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Parana » AnalisisDigital
Fecha: 23/06/2025 16:12
Por Laura Wang (*) Durante un tiempo se dijo que la infertilidad es una enfermedad invisible. A diferencia de otras afecciones del cuerpo que pueden ser claramente diagnosticadas o comprendidas por el entorno, y pese a que fue reconocida por la Organización Mundial de la Salud como una enfermedad del sistema reproductivo, se suele vivir en silencio. En nuestra sociedad la infertilidad no tiene inscripción psíquica como trauma. No produce el mismo impacto psíquico, ni los diversos efectos que sentimos al conocer el diagnóstico de otro tipo de enfermedad. La falta de una narrativa colectiva ligada a la infertilidad refuerza la vivencia de falla personal e impide enmarcar el problema como lo que es: una enfermedad real, ubicada en el aparato reproductor que puede tener causas hormonales, genéticas, biológicas, inmunológicas o simplemente desconocidas, que pone la vida en pausa y genera mucha angustia. Se piensa como un camino que está en proceso, una meta que más tarde o más temprano se va a alcanzar, la gente responde con el discurso de autoayuda rechazando de cuajo, descartando y negando toda posibilidad de que el embarazo nunca suceda. De eso no se habla, no se dice, no existe, sobre la posibilidad de una vida sin hijos no se quiere saber, el entorno responde de forma automática con frases de autoayuda: “lo vas a lograr”, “tenés que confiar”, “no pierdas la fe”, imprimiendo responsabilidades que solo generan culpa. Marina Larrondo, en el libro La suerte de tu lado, una crónica escrita en primera persona critica las terapias alternativas, explicando muy bien el boom de las nuevas espiritualidades y la centralidad que en estos discursos tiene el yo. Menciona lo que para ella es una noción clave en la fuente de culpabilidad: “El empoderamiento como una potencia propia e individual… se trata de un yo que se relata a sí mismo… El a mí me pasó, a mí me funcionó, ésta es mi versión se utiliza como fuente de conocimiento. ‘Si yo pude, vos podés, si nosotras podemos, todas pueden’”. Suponer que todo es posible y depende de nosotros, que podemos manejar nuestro cuerpo a voluntad es imprudente y produce sufrimiento. La psicoanalista Alexandra Kohan, autora del libro Un cuerpo al fin, explica que son discursos imperativos y voluntaristas que funcionan porque producen un efecto de autosuficiencia, creando la ilusión de que todo depende de nosotros. El descubrimiento freudiano revela que no somos sujetos de la voluntad y que el cuerpo es el primero que se entera de que lo que hacemos con él casi nunca tiene que ver con la voluntad. Como si no quedar embarazada fuera el resultado de no quererlo lo suficiente. El psicoanálisis pone límite a eso, no somos dueños de nuestro cuerpo. Las terapias de apoyo, el discurso de la psicología supone que el yo gobierna nuestras decisiones. El psicoanálisis aporta la existencia de lo inconsciente, el deseo como pulso y motor implica renunciar a la gobernabilidad del yo, como dice Anne Dufourmantelle, existe una potencia secreta que se revela. “La salud es el silencio de los órganos”, sostuvo el cirujano francés René Leriche en la segunda mitad del siglo XX, una forma poética de expresar que la salud se caracteriza por la ausencia de señales de alerta o dolor que indican que algo no funciona correctamente en el cuerpo. En la infertilidad ocurre lo opuesto, porque no produce marcas visibles en el cuerpo como otras enfermedades. El cuerpo sigue andando, con dificultades y desajustes mudos. Esta característica produce un golpe que irrumpe en el psiquismo, el trauma se produce precisamente en ese punto: cuando el cuerpo no obedece y en el encuentro con lo real se abre la dimensión de lo imposible, los órganos no responden a la voluntad ni a la planificación, se produce el impacto con la existencia de lo real como límite. El psicoanálisis se ocupa de trabajar con lo innombrable. En la trama del lazo social, la maternidad y la paternidad ocupan un lugar privilegiado, sostenido por una maquinaria simbólica que otorga sentido, pertenencia y reconocimiento. Tal vez el tabú corresponda al lugar sacralizado de la maternidad, idealizado, intocable, suponiendo que ser madre es algo del orden natural, casi divino. Mientras la maternidad continúa siendo sagrada de la infertilidad no se puede hablar, ciertos significantes quedan reprimidos. A las mujeres que hacen tratamientos de fertilidad les duele sentirse excluidas entre amigas, cuñadas, hermanas, que siendo madres y sabiendo el inmenso lugar que ocupa el deseo de ser madre no les den un lugar en su discurso. ¿Qué sucede cuando no hay ni siquiera el gesto simbólico de alojar el sufrimiento del otro en el campo del reconocimiento de la diferencia? Rosario Yori, en su novela autobiográfica Infértil detalla y describe silencios frecuentes, otorgándole cierto valor a la dificultad de quienes viven en silencio los impedimentos biológicos en la búsqueda de un embarazo: “Les he contado a algunos amigos lo que pasa. Luis no se lo ha contado a nadie. No lo ha hablado ni con su familia. Lo sé porque el domingo, en la visita de costumbre, su tía me preguntó cuándo íbamos a tener hijos y él calló. Yo sonreí por cortesía y busqué hacer contacto visual con él, pero desvió la mirada. ‘Sería lindo', insistió ella, pero yo ya me había encargado de desviar también la conversación.” La periodista Luciana Mantero, escribió en este diario una crónica contundente sobre querer ser madre y no poder con testimonios e investigación dónde subraya: “El camino se vive con mucha soledad, coinciden todas las entrevistadas, sobre todo porque la mayoría de las personas que las circundan no se le animan al dolor, lo evitan, intentan ignorarlo. El resultado es la invisibilización”. Cuando cuentan que el tratamiento fue negativo, que no hay embarazo, las personas no saben qué decir. Faltan palabras y sobran silencios. Así, además de la infertilidad en sí misma, lo que duele —y mucho— es toparse con la incapacidad de alojar ese dolor en un mundo que no tolera la diferencia. La infertilidad se sitúa en un terreno ambiguo: no es una pérdida concreta sino una imposibilidad, una falta que no se materializa como objeto perdido sino como algo que nunca llega a ser. Es la pérdida de una ilusión, de un lugar entre otros, del deseo que no logra satisfacerse. Lo que faltan son lazos reales para poder abrir espacios donde la diferencia no sea excluida, donde ese sufrimiento pueda tomar palabra, donde la infertilidad no sea solo una anomalía médica sino una experiencia humana pasible de ser escuchada, simbolizada y, sobre todo, compartida. Las mujeres que hacen tratamientos de fertilidad expresan que a ellas se les exige tener que participar de baby showers, hablar de nacimientos y embarazos, sensibilidad al celebrar, estar presentes y poner el cuerpo, pero del otro lado no hay exigencias. La fiesta continúa como si la infertilidad no existiera o fuera un asunto estrictamente privado. Lo que se revela, es que no hay exigencia hacia quienes son padres de escuchar, alojar, dar lugar o incluso reconocer el sufrimiento de quienes aún no lo son. Esta falta de exigencia en el prójimo se vuelve un vacío que duele, porque instala una doble herida: la del hijo que no llega y la del lazo social que no acoge. Un conflicto que también parece ser silencioso circula alrededor de la primacía o superioridad en la que se ubican los adultos por el hecho de tener hijos. Pareciera que la prioridad o la urgencia del problema que aqueja la tienen quienes tienen hijos, como si otros problemas de la vida adulta no tuvieran el mismo valor. Se le adjudica un valor adicional o mayor a quienes sufren mientras transitan el ejercicio de la maternidad. Quienes ya tienen hijos están inmersos en una narrativa que valida su rol y le otorga pertenencia. Quienes están en la búsqueda de un hijo sin lograrlo quedan desdibujados o directamente al margen. El padecimiento de aquellos que sufren a causa de no tener hijos es subestimado. El gesto de alojar al otro en su diferencia no debería depender solo de la sensibilidad individual. Debería inscribirse en una ética colectiva. Una ética que reconozca que no todos los caminos son lineales, que no todas las maternidades comienzan con un test positivo, y que el deseo de un hijo no concretado es también un lugar legítimo desde donde habitar el mundo. (*) Wang es licenciada en psicología y psicoanalista. El artículo fue publicado en elDiarioAr
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