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    » Comercio y Justicia

    Fecha: 16/05/2025 08:36

    Por Federico Macciocchi (*) exclusivo para COMERCIO Y JUSTICIA El derecho de acceso a la información pública ambiental no es una creación doctrinaria ni una conquista judicial: es una garantía legal completa, jerarquizada y vigente. Está reconocido en la Carta Magna, en compromisos internacionales, y está reglamentado por leyes de presupuestos mínimos y complementado en normas locales. Pero su operatividad choca con una cultura judicial que aún actúa como si la información fuera propiedad del Estado, no un derecho de los ciudadanos. Las normas existen. Son claras, precisas y jerárquicamente robustas. Desde la Constitución Nacional hasta el Acuerdo de Escazú, pasando por leyes de presupuestos mínimos y marcos locales, el derecho de acceso a la información pública ambiental tiene todo para ser eficaz. Todo, menos cumplimiento. El derecho ambiental argentino parece escrito por expertos… Y aplicado por indiferentes. Tenemos normas de sobra, pero lo que escasea es voluntad. Así se consolida un modelo decorativo: leyes prolijas, derechos rimbombantes y una cultura judicial que se especializa en mirar para otro lado. Desde la reforma del ’94, el art. 41 de la C.N. impone a las autoridades el deber de “proveer a la información ambiental”. Ese mandato se torna operativo mediante las leyes General del Ambiente y de Acceso a la Información Pública Ambiental, que establecen que el Estado no solo debe sistematizar, actualizar y mantener disponible la información, sino también garantizar su entrega sin requisitos arbitrarios. Aunque parezca una concesión burocrática, se trata de una obligación legal estructural. Córdoba complementa ese plexo normativo con disposiciones más exigentes. La Ley 10.208 achica el plazo a 10 días hábiles para entregar la información, habilita el pedido por cualquier medio y reconoce que no es necesario justificar interés ni invocar motivos. El esquema es claro: no hay zonas grises, hay incumplimientos. El Acuerdo de Escazú eleva la vara al máximo: consagra el principio de máxima publicidad, establece la gratuidad como estándar irrenunciable y exige mecanismos expeditivos para garantizar el derecho de acceso a la información. Sin embargo, en la práctica muchas veces se invierten las cargas, siendo el ciudadano quien debe justificar su derecho frente a un Estado que aún actúa como si la información ambiental fuera un bien propio, no un deber de transparencia. Frente a esta distorsión, tanto la Corte Suprema como la Corte Interamericana han sostenido que toda restricción debe ser excepcional, debidamente fundada y estrictamente proporcionada. El problema no es jurídico, es cultural. Mientras las normas avanzan, los hábitos institucionales retroceden. Los pedidos se ignoran o se responden fuera de plazo. La información se fragmenta, se disfraza en tecnicismos o directamente se clasifica como reservada sin justificación legal. Y cuando finalmente se acciona judicialmente, los costos del litigio recaen sobre quien se atrevió a exigir lo que ya le correspondía. La arquitectura legal fue pensada para habilitar el control social, no para engrosar boletines oficiales. Pero se aplica con la lógica de quien aún cree que, en vez de participar, los ciudadanos molestan. El Estado gestiona la información como si fuera un privilegio, no un insumo de la democracia. Como si la información fuera poder… pero solo cuando está en manos del poder. La información pública ambiental no es solo un derecho instrumental. Es la condición para el ejercicio de todos los demás derechos vinculados al ambiente: la participación, la prevención, la justicia. Sin saber qué se proyecta, qué se evalúa o qué se monitorea, no hay defensa posible. Y cuando el acceso está garantizado solo en el papel, lo que queda es una democracia ambiental sin contenido. La pregunta, entonces, no es si tenemos derecho de acceso a la información. Es si vamos a exigir que éste se cumpla. Porque el final de la película ya está espoileado: silencio oficial, juicio a cuestas, costas al hombro y un derecho que termina convertido en simulacro. (*) Abogado en causas ambientales de relevancia social. Docente de Derecho de los Recursos Naturales y Ambiental y de Derecho Público Provincial y Municipal (Facultad de Derecho – UNC). Presidente Fundación Club de Derecho.

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