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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 01/07/2025 04:56
Ese miércoles 1 de julio Leandro Alem había citado por carta a sus amigos Domingo Demaría, Oscar Liliedal, Adolfo Saldías, Enrique De Madrid, Francisco Barroetaveña y Martín Torino. Los esperaba, sin falta, en su casa de la calle Cuyo (hoy Sarmiento) entre Callao y Rodríguez Peña. La cita, pactada para la tarde, debió postergarse un par de horas porque algunos de los mencionados estaban demorados. En un momento de la reunión, fue a su escritorio -se supuso después que para suicidarse- y se encontró con Demaría y Barroetaveña, que estaban hablando. Previsor, había pedido un carruaje, que había llegado puntual a las nueve de la noche, tal como le habían pedido. Ciriaco Cuitiño era el jefe de la temible Mazorca, que tenía como blanco a los unitarios Casi una hora esperó pacientemente el cochero Martín Suárez, que conducía el vehículo número 1558. Cuando estaba por irse, apareció Alem, que denotaba estar apurado. ¿Sabés cómo ir al Club del Progreso?, preguntó. Según el conductor, no habrían hecho más que veinte metros cuando escuchó un estampido. Creyó que había sido un cohete. Además, el sonido de los cascos del caballo contra los adoquines confundía los ruidos callejeros. Cuando llegaron al club, que por entonces funcionaba en Perú y Victoria (hoy Hipólito Yrigoyen), el cochero repetía: “El doctor Alem se mató…”. Tenía 54 años y dejaba atrás una vida de sinsabores. No las tuvo sencillas. Había nacido en Buenos Aires el 11 de marzo de 1842. Su padre Leandro Antonio Alén y su madre Tomasa Ponce Gigena manejaban una pulpería en Rivadavia y Matheu, donde creció. Tenía solo 11 años cuando vio como ejecutaban a su padre, junto a Ciriaco Cutiño, por su pertenencia a la mazorca rosista. Fue el 29 de diciembre de 1853 en la Plaza Independencia, que ocupaba un terreno entre la actual avenida Independencia, Bernardo de Irigoyen, Tacuarí y Estados Unidos. Muy a pesar suyo, comenzaron a llamarlo “el hijo del ahorcado”. Como todos los políticos de esa época, Alem fue caricaturizado en el diario El Quijote. Este dibujo pertenece a la edición del 25 de abril de 1894 Lo atormentaba la duda de si su padre había enfrentado la muerte como un hombre. Tenía grabado en su mente que le había costado subir al cadalso, ya que había sufrido una hemiplejia. Su andar vacilante y tembloroso contrastaba con la actitud desafiante de Cuitiño que hasta llegó a pedir hilo y aguja -que se lo dieron- para atarse el pantalón al chaleco y así evitar que se le cayeran cuando su cuerpo exánime quedara colgado a la expectación pública, tal como estipulaba la sentencia. El joven Leandro tomó la decisión de modificarse el apellido, cambiando la “n” por la “m”. Aún es motivo de controversia el significado de la “N.”, que se interpreta como Nicéforo. También firmaba como “Ln. Alem”. Cuando le preguntaban qué significaba la “n” minúscula, respondía “nada, eso significa”. Fue a combatir como soldado federal junto a Urquiza, en Cepeda. Dos años después, lucharía en Pavón como soldado porteño. Luego peleó en la guerra contra el Paraguay, donde fue herido en Curupaytí. Club del Progreso, hacia allí pidió ir Alem. En el camino, se suicidó En 1868 se incorporó al partido Autonomista de Adolfo Alsina y al año siguiente se graduó de abogado. Fue secretario en la legación argentina en el Brasil y vicecónsul en Asunción del Paraguay. Cuando Alsina y Mitre acordaron unirse, Alem dejó el Autonomismo y fundó el partido Republicano. En los intensos debates por la federalización de Buenos Aires, estuvo en contra de la capitalización, que sería aprobada. Se oponía al centralismo que tendría Buenos Aires. Renunció y por casi diez años desapareció de la política. La Unión Cívica Volvería a estar presente en 1889 cuando se fundó la Unión Cívica de la Juventud. Al año siguiente, fue el presidente por aclamación de la Unión Cívica y jefe de la revolución del Parque, que fue derrotada pero que provocó la renuncia del presidente Miguel Juárez Celman. Rosario, 1893. En el centro Alem y a su derecha, un joven Marcelo T. de Alvear La Unión Cívica, preparándose para las elecciones presidenciales que se celebrarían un año más tarde, había proclamado la fórmula Bartolomé Mitre-Bernardo de Irigoyen. Era un binomio fuerte que arrasaría con el alicaído roquismo. Pero cuando Mitre regresó de un extenso viaje por Europa, Julio A. Roca les ganó de mano a todos. Le propuso a Mitre un acuerdo, por el que se “suprimía la lucha electoral para la presidencia futura”, a fin de evitar enfrentamientos. Se armaría una fórmula con Mitre, acompañado de una figura del entorno de Roca. Alem y los suyos pusieron el grito en el cielo porque precisamente a través de la lucha electoral ellos pretendían modificar el régimen que desde 1880 movía los hilos de la política a gusto y placer. La Unión Cívica se dividió: la Nacional, que llevaría la fórmula Mitre-José E. Uriburu y la Radical, con Bernardo de Irigoyen y Juan Garro. Desencuentros y desinteligencias entre los aliados de Roca hicieron que el acuerdo se cayera, y con él la candidatura de Mitre. Había nacido el radicalismo, uno de los primeros movimientos populistas de América Latina, que incluiría una novedad en la política, que fue la movilización de la población urbana. Mesa donde fue depositado el cuerpo de Alem, en el Club del Progreso (clubdelprogreso.org) Para Alem su misión era la restauración de la república; bregaba por el reestablecimiento institucional, la honradez gubernativa, la libertad de sufragio y el respeto por las autonomías provinciales. El radicalismo encabezaría distintas revoluciones, en busca de apoyo popular, con resultados inciertos. Un Alem empobrecido, con problemas de salud es el que llegaría a julio de 1896. Su testamento político El cuerpo de Alem yacía sobre el asiento del carruaje. Vestía su característico traje oscuro, muy usado, con un corte un poco pasado de moda. Sobre sus hombros, un poncho de vicuña. Junto a su mano derecha había un revólver Smith & Wesson de culata nacarada. Se veían manchas de sangre, algunas en la ropa y otras sobre el asiento. Aún se percibía el olor a pólvora. Uno de los socios del club que casualmente ingresaba, hizo llamar a la policía, mientras que el portero José Rodríguez entró a dar la noticia. Lo llevaron al salón del primer piso donde lo depositaron sobre una mesa. Detrás de la oreja derecha se veía el orificio de entrada de la bala. Alguien cubrió su rostro con su poncho de vicuña. Para la medianoche, los alrededores del Club del Progreso eran un hervidero de gente, que se dio cita a pesar del frío y la llovizna. La noticia cayó como un balde de agua fría entre sus amigos y entre sus adversarios políticos, quienes lo respetaban, aunque algunos no lo entendían. En la redacción del diario La Nación se armó de apuro la crónica del hecho, y destacaron que “hacía mucho tiempo que estábamos distanciados del Dr. Alem en las actividades y apasionamientos de la lucha política. El iba por un camino, nosotros por otro; convencidos él y los suyos de que la senda que seguían era la única buena para llegar seguramente al logro de sus fines patrióticos, y creyendo nosotros con la misma seguridad que la nuestra era la mejor”, escribieron al día siguiente. Las cartas de Alem El juez de instrucción registró sus bolsillos. Habían dos paquetes para Martín Irigoyen y un papel: “Perdónenme el mal rato, pero he querido que mi cadáver caiga en manos amigas y no en manos extrañas, en la calle o en cualquier otra parte”, lo que indica que planeaba suicidarse en su casa. Dejaría otras cartas. A su hijo Leandro le escribió que “no abandones nunca la senda recta, por grandes que sean los sacrificios que alguna vez esta conducta pueda exigirte”. Alem tenía a su cargo a su hermana soltera. “Adiós Tomasa. Perdóname todo cuanto te haya hecho sufrir por mi agitada vida y cuánto te haré sufrir por ésta, mi resolución. El caso era fatal; la situación ineludible. Vivir deprimido o morir (…) si algo me consuela, es esa confianza de que te hablo, de que tú no quedarás abandonada”. El entierro estaba planeado para el día 3, pero lo postergaron para el 4, por la intensa lluvia. Ese día a las 13 horas, sacaron a pulso el féretro de su casa, donde había sido el velatorio, su sobrino Hipólito Yrigoyen, Roque Sáenz Peña, Martín Irigoyen, su hijo Leandro, Pereira Rosa y Manuel Ruiz Moreno. A Barroetaveña le escribió sobre un “pequeño pliego para que se publique”. Era su testamento político. Entre sus conceptos, señala: “He terminado mi carrera, he concluido mi misión. Para vivir estéril, inútil y deprimido, es preferible morir. Si, que se rompa, pero que no se doble. He luchado de una manera indecible en estos últimos tiempos, pero mis fuerzas, tal vez gastadas ya, han sido incapaces para detener la montaña y la montaña me aplastó”. “He dado todo lo que podía dar; todo lo que humanamente se puede exigir a un hombre, y al fin mis fuerzas se han agotado…” “Los sentimientos que me han impulsado, las ideas que han alumbrado mi alma, los móviles, las causas y los propósitos de mi acción y de mi lucha en general en mi vida, son, creo, perfectamente conocidos. Si me engaño a este respecto, será una desgracia que yo ya no podré ni sentir ni remediar”. “Entrego, pues, mi labor y mi memoria al juicio del pueblo, por cuya noble causa he luchado constantemente. En estos momentos el partido popular se prepara para entrar nuevamente en acción en bien de la patria. Mis dolencias son gravísimas, necesariamente mortales. Adelante los que quedan”. “Ah, ¡Cuánto bien ha podido hacer este partido, si no hubiesen promediado ciertas causas y ciertos factores!” “No importa ¡todavía puede hacer mucho, pertenece principalmente a las nuevas generaciones, ellas le dieron origen y ellas sabrán consumar la obra, deben consumarla! Me voy para allá, muy lejos”, le escribió a otro de sus amigos. Su sobrino Hipólito tomaría las riendas de un partido que aún debería luchar largo y tendido contra lo que é llamaría “el Régimen”. En el Club del Progreso se conserva como una reliquia la mesa donde fue depositado el cuerpo de aquel atribulado hombre, pobre, enfermo, pero sobre todo hastiado por cuestiones que se llevó a la tumba.
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