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  • Vivir en peligro

    » El litoral Corrientes

    Fecha: 08/06/2025 15:06

    Por José Luis Zampa El año que vivimos en peligro se llama una película de los años 80 que quizás poco tenga que ver con el contexto actual de la Argentina salvo por dos detalles: el sobrecogedor dato de su nombre y la ausencia de fin. En la trama, vivir en peligro implica acercarse a los límites del caos y de la muerte, tal como hacen el corresponsal de guerra encarnado por un magistral Mel Gibson y la agente diplomática protagonizada por una encantadora Sigourney Weaver, en un escenario de revuelta popular donde la insurrección comunista va por la cabeza del presidente tailandés Sukarno. Lo interesante del largometraje es que no concluye. Hay un desenlace, claro, pero los sucesos que tienen lugar en Yakarta discurren como un telón de fondo en un loop constante, sin solución de continuidad. Algo parecido al cono de sombras al que se precipitó este país en su período más largo de experiencia democrática ininterrumpida. Como en la película, en la Argentina vivir en peligro pareciera no tener fin, a juzgar por la cadena de acontecimientos que a continuación resumimos: el fracaso económico de Alfonsín, la ola privatizadora que destruyó la matriz industrial en el menemismo, la posibilidad de un resurgimiento desperdiciada por un proyecto mesiánico que -con delirios de eternidad- pasó de Néstor a Cristina, el endeudamiento estratosférico de Macri, la presidencia fallida de Alberto y, ahora, la motosierra de Milei. En la actualidad, el presidente Javier Milei va por la vida como un personaje con dos caras. Es central y aleatorio al mismo tiempo. Por alguna extraña razón, sus decisiones más impopulares, aun siendo consideradas fruto de una crueldad disfrutada por el propio perpetrador, no representan costo político alguno al gobierno, sino que gozan de una sorprendente capacidad de tolerancia social expresada en el silencio nihilista de las masas, la desmovilización de las organizaciones sindicales y la dispersión de los críticos. Sin necesidad de un parlamento afín y avalado por la aquiescencia de sus contrafiguras, Milei ejerce el poder con el margen de maniobra del primer día y toma decisiones que impactan en la economía con claras señales recesivas entre las que sobresale la caída del consumo en rubros de primera necesidad, pero sin que tales efectos sean decodificados por la gente como la consecuencia de un plan económico que entroniza al déficit cero en la cima de sus objetivos sagrados. En nombre de la desinflación y para mantener los números en caja -mientras afronta vencimientos millonarios de la deuda externa-, el presidente despliega acciones que pueden comprenderse a través de esta simple metáfora: un día declara que tal casa demanda gastos de mantenimiento exagerados que deben ser suprimidos. Al otro día, en nombre del ajuste, arroja un brulote alquitranado sobre el techo de la casa, que termina consumida por el fuego. Pero los damnificados por el incendio no lo odian, sino que salen con lo puesto y lo aplauden porque entienden que sus pesares eran el precio a pagar por el sueño cumplido de una inflación controlada. Y porque -según lograron instalar en la psiquis colectiva- para lograrlo no había más remedio que perpetrar un derrotero pirómano. Así las cosas, primero ardió la agencia Telam, luego fueron reducidas a cenizas las jubilaciones por moratoria, después fueron arrojadas a la hoguera las obras públicas y ahora están echando nafta sobre los hospitales de referencia nacional como el Garrahan, entre tantos otros. De la misma forma que los personajes de Gibson y Weaver son empujados por la ola de acontecimientos violentos que arrasarán con toda una Nación, los argentinos de a pie sobreviven en una dimensión desconocida, en la que aplauden el fin del populismo a la vez que añoran las épocas en que podían cambiar el auto o comer asados dominicales. Lo inaudito es que, en buena parte, no atribuyen sus desgracias a la ausencia deliberada del Estado sino que se representan a sí mismos como sobrevivientes de un mal necesario para refundar la Nación. ¿Qué Nación? Una menos equilibrada, con clase media en extinción, pobreza en alza y una cofradía de empresarios megamillonarios que obtienen réditos pingües sin pagar impuestos en el país. Todo sea para domar la inflación y generar las condiciones a favor de una Argentina sin Estado, en la que cada uno dependa de sus exclusivas habilidades personales para vivir y bajo un nuevo contrato social donde ya no importa el destino de los niños discapacitados que se quedan sin tratamiento, los jubilados que se quedan sin remedios y los enfermos mentales que cometen masacres luego de perder el empleo. Los personajes de Gibson y Weaver sufren el desgarro de perderse después de haberse encontrado sin que, al menos al principio, tengan cabal conciencia de que la infelicidad a la que ambos están siendo condenados es una derivación evidente de la tragedia política que los rodea. En la Argentina pasa lo mismo. El pobre infeliz que pide limosnas en el semáforo se pone contento porque al de la esquina siguiente le quitaron el subsidio por discapacidad. “Está bien que se lo hayan sacado, porque anda en silla de ruedas y saca más plata que yo”, enuncia en un breve diálogo callejero. Es el mundo que nos toca. Un mundo donde el desenfado de las derechas extremas se confabula con el ideario capitalista para hacer realidad el sueño húmedo de los teóricos antiestado, una cavilación sin valores como la solidaridad y la cooperación, en la que solamente queda el camino de la propia salvación en un escenario de anarquía donde los principios de igualdad y libertad están siendo reemplazados por un nuevo-viejo apotegma: el hombre es el lobo del hombre, síntesis del estado de naturaleza que describió el filósofo Thomas Hobbes para justificar la necesidad de una autoridad que arbitrara la convivencia pacífica entre los seres humanos. Según Hobbes, quien postuló en el siglo XVII un Estado fuerte y autoritario para vencer la tendencia autodestructiva de la especie humana, lo esencial era conjurar la egolatría innata de los hombres para evitar una “guerra de todos contra todos”. Cuatro siglos después su miedo más acendrado viene a hacerse realidad, al punto de que hasta los más poderosos del mundo se declaran enemigos por cuestiones de dinero. En eso están Donald Trump y Elon Musk por estas horas, mientras todos los demás seguimos viviendo en peligro.

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