06/05/2025 15:46
06/05/2025 15:45
06/05/2025 15:45
06/05/2025 15:44
06/05/2025 15:44
06/05/2025 15:43
06/05/2025 15:43
06/05/2025 15:42
06/05/2025 15:41
06/05/2025 15:41
» Comercio y Justicia
Fecha: 06/05/2025 09:30
Por Marcos A. Sequeira (*) El Complejo Penitenciario de Bouwer, formalmente denominado “Padre Luchesse”, no es sólo una cárcel más del sistema penitenciario argentino. Es, lamentablemente, una síntesis de lo peor que puede ofrecer el Estado cuando decide aplicar una política criminal sin humanidad, sin control y sin horizonte de reinserción. En sus pabellones se alojan miles de personas privadas de su libertad, muchas de ellas en condiciones que constituyen, sin lugar a dudas, tratos crueles, inhumanos y degradantes. Pero lo más alarmante es que el castigo, en Bouwer, se proyecta también sobre quienes no han cometido delito alguno: sus familiares. La infraestructura del penal, construida en módulos que pretenden replicar criterios modernos de administración penitenciaria, ha colapsado. Según datos del propio Ministerio de Justicia de Córdoba, la capacidad del complejo ronda 5.510 plazas. Sin embargo, en la actualidad se alojan más de 8.000 internos, con una sobrepoblación que supera 45%. En algunos pabellones, como el B2 del Módulo de Detención 1, diseñado originalmente para 66 personas, se encuentran alojados más de 100 internos. La sobreocupación implica no sólo falta de camas sino también la desaparición de todo espacio de intimidad, de higiene o de seguridad. En celdas de apenas seis metros cuadrados conviven hasta cinco personas. Los colchones se amontonan en el suelo, la ventilación es casi nula y los servicios sanitarios resultan insuficientes. La proliferación de enfermedades respiratorias y dermatológicas es moneda corriente, al igual que los episodios de violencia entre internos, potenciados por el encierro forzado en espacios reducidos. Estas condiciones han sido denunciadas por organismos de derechos humanos, por abogados particulares y por los propios detenidos, pero las respuestas del Estado han sido sistemáticamente evasivas. En 2024, un fallo judicial otorgó un habeas corpus colectivo a favor de los internos alojados en los pabellones B2 y B4 del módulo MD1. La sentencia ordenó al Servicio Penitenciario asegurar condiciones mínimas de habitabilidad, incluyendo una superficie de 3,4 m2 por persona y la prohibición de colocar colchones en el piso. A pesar de la orden, la situación no cambió sustancialmente. Como tantas otras veces, el fallo quedó como un testimonio formal de una preocupación que no logró traducirse en hechos. Sin embargo, lo más grave no ocurre puertas adentro. Ocurre afuera, en el perímetro mismo del penal, cada día de visita. Quienes se acercan al complejo penitenciario para mantener el contacto con sus seres queridos, enfrentan un régimen de visitas que no sólo es deficiente: es directamente vejatorio. Las visitas comienzan con una espera interminable. Familias que llegan desde distintos puntos de la provincia -y, en muchos casos, desde otras jurisdicciones- deben aguardar de pie durante más de tres, cuatro o incluso cinco horas para poder ingresar. No hay sillas, no hay refugios, no hay baños en condiciones mínimamente aceptables. La escena es la misma cada semana: mujeres embarazadas, personas mayores, niños pequeños, todos expuestos a la intemperie, bajo el sol, la lluvia o el frío. El único baño disponible para el público, uno para hombres y otro para mujeres, se encuentra en condiciones tan deplorables que su uso se torna imposible. La mugre, la falta de mantenimiento, el olor penetrante. El resultado es que muchos visitantes terminan haciendo sus necesidades en el suelo o entre los autos del estacionamiento. Esto no ocurre en un contexto excepcional o de emergencia. Es la regla. Es lo normalizado. Es lo tolerado. Las condiciones que rodean al régimen de visitas en Bouwer son una forma de violencia institucional, tal como lo define la ley 26485 y los estándares internacionales del Sistema Interamericano de Derechos Humanos. No hay razón alguna -ni presupuestaria, ni de seguridad- que justifique someter a centenares de personas cada semana a semejante maltrato. Los hijos, padres, esposas y hermanos de los internos no han cometido delito alguno. Su único “pecado” es no haber abandonado a sus seres queridos. Y el Estado, en lugar de alentarlos en ese vínculo reparador, decide castigarlos por ello. Lo más alarmante es que esta situación ha sido denunciada en numerosas oportunidades. Existen actas notariales, fotografías, escritos presentados ante el Ministerio de Justicia, la Secretaría de Derechos Humanos de la Provincia y hasta recursos judiciales. Incluso se han presentado habeas corpus a favor de los familiares, argumentando que el trato recibido en las visitas constituye un acto de autoridad ilegítimo, contrario a la Constitución y a los tratados internacionales suscriptos por Argentina. Ninguna de estas herramientas logró una solución estructural. El desinterés es absoluto. Si faltara algún dato para terminar de ilustrar la situación de abandono en que se encuentra el penal de Bouwer, basta con mirar su entorno. En la misma localidad se encuentra el mayor centro de enterramiento de residuos sólidos urbanos de toda la ciudad de Córdoba. Diariamente, más de 2.500 toneladas de basura son depositadas en ese predio. El hedor es permanente, la contaminación ambiental es palpable, y en verano el aire se vuelve irrespirable. Así, Bouwer no sólo aloja a quienes el sistema quiere invisibilizar sino también los residuos de una ciudad entera. No es casualidad: es política pública. Es como si todo lo que el Estado considera descartable fuera a parar al mismo sitio. El complejo penitenciario y el basural conviven pared de por medio, como expresión simbólica y literal de la misma lógica: la del descarte. No importa si hay vidas adentro. No importa si hay niños esperando afuera. La maquinaria sigue su curso. Sin embargo, no se trata de una situación irreversible. Las condiciones pueden cambiar. De hecho, deben cambiar. El artículo 18 de la Constitución Nacional garantiza que las cárceles serán sanas y limpias, para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ellas. La ley 24660 establece normas precisas sobre condiciones de detención, salubridad y contacto con el medio familiar. Las Reglas Mandela, adoptadas por la Asamblea General de Naciones Unidas, obligan a todos los Estados miembros a garantizar el respeto por la dignidad humana en los establecimientos penitenciarios. El Comité Nacional para la Prevención de la Tortura ya ha advertido sobre los riesgos estructurales del sistema penitenciario argentino. Pero, en Córdoba, las recomendaciones caen en saco roto. El Poder Ejecutivo no responde. El Poder Judicial, salvo contadas excepciones, se limita a emitir fallos que no se ejecutan. Y la sociedad, en gran medida, ha sido convencida de que los derechos humanos son una concesión moral para los que se portan bien y no una garantía universal. No se trata de justificar delitos. Se trata de exigir legalidad. De cumplir con el mandato constitucional. De comprender que un Estado que maltrata a los internos y desprecia a sus familias es un Estado que ha renunciado a la justicia para abrazar la crueldad. Es hora de cambiar el rumbo. De poner el foco donde más duele. De decir, con claridad, que en Bouwer hay una violación sistemática de derechos que exige respuestas urgentes. Porque la dignidad no puede ser selectiva. Porque los muros de una cárcel no deben ocultar la ley. Porque el castigo no puede ser una política para todos. Y porque la condena, por más firme que sea, no debe extenderse a los inocentes. (*) Profesor. Especialista en derecho penal económico
Ver noticia original