médicos me bajaron la dosis hasta que dejé de tomarla. Ahí el dolor se volvió insufrible. Incluso me aparecían dolores nuevos, que no reconocía, y tenía miedo de descubrir otra fractura. Después de lo que pasó con el pie, empecé a desconfiar del sistema médico. La pasé mal”, cuenta. Para soportar el dolor, Maggie se apoyó en la kinesiología y en sus sesiones de terapia. Además, aprendió a aplicar una técnica conocida como reconstrucción cognitiva, que le permitió identificar y reformular pensamientos automáticos que contribuyen al malestar emocional. “Hasta hoy lo sigo haciendo. Cada vez que aparecen esos pensamientos, intento transformarlos diciéndome: ‘Tuviste dolores peores’; ‘Vas a salir adelante’; ‘Hoy fue un día malo, mañana tal vez está mejor’. También empecé a meditar”, cuenta. “Por el impacto de la caída perdí la grasa que está debajo de los pies. Al no tenerla —algo que también les pasa a los paracaidistas— camino sobre hueso duro”, cuenta Maggie Un mes después de la caída, dejó la silla de ruedas y pasó a usar muletas. “Fue un momento importante en mi recuperación. Si bien estaba avanzando, también estaba muy débil porque había perdido peso: me costaba comer porque tenía la mandíbula rota”, dice. Antes de fin de año, Maggie logró dar sus primeros pasos. “La primera vez que caminé fue en el centro de kinesiología. Fue muy emocionante. Lloré y no solo de alegría, también de dolor. Es que, por el impacto de la caída perdí la grasa que está debajo de los pies. Esa capa actúa como amortiguador y protege huesos, tejidos y nervios al caminar. Al no tenerla —algo que también les pasa a los paracaidistas— camino sobre hueso duro”, explica. Hoy, pasada casi una década, el dolor sigue presente. “No puedo andar descalza ni usar zapatos de taco”, dice. El ejercicio es su mejor aliado. “Me gusta salir a correr, aunque no puedo correr mucho, y hacer surf. Si dejo de entrenar —a veces me pasa por mi trabajo— empiezo a sentir que todo me duele un poco más”, admite. En 2024, por primera vez, sintió molestias en la rodilla derecha fue a hacerse ver. “Me dijeron: ‘Bueno, hace nueve años que venís poniendo todo tu peso en ese lado’. Van saliendo cosas nuevas. Cuando el clima se pone húmedo las rodillas se me hinchan. Los viajes en avión son insufribles”, dice. En una de sus sesiones de kinesiología Algunos aprendizajes Después del accidente, Maggie empezó a cambiar, aunque al principio le costó aceptarlo: “Yo era muy del: ‘Voy, voy, voy. No freno. Soy invencible. No estoy triste. Siempre estoy bien’. Entonces, lo primero que hice fue seguir adelante. Encima todo el mundo me hablaba del accidente y yo estaba harta. ‘Este accidente me está definiendo y no quiero que sea así. Me hace parecer débil y yo no soy débil’, pensaba”. Nunca se sintió una víctima. “Hacerte la víctima es no asumir responsabilidad. Es cierto que a nivel edilicio hubo cosas que tendrían que haber estado más actualizadas, pero yo no le eché la culpa a nadie. Fue un accidente re random. Nadie entiende cómo pasó. Yo tampoco, y no sé si me sirve buscarle una explicación”, dice. Por eso, en algún momento, eligió dejar de hablar del tema. “Cuando alguien me preguntaba por las cicatrices de mi rodilla, respondía que había sido un choque de auto”, cuenta. Incluso, el día del accidente, mientras esperaba a su familia en el hospital después de la tercera cirugía, le pidió su celular a una enfermera y mandó un par de mensajes: “Estoy bien, no se preocupen”, decía. “Y en realidad estaba hecha bolsa”, recuerda. Aunque no quería mostrarse vulnerable, debió hacerlo. “Tuve que aprender a pedir ayuda y a fluir más con mis emociones. Tuve que aprender a lidiar con el enojo, la tristeza y la ansiedad de no saber qué iba a pasar más adelante: si iba a estar más dolorida o no. Peleé mucho con eso porque para mí no era la Maggie de siempre. Pero aprendí a dejar que esas partes nuevas mías sean. Y a autoquererme. Está bien cambiar y no quedarnos en: ‘Yo soy así y voy a ser así toda la vida’”, dice. Maggie también empezó a ver con otros ojos la forma en que se mostraba ante los demás y dejó de sentirse obligada a mantener una imagen inquebrantable. “Mucha gente me decía: ‘Vos siempre tan luchadora’. Entonces yo seguía con esa mentalidad y no me quejaba porque si lo hacía era débil. Creo que este accidente me ayudó a abrir un costado mío un poco más emocional y a aceptar estas partes nuevas que para mí no me representaban, porque eran más frágiles, pero que en realidad me estaban haciendo más fuerte”, agrega. “Si miro hacia atrás, no hay nada que hubiese hecho diferente. Estoy agradecida por todo lo que pasó después de ese accidente, porque me transformó en la persona que soy hoy. Siento que ahora puedo relacionarme mucho más, no solo con mis pacientes, sino también conmigo misma”, se despide. Fuente: Infobae

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