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  • El nazi “traidor” que se entregó a los estadounidenses para escapar de los rusos y se suicidó para no morir en la horca

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 09/05/2025 05:01

    Hermann Wilhelm Göring se entregó al ejército de Estados Unidos que avanzaba hacia Berlín El Reichminister Hermann Wilhelm Göring no las tenía todas consigo a principios de mayo de 1945. No se trataba solamente del suicidio de su jefe, Adolf Hitler, y de la inminente rendición de Alemania ante los Aliados, con la consiguiente caída del Reich que iba a durar mil años, sino que había perdido hasta los honores a los que se había acostumbrado, catalogado como un traidor. El propio führer, que lo había nombrado por decreto como su sucesor hacía apenas unos meses, lo había destituido de todos sus cargos antes de matarse. No solo eso, lo puso bajo arresto domiciliario en su castillo en Mauterndorf, custodiado por hombres de las SS. Lo único bueno que le ocurrió en esos días fue que una división de su querida Luftwaffe lo pudo liberar el 5 de mayo. Sabía, sin embargo, que esa libertad era apenas un espejismo, porque pronto caería en poder del enemigo. No tenía manera de escapar, pero no le daba lo mismo quién lo hiciera prisionero. De un lado estaba el Ejército Rojo y caer en manos de los odiados comunistas era lo peor que podía pasarle; del otro estaban los estadounidenses, que seguramente lo tratarían mejor, como el soldado que era. Por eso, con letra febril, le escribió dos cartas al comandante de las tropas norteamericanas, Dwight Eisenhower, diciéndole que se dirigiría hacia donde estaban sus soldados y pidiéndole una entrevista. Las envío – sin saber que nunca llegarían a su destinatario – y emprendió el viaje, protegido por un grupo de fieles. Iba a entregarse, pero esperaba ser recibido por el general Eisenhower como un igual. En el trayecto, seguramente debió repasar, una y otra vez, el encadenamiento de hechos que le habían hecho perder el favor de su amado führer. Hermann Göring durante los juicios de Núremberg La caída Había estado por última vez en el búnker de Berlín el 20 de abril, para saludar a Hitler por su cumpleaños y se habían despedido con el afecto de siempre. Viajó a su casa de Obersalzberg el 22 de abril, el mismo día que el führer reunió a un grupo de sus colaboradores, admitió ante ellos que la guerra estaba perdida y les anunció que se quedaría en Berlín hasta el final pero que se suicidaría para no caer prisionero y ser tratado como “un fenómeno de circo” por sus enemigos. Les dijo también que Göring era el mejor hombre para negociar un acuerdo de paz honorable para Alemania. Entre los asistentes a la reunión estaba el jefe de operaciones del Oberkommando der Wehrmacht, Alfred Jodl, que le transmitió lo se allí se había hablado al jefe de gabinete de Göring, Karl Koller, quien sin perder un minuto voló a contárselo. Tenía que saberlo, porque una semana después de que el Ejército Rojo atravesara la frontera alemana, Hitler había firmado un decreto nombrando a Göring su sucesor en caso de muerte o si perdía su “libertad de acción”. Cuando Koller le contó la reunión del búnker, Göring dudó si debía hacerse cargo del poder o no. Estaba frente una disyuntiva: temía que lo tildaran de traidor si intentaba reemplazar a Hitler, pero también de ser acusado de incumplimiento del deber si no hacía nada. Revisó su copia del decreto que lo nombraba sucesor del führer y consultó con Koller y otro hombre de su confianza, el secretario de Estado de la Cancillería del Reich, Hans Lammers. Entre los tres llegaron a la conclusión que, si Hitler se quedaba en Berlín – como había dicho – donde se suicidaría, él mismo se había incapacitado para gobernar, por lo que Göring debía reemplazarlo. De todos modos, no iba hacerlo sin consultarlo, y le envío a Hitler un telegrama pidiéndole permiso para asumir su cargo, en carácter de suplente. En el texto agregó que, si no recibía una respuesta antes de las diez de la noche del 23 de abril, consideraría que su jefe estaba incapacitado para gobernar y entonces él asumiría el liderazgo del Reich. Pero el telegrama no llegó a manos de Hitler, sino que fue interceptado por Martin Bormann, el peor enemigo de Göring en el círculo íntimo del führer, que lo utilizó para convencer al líder nazi de que su número dos lo estaba traicionando. Indignado, Hitler le respondió con otro telegrama donde daba por caducado el decreto que lo nombraba su sucesor y amenazándolo con ejecutarlo por “alta traición” si no dimitía de inmediato a todos sus cargos. Aunque sorprendido por la respuesta, Göring obedeció y quedó bajo arresto domiciliario. Para no generar un escándalo político, el victorioso Bormann anunció por radio que la renuncia de Göring se debía a razones de salud. Foto de Göring preso durante una ronda con periodistas estadounidenses Estaba detenido en el castillo de Mauterndorf cuando, el 26 de abril, Hitler también lo expulsó del Partido Nacionalsocialista Alemán por “intentar ilegalmente tomar el control del Estado” y nombró a Karl Dönitz como presidente del Reich. También allí se enteró, el 29 de abril, de los suicidios de Hitler y Eva Braun. Solo pudo salir cuando los guardias de las SS que lo tenían bajo custodia lo liberaron sin oponer resistencia a división de la Luftwaffe que acudió a su rescate. Preso y enjuiciado Hermann Göring sintió alivio cuando, a las 5.30 de la tarde del 8 de mayo se entregó a una avanzada de la de la 36 División de Infantería del Ejército de los Estados Unidos cerca de Radstadt. Trasladado al comando, lo recibió formalmente el general de brigada Robert Stack, que así entró en la historia como el hombre que capturó al número dos del Tercer Reich. Después de los saludos formales entre militares, Göring le pidió al general norteamericano que lo llevara ante el general Eisenhower, a quien le había enviado dos cartas. Stack le respondió que lo lamentaba mucho, que el comandante de las tropas estadounidenses estaba muy ocupado en esos momentos con los trámites de la rendición alemana y que aún no había podido siquiera leer sus cartas. La entrevista de Göring con Eisenhower nunca se concretó y el alemán fue a parar al campamento Ashcan, un campo de prisioneros de guerra temporal ubicado en el Palace Hotel en Mondorf-les-Bains, en Luxemburgo. El otrora Reichminister la pasó mal allí, porque ya no dispuso de la dosis diaria de morfina a la que era adicto. Lo trataron con dihidrocodeína - un derivado suave de la morfina – y también lo sometieron a una dieta estricta que le hizo perder 27 kilos en poco tiempo. Estaba recuperado en septiembre, cuando lo llevaron a Núremberg, donde se realizarían los juicios a los principales jerarcas nazis. Los procesos comenzaron en noviembre y desde el principio Göring mostró una actitud desafiante, no solo frente a los acusadores sino también hacia los otros acusados. Se sintió molesto de que se considerara que Dönitz fuera considerado por la acusación como el más importante de los procesados, cuando ese lugar le correspondía a él. Los fiscales lo acusaron de cuatro cargos: conspiración, librar una guerra de agresión, crímenes de guerra y crímenes de lesa humanidad. En este último punto se acusó de la desaparición de opositores políticos, de torturas, malos tratos a prisioneros y de la esclavitud de civiles, principalmente judíos. Después de escuchar los cargos, se declaró “en el sentido de la acusación, no culpable”. Hermann Göring en la terraza del su residencia Carinhall Durante el juicio trató de controlar los testimonios de los otros acusados, al punto que, en los recesos, fue enviado a una celda de aislamiento para que no tomara contacto con ellos. Obligado a permanecer en silencio mientras estaba sentado en el banquillo, manifestó sus opiniones sobre los procedimientos mediante gestos y provocaciones, sacudiendo la cabeza o riéndose. También se quejó de que se acusara a funcionarios sin importancia en lugar de que la corte le permitiera asumir a él todas las responsabilidades. El psicólogo y oficial de inteligencia estadounidense Gustave Gilbert lo entrevistó varias veces en su celda y reflejó la conducta de Göring en anotaciones como esta: “Sudando en su celda por la noche, Göring estaba a la defensiva, desinflado y no muy contento por el giro que estaba tomando el juicio. Dijo que no tenía control sobre las acciones o la defensa de los demás, que él mismo nunca había sido antisemita, que no había creído esas atrocidades y que varios judíos habían ofrecido testificar en su nombre”. La condena y el suicidio Luego de 218 días de juicio, el tribunal lo encontró culpable de los cuatro cargos y lo condenó a morir en la horca. “No hay nada que decir como atenuante. Pues Göring era muchas veces, de hecho casi siempre, la fuerza motriz, solo superada por su jefe. Fue el principal agresor de guerra, tanto como jefe político como militar; fue el director del programa de trabajo esclavo y el creador del programa opresivo contra los judíos y otras razas, en Alemania y en el extranjero. Todos estos crímenes los ha admitido francamente. En algunos casos específicos puede haber conflicto de testimonio, pero en términos generales, sus propias admisiones son más que suficientemente amplias para concluir de su culpabilidad. Su culpa es única en su gravedad. El registro no revela excusas para este hombre”, dice la sentencia. Göring no apeló la condena de muerte, pero sí exigió que lo fusilaran como a un soldado en lugar de ser ahorcado como un criminal común, pero el tribunal se negó. Para evitar lo que consideraba una humillación, se suicidó la noche del 15 de octubre de 1946, el día anterior al fijado para su ejecución, con una pastilla de cianuro. Su cuerpo, como los de los ejecutados, fue exhibido en el sitio de la condena para los testigos de las ejecuciones. fue cremado en Ostfriedhof, Múnich, y las cenizas arrojadas en el río Isar. Aunque se investigó en profundidad, nunca se pudo establecer cómo Göring consiguió la pastilla de cianuro con la que se suicidó. La versión más difundida afirma que Jack G. Wheelis, un teniente estadounidense a cargo de la seguridad de Núremberg, se la dio a cambio de un reloj de oro y otros objetos de valor. Sin embargo, en 2005, el exsoldado estadounidense Herbert Lee Stivers relató que una mujer alemana le había pedido que le entregara al jerarca nazi una lapicera que contenía una “medicina” y que él lo hizo sin saber que se trataba de veneno.

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